EL VIRUS ROJO DE LA REVOLUCIÓN.

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ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.

La playa donde solemos jugar se llama Nova Icaria… y recién ahora, después de varios años de estar mucho tiempo por ahí, acabo de descubrir que el nombre está basado en una ciudad utópica llamada Icaria,

fundada en 1850 por Etienne Cabet en Estados Unidos, y planificada para ser la ciudad perfecta,

donde todos los ciudadanos fueran felices y no hubiera diferencias entre ellos,

sin palacios ni muestras de ostentación.

La violencia es la partera de la historia, afirmaron Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista, allá por 1848. Pero a la luz de esa misma historia ni la más socorrida de la violencias, “La Violencia Revolucionaria” ha quedado incólume respecto a su prestigioso pasado: ha dilapido su legitimidad a lo largo del siglo XX. Sus millones de cadáveres recorren el mundo convertidos en fantasmas.

Esta violencia ha parido los Gulag y demás excrecencias: los campos de concentración, los juicios sumarísimos a los “enemigos de clase” y una perruna vigilancia contra los hombres y mujeres que no piensan según la ortodoxia del hermano mayor. En efecto, esta comadrona “parió” a Lenin, Stalin, Mao Tse Tung, Fidel Castro, a Pol Pot y sus Jémeres rojos. Estos próceres, en apariencia precursores del mundo de la “equidad”, asesinaron a más 20 millones de personas en el siglo pasado; pues su imperativo igualitario, impulsado por un pensamiento geométrico, conformó a sus naciones a imagen y semejanza de un lecho de Procusto.

La violencia revolucionaria no sólo exterminó a los “enemigos de clase”, también asesinó a los piromaníacos que la impulsaron. Valdría leer y releer la novela “El Hombre que Amaba a los Perros” del cubano Leonardo Padura. En sus páginas no sólo se narra el destierro y la persecución inclemente a León Trostky por el “camarada” Stalín, relata también cómo asesino a toda la dirigencia bolchevique por acusaciones infundadas de “colaboracionismo” con los enemigos de la “Revolución Socialista”, con el agravante de que los inmolados se declararon culpables en los juicios sumarios que les inventaron, tras largas y dolorosas torturas. Y también había que leer de pasada La Broma de Milán Kundera: ahí degustará lo qué le pasó a un desdichado por haber expresado, en forma de chiste, que él apoyaba a León Trostky.

EL REY VA DESNUDO Y TRES VECES SOLITARIO.

Ésta partera de sueños convertidos en pesadillas milenaristas condensan una fuga al pasado que es proyectada como ideal de futuro; que en realidad es un pasado borroso por inexistente, en el que todos éramos uno y lo mismo: ¿un hermafroditismo social y político? Para este pensamiento la destrucción es y fue un acto de creación, porque es un retorno a la mítica Icaria redentora, que un día los enemigos de clase la dejaron suspendida en alguna estación del tiempo lineal. Y es precisamente por ello que se vuelve un imperativo revolucionario restaurar un tiempo sin tiempo donde el infinito será el manto sagrado donde reinará la hermandad y será también la fragua de la que advendrá el “hombre nuevo”.

Por ello no es casual que los revolucionarios sean los cófrades de la cruenta inquisición laica, con su cohorte de obispos, sacerdotes y monjas que oran en el altar de la piedra de los sacrificios. El doloroso proceso de purificación que implementan se conforma en una monstruosa pira que redime a los buenos, al tiempo que sus llamas purifican a los malos. Su causa, por tanto, no es una más que debate con otras visiones del mundo y que puede, incluso, llegar a acuerdos con algunas con ellas. Su causa, es la causa, la “causa verdadera”, por ello no es casual que a todos aquellos que no

convergen con sus ideas sean tildados de traidores. Esa tilde inquisitorial cuando suele convertirse en piedra, Miami se ha convierte en una hermoso lugar para vacacionar en ésta y en otra vida.

Al final del proceso de limpieza ideológica, sólo queda “indemne” el big brother que, después de haber quemado en una inmensa pira a sus enemigos y a sus amigos de “clase”, el también suele arder en las cenizas de aquella inmensa fogata, porque la uniformidad que sembró a través del terror le quita el impulso para sobrevivir en ese panteón donde reina el Dios del silencio: se convierte en un héroe que va desnudo caminado entre cadáveres acompañado por un “coro fácil” (cuyos miembros ateridos por sentimientos de ambivalencia: lo adoran y lo aborrecen), nunca se dieron cuenta que el dictador, en la refriega, había muerto también de miedo y hastió.

(Algunos historiadores afirman que las matanzas del dictador fueron actos de legítima sobrevivencia, porque sino hubiera obrado así otro jefe revolucionario lo habría enterrado para convertirse él en el Gran Timonel, porque todos los jefes revolucionarios, forjados en la roja marea del resentimiento, por lo general se enferman mortalmente del virus negro de la paranoia. Parafraseando a Ortega y Gasset: Es el dictador y su circunstancia mental)

FINAL SIN FINAL.

En El hombre rebelde, Albert Camus explica hasta qué punto la búsqueda del absoluto puede convertirse en justificación para pisotear los derechos humanos más elementales. Sostiene que en política deben ser los medios los que justifiquen el fin y no al revés. Hoy Camus es reverenciado, pero en sus días fue fustigado por la izquierda y la derecha radicales. Pero su lección es inobjetable: lo que hay que defender no son banderías partidarias, sino principios y argumentos (Luis de la Barreda Solórzano 19/02/2015)

Pero el virus rojo de la revolución permanece largo tiempo en los subterráneos del alma de unos cuantos, y sólo como posibilidad. No obstante éste puede crecer y reproducirse hasta el infinito, sobre todo cuando se entrecruzan crisis económicas, políticas y morales en las que los gobiernos pierden todos los soportes de legitimidad que los mantienen de pié. Hoy el gobierno que preside Enrique Peña Nieto, por todas las crisis que se le han conjuntado y las que él ha creado, ha generado el ambiente para que el sentimiento oceánico se reproduzca a escala viral, con sus jergas, sus himnos y banderas.

En cierto sentido el aquelarre de Guerrero tiene como propulsor al mal gobierno de Peña Nieto. Cuidado porque ahora a los mexicanos de a pie nos persiguen dos sombras: la debilidad del Estado generada por sus propias contrahechuras y la insurgencia belicosa e incendiaria que ha conjuntado a tirios y troyanos en esa tierra de Vicente Guerrero. De disputan esa arena los cínicos y los principistas. Ambas tribus, aunque pequeñas, nos han dejado sin aliento a los mexicanos; pero también con la tarea impostergable de empujar la conformación de un Estado de derecho, en el que este acotados por el imperio de la ley y las instituciones la corrupción y la revolución, sin mayúsculas.

 

elioedgardo11@hotmail.com