MORIR EN TIEMPOS DEL COVID 19

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Una estela de tristeza que no sensibiliza a la sociedad

FRANCISCO CHIQUETE

La realidad de la pandemia nos rebasa. Ocupados en reclamar a quienes no guardan el confinamiento o la debida distancia, en el descreimiento de un fenómeno desconocido, insistimos en no ver qué significa morir en estos tiempos aciagos.

Una de estas noches la televisión nos trajo imágenes de una familia que de lejos, abrazados entre sí, veían cómo sacaban a un familiar muerto en casa por el coronavirus. Se lo llevaba la funeraria y no volverían a verlo, ni siquiera en el tortuoso consuelo del velorio.

Esa familia, dentro de su desgracia, es de las afortunadas. Los que mueren en hospitales simplemente desaparecen. Entran más o menos graves y las familias son literalmente echadas para evitar contagios. Saben que están en una sala, que si se agravan necesitarán intubación y que llegados a esa etapa muy probablemente no saldrán vivos. SWi acaso, se enteran por teléfono del cambio de etapa o del deceso.

Quienes puedan pagar una cremación recibirán sólo las cenizas, y quienes no, verán un ataúd cerrado, imposible de abrir, y estarán solos en el breve velatorio porque no se permiten ya los duelos prolongados ni multitudinarios.

Esto es igualitario. Lo mismo pasa con gente anónima y modesta que con millonarios y estrellas del espectáculo.

La semana pasada murió don Beto Escamilla, vigilante y jefe de mantenimiento de la Escuela Secundaria Federal Guillermo Prieto, con quien convivimos miles de alumnos a través de décadas. La noticia de su muerto, que no fue por coronavirus, nos impactó a muchos, pero nadie pudo ir a despedirse de él, como hubiéramos querido, por las restricciones sanitarias.

El jueves murió Óscar Chávez, un gran artista que pudo trascender las peñas bohemias y los circuitos universitarios para ser reconocido por generaciones de una sociedad a la que ayudó a iniciar las transformaciones. Se lo llevó el coronavirus y nos lo arrebató inapelablemente. Ni siquiera el merecido homenaje nacional, obligatorio en personas de su talla.

Ni qué decir del momento tan temido que llegó ya a la Ciudad de México. Los médicos tienen qué escoger a quién atienden y a quién no, porque no hay respiradores artificiales para todos, de modo que se dará preferencia a quienes tengan más probabilidades de sobrevivir que. A los demás, sólo «sedación misericordiosa», para que mueran sin sentir la angustia de la asfixia. Dicen que la edad ya no es dato preponderante para decidir, pero la vejez es un elemento que agrava los efectos del virus.

La televisión nos trajo las imágenes de un indigente rechazado de un hospital y que se metió a un cajero automático prácticamente a morir. Aire, pedía en su agonía. Para su fortuna lo vieron los periodistas y su caso fue salvado gracias a las cámaras, que además denunciaron el lamentable proceso de cuatro horas para que finalmente lo recibieran en algún lado. Todo indica que él sobrevivirá, pero ¿cuántos casos ocurren fuera del alcance de la opinión pública?

Esta estela de tristeza y soledad sigue sin permear en una sociedad que se queja de un aislamiento que hasta el momento es la única medida efectiva, y que toma la calle a borbotones para comprar pasteles y pizzas en ocasión del día del niño, o si no hay pretexto, sólo a ver cómo andan las cosas.

Este viernes el jefe de panteones, Alfredo Álvarez, aplicó una restricción en el acceso al número cuatro (panteón jardín) y tuvo que enfrentarse a una familia que entró con todo y sus niños, sobre todo a la señora que le reclamaba ser parte del gobierno que en sus palabras, está engañando a la gente con eso de la pandemia: ¡puras mentiras!

Una queja frecuente es la Ley Seca, que de seca no tiene nada. La venta clandestina de bebidas embriagantes está a la orden del día, lo mismo que las fiestas con banda y todo, que luego se presumen entre las amistades o en las redes sociales como si fuese algo meritorio.

Eso sí: todos los comentarios ciertos o falsos de falta de camas, de hospitales llenos, de gente rechazada por falta de espacios, generan indignación en comunidades que no saben guardar la menor medida restrictiva (porque una cosa es tener que salir a ganarse la vida y otra salir a ver cómo andan las cosas o a desafiar a la autoridad, como si el mal fuese para la autoridad misma).

Y por supuesto, na falta la pregunta autojustificatoria y recurrente: «¿qué hace el pinche gobierno?»