OBSERVATORIO

0
55
urólogo.jpg

Ayer fui al urólogo

MARIO MARTINI

 

A mi compadre FJCHC, con el afecto de siempre

Me levanté muy temprano para ir donde el químico Benítez que cada 6 meses me revisa niveles fundamentales para mantener ritmo y optimismo. Después de evitarlo durante años, finalmente me armé de valor para asistir al inevitable encuentro con el urólogo. No fue por molestias, síntomas o evocación de algunos versos de Milanés sino porque de un tiempo para acá varios amigos, los del círculo rojo dijeran los políticos, fueron diagnosticados con cáncer de próstata y porque en la lotería de la vida mis padres sacaron el premio gordo: una metástasis devastadora y prolongadamente dolorosa en la columna vertebral y otra agradecidamente fulminante en el estómago.

En el trayecto de mi chalet de Olas Altas a la Plazuela Zaragoza recuperé las conversaciones con mi querido amigo Max Maxemín Coppel, diagnosticado con cáncer, a quien yo insistía con necedad de testigo de Jeovhá que permitiera a los cirujanos retirarle todo el aparato con garantía de permanecer en esta vida unos 15 o 20 años más.

-Si María Luisa me trae lázaro porque vuela la mosca, no me baja de viejo pendejo, necio, ideático, Coppel de segunda… Imagínate sin tilichi…No Marito, olvídate que me lo quite…..Me iré entero…-, razonaba con precisión.

En efecto, durante la larga convivencia en pareja van archivándose dichas que el olvido arrasa y  agravios imposibles de remontar. Los muchos años del trato continuado generan  rencores que en la vejez o el infortunio saltan implacables al terreno del juego conyugal. Mi querido Mike, quijotesco promotor de Mazatlán y vocero incansable de la pesca deportiva, tenía media razón.

Mario González, tío querido,  casó con una joven que se interpuso a la hermana mayor que era la elegida. Tuvieron una bola de hijos y sostuvieron una relación complicada que pudo navegar sobre aguas tranquilas por el buen humor, humildad y cinismo del marido. Cuando supo del cáncer de próstata, no vaciló en retirase toda la estructura: -ahora orino como vieja-, me dijo en el primer encuentro. Lo quise y admiré más que nunca.

En una de las muchas corridas de su casa, don Mario, de unos 49 años, se incorporó de tiempo completo al grupo de jóvenes que cabalgaba sin rienda a fines de los 60. Bajo su dirección hicimos expediciones punitivas a la zona de tolerancia de Pachuca cuando aún no cumplíamos los 18, condujo recorridos épicos por el paradisíaco puerto de Acapulco, fumó marihuana en sesiones de rock y luz negra, fue confesor discreto de una que otra compañera que gravitaba alrededor de  los grupos rocanroleros The Ilusion y Three People que rifaban en Tlatelolco, San Simón, Santa María, San Rafael, Lindavista, la Guerrero y anexas. Nos enseñó a bailar danzón y a jugar pókar, herramientas fundamentales para la vida. Fue inspiración paternal para una generación ansiosa de libertad, comprensión y consejo.

Antes de llegar al consultorio redacté de memoria, como ocurre con los buenos reportajes, una carta a mis amigos pero principalmente a mis enemigos por si llegara a tomar la decisión de aceptar la operación jarocha. En ella explico el motivo fundamental: el profundo amor por mis hijos y la necesidad de una prórroga para seguir conduciéndolos por los sinuosos caminos de la vida.

Entre mis atropellados pensamientos apareció el relato de Jorge Ibargüengoitia, quien para acceder a una beca literaria otorgada por una institución estadounidense accedió a que un médico anglosajón le metiera los dedos por el recto. –Te doblegaste al imperio-, comentó burlón su amigo, también escritor, que corrió la misma suerte pero enfrentó la vejación con la disposición de veterana prostituta porque no profesaba la animadversión que el autor de Los Relámpagos de Agosto exudaba por Estados Unidos. ¿Había elegido al urólogo correcto o me estaba entregando como toro manso al enemigo ideológico?  Para sofocar la incertidumbre canturreaba a Milanés: -la vida pasa, nos estamos poniendo viejos, el amor no lo reflejo como ayer. Pasan los años…-

Recordé que hace casi 8 años admití la vasectomía cuando Valentina apenas ajustaba 6 meses, pues me pareció impertinente seguir trayendo muchachos a poblar la tierra sin garantía de una vida venturosa. Pero por estas decisiones de arrebatada inspiración –como las ocurrencias de gobernantes populistas-, frecuentemente padezco circunstancias por las que jamás pasa la gente decente. La operación me la hicieron entre un médico del ISSSTE y  una jovencísima y guapa estudiante que iba por su primera faena en un consultorio precario, entre expedientes amarillentos con broches oxidados, prácticamente sobre un escritorio alumbrado por una lámpara titilante. Traté de huir pero ¡me tenían agarrado de los gavilanes!

–¡No!, exclamó imperativo el doctor con fama de hacer vasectomías al vuelo como banderillero que ejecuta la suerte del “violín”, y con voz suficiente para que yo escuchara dijo: -si le corta ahí ya no le servirá para nada, es por este otro lado…- Musité llorando por dentro: -el general ya peleó  batallas suficientes, es hora del retiro…- ¿Habrán cortado la tripa correcta? Solo el médico, la practicante y dios lo saben.

En menos de lo que canta un gallo, instante melódicamente fugaz, ya estaba acostado boca arriba en el diván con los calzones en los tobillos y las piernas flexionadas en trance de alumbramiento.  Y todavía más rápido que el cantar del ave sentí una punzada  como saeta que por intempestiva me hizo relinchar y derramar una lágrima furtiva. Esperaba algo de conmiseración, no la hubo, pero en ese momento surgió mi epitafio como luz al final del túnel: “Confieso que cabalgué sobre los lomos briosos de la vida en corceles desarrendados que buscaban ansiosos el abismo”.

El antígeno prostático estaba en límites bastante saludables y el comentario del médico lo confirmó: -tienes una próstata más pequeña de la que debería tener una persona de tu edad.  Debes orinar a chorro…Estás de maravilla-.  Tal vez contribuyó que el general, como militar de carrera, reciba todas las mañanas un baño de agua helada.

Salí loco de contento, con cierta molestia para sentarme frente al volante de mi camioneta pero ampliamente superada  por el ánimo estupendo que me condujo  a la cantina más próxima a brindar por mi salud. No me importó perder el orgullo que durante 62 años, 3 meses, 18 días, 17 horas   y 5 minutos cuidé como la custodia cuida a la ostia.

En México, el cáncer de próstata es la segunda causa de muerte por tumores malignos en hombres de 65 años o más, con cerca de 5 mil defunciones anuales; es decir, unos 14 varones fallecen por día. Desafortunadamente, el 75% de los pacientes acuden al médico cuando la enfermedad ya está muy avanzada.

Dejé el consultorio convencido de la gran responsabilidad que tenemos con quienes queremos, principalmente con aquellos que trajimos a este valle de lágrimas y también con los que bebimos la vida a sorbos largos. Como lo decidió mi tío, no tengo la menor duda de que, llegado el caso, aceptaré la cirugía mayor que retire al general con todo y  condecoraciones, admitiendo que será muy difícil sobrellevar, en minusvalía física y emocional, el hecho de ser  blanco inmóvil de los agravios del pasado. Lo haré para disfrutar de mis hijos y de la gente que más quiero en esta vida, entre ella a mis muchos amigos y compadres que tarde o temprano postrarán cuerpo y orgullo en el diván del urólogo.

Acudir al examen de próstata es un viaje en el que se entrecruzan apasionantes recuerdos de cabalgatas sin fin y la imploración por una prórroga de vida que no siempre llega.

paralelomm@gmail.com