Leyenda mazatleca / Un cadáver contagioso

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Enrique Vega Ayala
Cronista oficial de Mazatlán

En estos tiempos de Covid19 algunos medios han divulgado una nota, al parecer
basada en indicaciones de la Organización Mundial de la Salud, referida
precisamente a las dudas sobre las posibilidades de contagio del virus al contacto
con los cuerpos de los fallecidos por esa causa.
La Secretaría de Salud, desde el 21 de abril, publicó los “Lineamientos de manejo
general y masivo de cadáveres por Covid19 (SARS-CoV-2) en México”, donde se
especifica: “no hay evidencia hasta la fecha, de que exista riesgo alto de infección
a partir de cadáveres de personas fallecidas por COVID-19, sin embargo, puede
considerarse que estos cadáveres podrían suponer un riesgo de infección para las
personas que entren en contacto directo con ellos”.
Las decisiones derivadas de esas recomendaciones y disposiciones sanitarias han
generado el choque cultural previsto por la propia Secretaría en su documento. Se
han suscitado no pocos enfrentamientos entre familiares y autoridades por los
procedimientos “de la fase acelerada” entre el fallecimiento de un contagiado y el
destino final de su cuerpo como ordenan los lineamientos. Está prohibido realizar
embalsamamientos y es obligatoria la cremación inmediata de los cadáveres, bajo
la premisa de reducir el riesgo de transmisión entre personas y potenciales
contactos.
Al respecto, en Mazatlán hay un mito sobre un cadáver contagioso: el de Ángela
Peralta, la gran Diva mexicana de la ópera mundial, fallecida bajo el influjo de Fiebre
Amarilla, epidemia de funestas consecuencias en esta ciudad a finales del siglo XIX.
Esta artista es un ícono cultural mazatleco. Calles, escuelas, teatro, glorietamirador, un coro, bueno hasta un cementerio, llevan su nombre. Alrededor de su
breve presencia en vida por estas playas (entre el 22 y el 30 de agosto de 1883),
tenemos un arsenal de “historias”, propias y prestadas: su recepción tumultuosa en
el muelle; su actuación agradecida en el balcón del Hotel Iturbide; la polémica sobre
si cantó o no en el Teatro que lleva su nombre; el matrimonio “in articulo mortis” con
su pareja y representante artístico, el Lic. Montiel, con el supuesto reparto de
algunas de sus joyas a los testigos y al juez (por su complicidad en la farsa, pues
ya habría muerto antes del enlace, dicen); el desairado velorio, pese a su fama
internacional; y, claro, las de su entierro y su exhumación, faltaba más.
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Las crónicas indican que cinco soldados sacaron su féretro de la capilla ardiente, la
colocaron sobre el carruaje, la escoltaron hasta el camposanto acompañados de un
muy pequeño séquito. Al llegar, del vehículo la llevaron en hombros hasta el pie de
la tumba: luego se encargaron de sepultarla. Les pagaron cinco pesos por todas
esas labores.
Cuentan que los cinco soldados murieron también en los días siguientes. El cuerpo
inerte que cargaron y enterraron les pasó “el níquel”, como también se conocía a la
enfermedad. La versión popular no deja dudas.
La historia no para ahí. Los restos de la máxima soprano reposaron poco más de
medio siglo en la cripta número 9, del cuartel uno, lote cinco, en el panteón Ángela
Peralta. Nadie lanzó sobre su sepultura una protección mágica, del calibre de la del
sepulcro de Tutankamón: “la muerte extenderá sus alas sobre todo aquel que se
atreva a entrar en la tumba sellada de un faraón”. Sin embargo, en nuestro viejo
cementerio se gestó algo parecido a la sucesión de fallecimientos misteriosos de
los ingleses involucrados en la profanación en Luxor.
El 13 de abril de 1937 se realizó la exhumación de la máxima soprano nacional para
su traslado al Panteón de Dolores en la Ciudad de México. En el libro “El Teatro
Ángela Peralta: del desahucio a la resurrección”, Sergio López recupera la escena:
“Habían pasado 54 años desde la muerte de “El ruiseñor mexicano”… no obstante
se tomaron abundantes precauciones para evitar cualquier contagio”.
La reseña periodística que refiere López describe el procedimiento. Fue más o
menos así: conforme se iba realizando la excavación se pulverizaba la tierra con
una solución de cresol al seis por ciento. Antes de abrir totalmente la fosa, por una
hendidura de cinco centímetros de diámetro se introdujo una manguera y se inyectó
cloro suficiente para un espacio de 20 metros cúbicos (cantidad fijada por el
Departamento de Salubridad General); transcurridos 45 minutos se procedió a
explorar el interior de la caja de zinc. Los huesos encontrados estaban cubiertos
con una mezcla de cal y carbón; los lavaron escrupulosamente con cloro, antes de
colocarlos en una nueva urna.
Están anotados dos sucesos curiosos en la ocasión: sobre la tumba había un nido
de gorriones, con dos pájaros recién nacidos; y, además del esqueleto completo,
solo encontraron un par de zapatos y una cabellera de mujer, pero ninguna joya.
En el libro mencionado no está incluido el final de la leyenda. El drama de ese
episodio fue el deceso, ocurrido a los pocos días, de los dos sepultureros que la
exhumaron y hurgaron en aquel féretro buscando las alhajas. Murieron como si
hubieran sido atacados por la fiebre amarilla, concluye la narración oral.