Machado en uno de los versos de Cantares, dice: “Nunca perseguí la gloria/ ni dejar en la memoria/ de los hombres mi canción…” Y para que no quede duda que para él lo pequeño era su profesión de fe, como después los expresó Schumacher en su libro lo peque

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Machado en uno de los versos de Cantares, dice: “Nunca perseguí la gloria/ ni dejar en la memoria/ de los hombres mi canción…” Y para que no quede duda que para él lo pequeño era su profesión de fe, como después los expresó Schumacher en su libro lo pequeño es hermoso, en el mismo poema nos canta: “Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, como pompas de jabón…”
Este poema, no obstante, nada tiene que ver con los humanos de carne y hueso, y tal vez ni con los humanos que adquieren, como Machado, el halo sagrado de los dioses. A todos nos gusta dejar en este mundo perecedero nuestra huella, una huella que vaya más allá de las huellas polvorientas que hicimos o estamos haciendo en esta vida a golpe de calcetín y a veces pateando botes…. De ahí el no moriré del todo, de Horacio; que después repicaría Manuel Gutiérrez Nájera en un poema.
Por ello pretendemos construir nuestras ciertas identidades de manera distinta a las de los demás, queremos que nuestra obra sea la mejor de todas, que nuestro aliento y pensamiento no tenga ninguna competencia, porque queremos que se nos recuerde cuando nosotros ya no podamos recordar nada porque nada recordaremos. Nos lastima, por tanto, que nos minusvalúen, que nos identifiquen con otros o que se piense que somos hombres y mujeres sin atributos, como en la novela de Musil. Y esto vale no sólo para los modernos, ya Savater nos dice que la distinción reinaba también entre los hombres primitivos a través de sus intensos toques y retoques de subidos coloridos. Dicho popularmente, todos tenemos nuestro corazoncito…
EL TOTALITARISMO Y LA HOMOGENEIDAD
Uno de los errores más sonados de los regímenes “totalitarios” fue la pretensión de vestir a sus súbditos con gestos, marchas y ropajes que los conformaran desigualmente iguales. Por ejemplo, habría que sonrojarse todavía del terrible espectáculo de la China de Mao, al recordar que los miles de millones de chinos se les uniformaba con un kimono con cuello, of course, a la Mao. Amén de que en esta “igualdad” había unos más iguales que otros. Hoy esta política de Estado nos parece aberrante, pues era como quitarle a millones de personas la única forma de ponerle un poco de “valor agregado” a su trágica existencia, que en ese revival, como decía Spinoza, significa perseverar en el ser por ser….
Una canción nos dice lo mismo, pero sin mucho rollo: “Yo son quien soy, y no me parezco a nadie…” Ante esta tendencia “ególatra” del sapiens/demens se ha estrellado todo el pensamiento que creyó que el Estado y la cultura tienden de manera irrevocable a uniformidad. Ahora lo sabemos: más allá del manto inefable del pensamiento único, la diversidad humana emerge de ese cajón de sastre para pintar con sus múltiples voces justo allí donde debería cosecharse la indistinción. Si alguna uniformidad habrá que achacarle a nuestra especie es su carácter policromático. Dicho en otros términos: su uniformidad es su diversidad.
Por supuesto ser distinto cuesta. Cuesta cambiar y afinar hábitos; cuesta hacerse de un perfil moral e intelectual distintivo; cuesta sobreponerse al miedo y a la rutina; cuesta, en fin, maquillar nuestro rostro para entrar al mercado de las identidades y sobrevivir a su multiforme competencia. En sus formas menos profundas también es costoso afirmar una forma de ser, especialmente cuando los individuos construyen su metamorfosis a través de la moda. Para este efecto empeñamos hasta la quincena: poseer los atavíos más novedosos nos da la sensación de ser distintos a los demás, de alguna forma lo somos. En mi pueblo dicen cuando alguien carece de “rostro propio”: “Es como la cuacha del gavilán, no jiede ni apesta…” Y como nadie queremos ser cuacha de gavilán, entonces…
Por supuesto que el asunto de la distinción humana con la llegada de la globalización y demás sutilezas del ciberespacio ha sufrido una profunda transformación. Las identidades de la raza de bronce que antes se reciclaban en los agregaderos del barrio, la colonia, la plaza pública o se exportaban de París o de Londres, por ejemplo, hoy se han expandido hasta la saciedad: encontramos en las calles más importantes del mundo atavíos y accesorios que, a través del mercado, circulan como sugerentes formas –que cruzan todos los tiempos- de hacer y rehacer las identidades, que cada vez más se convierten formas de ser que poseen el don de lo efímero.
La gran originalidad histórica del auge de las identidades/nómadas es precisamente la de haber desencadenado un proceso de desocialización del consumo y de regresión del valor clasista de los objetos en provecho del valor dominante del placer individual y del objeto-uso. Lo que se adquiere a través de los objetos no es tanto una diferencia social como una satisfacción privada cada vez más indiferente a los juicios ajenos, según Gilles Lipovetski.
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