EL GRITO EN PALACIO MUNICIPAL

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Invitados adentro, raza afuera, todos festejan la Independencia

Las fiestas de independencia han variado en el transcurso de los años, y casi siempre epor motivos económicos.

El ayuntamiento de Mazatlán, por ejemplo, utiliza adornos reciclados una y otra vez para engalanar la fachada del palacio municipal. Desde hace tiempo quedaron en el olvido las guirnaldas patrias para las calles principales y por supuesto, el alumbrado ornamental. Es más: desde que se puso de moda la protección civil, las administraciones municipales dejaron de comprar los castillos y toritos de pirotecnia que hacían las delicias de grandes y chicos, sobre todo de los jóvenes que se aventuraban al paso de los toros y cruzaban para bañarse con las chispas que caían del castillo.

Años hubo en que la fiesta del grito era aprovechada para tirar la casa por la ventana. La sala de cabildos se convertía en un surtido bar lleno de gente elegante, pues los invitados se sentían en la obligación de ir trajeados, de rigurosa corbata, con el ingrediente de que algunos miembros de las principales familias del puerto eran charros de afición y acudían con esa indumentaria.

Entre las muchas travesuras que hizo el recientemente desaparecido Rafael Franco Zazueta, estuvo la de llamar, la tarde de un 15 de septiembre, a tres o cuatro señoras de gran alcurnia, haciéndose pasar por asistente del alcalde Ricardo Urquijo. Las invitaba a la ceremonia del grito de independencia, suplicándoles encarecidamente su asistencia, que una vez lograda, recibía una penosa condición: “-ya ve usted las locuras del presidente Echeverría, que todo lo quiere hacer con el folclor mexicano, y entonces le suplica que asista vestida de china poblana y que disculpe la molestia.

Y ahí van las señoras acaloradas por la pesada indumentaria, dudosas entre presumir la honrosa invitación o asumir el sentido del ridículo de ir vestida como niña de primaria a su bailable, sólo para encontrarse con la cara de sorpresa del Cayo, como llamaban al alcalde.

En esta señalada fiesta nacional, muchos alcaldes hacían servir taquietos y tostadas a sus invitados, aunque en las mesas de servicio destacaban más los wiskis que los tequilas.

En sus tres administraciones, Alejandro Higuera ha desterrado eso, aunque dicen los que han sido privilegiados, que para los invitados muy especiales, siempre había un guardadito a su gusto en la oficina de la Presidencia Municipal. Para el munícipe agüitas frescas, y de cuando en cuando, si la compañía lo amerita, una buena copa de vino blanco.

En tiempos de la ortodoxia republicana, el primer alcalde que puso el desorden fue Antonio Toledo Corro, invitando la noche del grito a que lo acompañara, muy pegado, al recientemente llegado obispo de la entonces nuevecita diócesis de Mazatlán, Miguel García Franco. Tras la normalización de las relaciones estado-iglesia, otros munícipes han hecho lo propio.

Otros personajes, esos sí infaltables, eran  los cónsules americanos, algunos de los cuales correspondían el cuatro de julio cocinando ellos mismos los hotdogs y hamburguesas que ofrecían. Por supuesto que hoy estará don Luis Romero, el encargado de asuntos consulares de los EEUU en Mazatlán, indispensable en todo evento que aspire a tener nivel.

Pero si afuera del palacio municipal hay austeridad, adentro el codo se aflojó un poco. Este sábado los trabajadores que cobran por nómina semanal tuvieron que quedarse afuera del palacio y pasar a cobrar de grupo en grupo, porque en el patio de palacio trabajaban para dar al lugar el carácter festivo.

La fecha lo merece, pues todo indica que este será el último grito que dé Alejandro Higuera Osuna, quien ya lleva siete en su haber. No lleva ocho porque en el trienio anterior obtuvo licencia para irse de candidato a diputado. Esa vez sí ganó. Esta vez volvió a pedir y volvió a ser candidato, pero perdió, de modo que regresó y alcanzará a dar su octavo grito. Un irrespetuoso le dijo que necesitaría llevar una toalla para las lágrimas porque se trataba del último. -¿Y por qué el último? Preguntó Higuera.

Algún arquitecto imaginativo sembró el lugar de pacas de alfalfa tocadas con zarapes y cubiertas con sombrero, a la manera del tradicional indígena dormido entre cactus que se popularizó tanto en los Estados Unidos. La distribución y las veredas recordaban más las estampas fronterizas del viejo oeste que las escenas mexicanas de los tiempos de lanceros y chinacos, pero el ambiente era aspiracional. Las desteñidas banderas que llenaban el espacio la semana pasada quedaron  en segundo término. Focos de los colores patrios dejaron todo listo para que la noche de este quince pasen los invitados a la ceremonia sacramental en que todos, o casi todos, la pasarán de lujo mientras la gente afuera grita vivas a los héroes que nos dieron patria.