ESTO FUE LOS QUE LE DIJE EL PINCHE PSICONALISTA (11 DE 11) ESTA ES UNA SERIE SOBRE EL LUISÓN. ES UN CULEBRÓN COLOMBIANO PARA TV.

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Por cierto nunca se explicó de manera plausible el porqué se aferró a esa méndiga pata de palo que tantos dolores le producían en los días cargados de humedad, sobre todo habiendo un montón de prótesis más “amigables”. Había, en efecto, prótesis de acero, rígidas y semirígidas, que en la parte superior tenían una especie colchón que lastimaba menos el muñón que le pendía de la rodilla. Las había también de corcho que ayudaban a estos infortunados a caminar indoloramente, pues tenían excelentes amortiguadores de hule espuma y otros artilugios por el estilo, e inclusive solían tener un zapato que ocultaba la falta de pierna y pie, lo cual eran una bendición porque solían manipular la mollera, produciendo el olvido de la existencia del miembro fantasma y su terribles efectos colaterales.

El cantante Roberto Carlos, contemporáneo del luisón, todavía porta una de estas novísimas prótesis y, hasta donde lo vemos en el escenario, aunque no baila zamba ni por asomo, suele moverse a ritmo de los valsecitos que canta como baladas: “Yo quiero tener un millón de Amigos…” Pero sobre todo había prótesis mecánicas de fibra de carbono muy livianas, elásticas y resistentes, que ahorraban energía y hasta permiten desarrollar deportes o simplemente caminar confortablemente. Estas prótesis empezaron a venderse a finales de los noventas; y son el antecedente directo de las que hoy lucía un corredor olímpico, el sudafricano Oscar Leonard Carl Pistorius, más conocido como Oscar Pistorius. Nadie entendió porque el luisón se aferró a portar una pata de palo, una antigualla inventada por el médico francés, Ambroise Paré, en el siglo XVI, tan incómoda como proclive a provocar bromas de baja estofa y motes zahirientes.

Para evitarle esas mofas un círculo de obreros, allá por los años 90’s, hizo una coperacha para comprarle una pierna decente, pero él rechazó ese gesto camaraderil de la “clase obrera” con la serenidad y la fortaleza revolucionaria que aún le quedaban: “Compañeros –les dijo- un militante no es una señorita plástica de esas que van por ahí… Yo arrostraré mi destino al golpe de la madera, porque el sufrimiento es parte del temple que necesita un comunista para hacer la revolución…” Ese día parecía que el luisón hablaba para la Historia, con mayúscula.
II
Lo cierto es que antes y después de la operación que le mutilaría la pierna, el luisón había releído el cuento de José de Espronceda, intitulado La Pata de Palo, que había escrito a mediados del siglo XIX. El argumento era que un diseñador de patas de palo, a través de misteriosos sortilegios, les imprimía a esas prótesis una especie de movimiento que empujaba a sus portadores a caminar hasta perder el aliento. Tal vez esta ficción le hizo suponer al luisón, enfebrecido y aculebrado como estaba en las postrimerías de la operación, que la potencia de ese adminículo compensaría el impulso que había perdido desde que le “pego” la diabetes. Vaya usted a saber, pero las malas lenguas…, pero qué cabrones no dicen las malas lenguas…

-Después de unos minutos de rumiar para sus adentros, se le vino una pregunta que le salió desde el fondo de su corazón-: ¿A la mejor este hijuelachingada sí me hipnotizó y yo ni cuenta dí, porque estos cabrones le borran a uno de la memoria los recuerdos de las pendejadas que a uno le hacen decir y hacer cuando está en trance? -Dolido hasta el tuétano, se le vino a la mente de sopetón una interrogación que le sonliló el color de la tierra que el azar de la genética le había reveservado: ¿Y si en verdad me hipnotizó, qué pinches lindezas me ordenaría hacer y decir? ¿Si en la terapia cara a cara me vejó hasta la humillación, a qué ridículos me habrá expuesto este cabrón si en realidad me mesmerizó?

-Y ya al borde del delirio se le vino una negra premonición:-¿A la mejor en el consultorio este cabrón me hizo bailar bichi al son pollera colorá, para pitorrearse del grotesco movimiento de mi pata de palo? ¡No más de pensarlo me aterroriza¡ ¡No, no puedo descartar esta malandrinada! ¡Qué vergüenza, cabrón; qué vergüenza! ¡Pero sería el acabose si este pinche mercader del psicoanálisis hubiera tenido la desfachatez de exhibirme bailando en cueros un son huasteco ante mis enemigos políticos¡ -Enseguida se quedó mirando al cielo como buscando el rostro de su madre, y lanzó una amenaza que sonó como el aullido de un perro chancualillo: ¡Si este putito me hizo esta chingadera, por Dios Padre que voy matarlo lentamente como lo hacían los asesinos de la brigada blanca cuando torturaban a los guerrilleros!

III
Esta sospecha fue de tal impacto que súbitamente perdió la poca fuerza que le quedaba. El luisón se fue cayendo en secciones como buen un luchador de la World Wrestling Entertainment, aunque en su caso la caída haya sido dirigida por el instinto de conservación: primero le aterrizaron las nalgas, que para su fortuna le amortiguaron el golpe de las piernas que habían tomado altura en la caída y después aterrizó el torso. Por eso cuando cayó la cabeza en el lodo todo fue miel sobre hojuelas, porque aunque se pegó un ligero golpe, fue infinitamente inferior si se hubiera caído de cabeza, como suelen caer en el ring los novatos del difícil arte del costalazo.

Y se quedó dormido o desmayado bajo un sol gaseoso que podían quemarle las entrañas al más pintado. En la caída las nalgas le quedaron descansando en el surco que había hecho con la pata de palo a través de su dilatada travesía, de suerte que su cuerpo parecía una Tablet gringa: quedó tendido tan parejito que hasta la panza de yegua que portaba sin mayor donaire se le había emparejado; sí, esa enorme mole de grasa que le había robado el sex appeal que antaño le hacía irresistible a los ojos de las compañeras de la célula que comandaba; aunque a decir verdad, en esos tiempos de vacas flacas, quedaban pocas y eran más feas que un pleito a machetazos dentro de un volkswagen… Su respiración lucía entrecortada, tal vez por ello jalaba aire reseco por la boca. Sus ojos entreabiertos dejaban entrever un par de huevos hueros.

Como a los quince minutos se le acomodó el cuerpo en forma de cruz: juntó sus desiguales pies verticalmente en dirección a la cabeza y abrió los brazos horizontalmente. Con un poco de devoción podía uno imaginarse que el luisón yacía en el suelo crucificado, sobre todo si podía inferirse que el palo que tenía por pata era un madero que recorría todo su cuerpo, como la cruz el que le habían recetado a Cristo en aquellos trágicos días en que se lo dejaron de caimán.

Empezó a delirar. Parecía que hablaba en otro idioma porque casi nada de lo que mascullaba podía entendérsele; aunque de vez en vez profería frases imposibles de decodificar: vida es…/ el monchooo gironcho güey/Lenín se la come/1989/1989/error/porqué/porqué/porque/mundgind/aytutuli/canchanchaneca/lastimaquecaita tomy/enunarbolitoto te voy a banñar/y yo por qué…. y cosas por el estilo. Y no sé por qué misterios de la vida empezó a cantar una canción de José Alfredo a todo lo que daba el gañote: “Ando volando bajo/ mi estima está por los suelos/ y tú tan alto y tan alto/ mirando mi desconsuelo….” Y usted no me lo va creer, porque además a los narradores nadie les cree, de pronto entreveró en la rola del bardo de Dolores Hidalgo, las “Poesías de Acuña” sin cambiar de tono ni tonada:” Que lindo hubiera sido vivir bajo aquel techo/ y en medio de nosotros mi madre como un Dios…

Enseguida empezó a declamar un poema de Gutiérrez Nájera: “Quiero morir cuando decline el día/ en alta mar y con la cara al cielo… Nunca se sabrá si el luisón estaba haciéndole al teatro o si realmente estaba delirando, porque esa sarta de pendejadas se parecen más a una pinche tomadura pelo que utilizan los hipocondríacos para llamar la atención; pero por lo demás no ha lugar para esta conjetura, porque en ese espacio no había más testigos que su alma. El luisón estaba, como dice una canción, solo con su soledad. Tal vez ese soliloquio lo estaba regresando a la niñez, a aquellos tiempos en que podía hablar a dos y tres voces al mismo tiempo y chiflar como las guacamayas que nacieron con tres lenguas. ¡Vaya usted a saber qué chingados…!

IV

-Cuando el sol lo estaba a punto de partirle la piel, despertó y empezó a levantarse trabajosamente, bañado de agua y lodo. Anduvo pendejo un ratito, como San Lázaro, pero luego se compuso y de nuevo empezó a caminar, no sin mirar con cara de vergüenza a todas las áreas del patio, para adentro de la casa y por encima de la barda por si alguien había visto los desfiguros que lo retrataban, no precisamente como un comunista, sino como de un auténtico pequeño burgués. Una vez que se hubo cerciorado de que no había moros en la costa, empezó de nuevo a caminar en círculos. Iba en la quinta vuelta, cuando de repente se paro en secó. Se puso tieso. Se metió las manos a la bolsas y lleno de ira se preguntó en voz alta: ¿Por qué este hijo de su puta madre me dijo que si no hubiera sido por él, mi mujer y mis hijos…? -Bajo la vista, como escrutando su quejumbre en los oídos de la tierra, y se le vino un aullido aterrador-: ¿Acaso este hijo de la chingada tiene queberes con mi mujer?, ¡porque es mi mujer aunque ya no sea mi mujer!. -¡Grito estentóreamente!-

Esta pregunta lo remitió hasta el principio de los años 70s, cuando expulsó de las filas de la revolución a Jorge Valenzuela, hoy era su psicoanalista, sólo para quitarle a su novia que, a los pocos meses, la hizo su mujer y, de buenas a primeras, la embarazó, pues en aquellos años el amor libre andaba más suelto que el callejero, ese perro libérrimo que dibujó en una canción Alberto Cortez. Es cierto, la suya fue una estratagema indigna de un revolucionario, pero desde que vio a Laura Elena mover sus hermosas caderas y sus largas piernas, que hacían un juego perfecto con sus grandes pechos, sintió una punzada ahí, justo ahí, que lo dejó sin aliento. Los días y las noches que siguieron al primer encuentro luchó por sacársela de la cabeza, pero todo fue inútil porque sus inflamadas hormonas le hicieron manita de cochi a sus famélicas neuronas.

Aunque jamás pensó que en el amor y en la guerra todo se vale, de todos modos fabricó invectivas vergonzantes sobre su calidad revolucionaria que le sirvieron para expulsarlo de las filas de la revolución. Lo que nunca sabremos es por qué Laura Elena se quedó con él. Algunos afirmaban que lo de ella fue amor a primera vista. Lo cierto es que el luisón, después de la trastada, arrastró un profundo sentimiento de culpa, en cambio Laura Elena al parecer no le afectó dejar a su novio colgado de la brocha. Algunos maledicentes dijeron que Laura Elena había cambiado gato por liebre, porque Jorge Valenzuela era blanco, ojos verdes y muy guapo, en cambió el luisón era feo con F de foco fundío. La explicación de esta mudanza amorosa de Laura Elena tuvo ribetes infamantes: se dijo que su elección por el Luisón fue porque se había encandilado con del hueso revolucionario que ostentaba. Como el amor y el poder son un demonio, para qué buscarle tres pies al gato, aunque el poder, como el camarón, suele ser afrodisíaco, según John F. Kennedy.

-La premonición de que su psicoanalista tenía “queberes” amorosos con su esposa, puso al luisón rígido hasta el último pelo de su lacia cabellera. Le brotó un vapor irracional de dolorosos celos de le subieron al pecho hasta dejarlo sin respiración, empezó a nubláserle la vista y empezó a golpearse la cabeza contra la pared hasta sacarse sangre del “cuerno” izquierdo. Para él esta premonición que se fue haciendo certidumbre, fue un golpe demoledor, sobre todo porque acordó que Laura Elena le había dicho que amaba a otro hombre al que sus hijos querían mucho. Nomás de imaginar que Laura Elena estaba acostándose con su inquisidor que, seguramente había aprendido las manías sexuales de los franceses en las que cualquier hoyo era trinchera, le produjo un asco que le precipitó una vasca negra y un temblor tan intenso como los que produce el frío decembrino en Cananea.

-Se quedó recargado en la pared una eternidad, hasta que hasta que se serenó y se le cortó la sangre que le corría por dentro de la frente. Relativamente repuesto, desde los más profundo de su ser se gritó así mismo como para que no se le olvidará nunca:- Esta chingadera me la tiene que aclarar el Lolo, así tenga que colgarlo de los huevos, porque él es amigo íntimo de este pinche difamador y cómo lo ha sido también mío, aunque a estas alturas a la mejor se ha convertido también en mi peor enemigo. Pero sea como sea, este cabrón me va aclarar este pinche enredo. -Y levantó la cabeza al cielo. Se le quedó viendo hasta que los ojos se le secaron por resolana que expelía el astro güero.

V
Con este impulso irrefrenable que secretan los celos, se metió a su cada que estaba aún poblada de charcos y lodo. Empezó a medio arreglarse e ir en busca del Lolo: Se pegó un “baño” vaquero, se zangoloteó para quitarse la carga de agua, sudor y lodo que le bañaban el cuerpo y la ropa y, finalmente, se pegó dos que tres cachetadas guajoloteras para desapendejarse un poco, y empezó a caminar rumbo a la Universidad. En el camino se desvió una cuadra para ir a la fonda de la Matilda donde se “asistía”, para echarse un café y para cerciorarse si no le estaban comiendo el mandado sus enemigos políticos, pues la Matilda, mujer cincuentona de carnes firmes, solía consolarlo en esos días en que la soledad lo golpeaba como la luna llena tritura a los enamorados sin esperanza. Al poner la pata de palo en el lindero donde iniciaba esa ágora, que era un conjunto de fondas que tenían un espacio común para mesas, sillas y andadores para que el respetable se desplazara, todos sus enemigos políticos empezaron a reír a carcajadas. No quiso saber de qué reían, simplemente se dio media vuelta y empezó a caminar directamente a la Universidad. Temblando de rabia.