*Luis Villegas, una ausencia a partir de hoy
FRANCISCO CHIQUETE
La iglesia del Rosario se engalana cada primer domingo de octubre, pues no sólo es el día de la patrona. También es el día del regreso, cuando todo aquel que puede hacerlo, vuelve a su tierra desde los alrededores o del extranjero.
Es una fiesta religiosa. A la virgen del Rosario se deben todos los milagros que han beneficiado a los habitantes del pueblo que lleva su nombre y a ella se encomienda la solución de penas y carencias de todo tipo. Pero también es la fiesta del encuentro, de la reunión familiar en que se perdonan las diferencias y separaciones.
Por supuesto, cada año se añaden ausencias importantes. Quizá la más destacada es la de Lola Beltrán, quien muchos años vino a cantar las mañanitas. Hoy se suma la de otro personaje reconocido y reconocible: don Luis Villegas Murguía, cuya familia patrocinó por mucho tiempo los ricos vestidos con que se presenta en los festejos.
Ni los fastos por la fundación, ocurrida el dos de agosto de 1655, ni las Fiestas de la Primavera, que se realiza en la primera decena de cada mayo, alcanzan niveles tan rumbosos como el día de la virgen, cuya feria popular ocupa la explanada y las calles laterales de templo, con los viejos juegos mecánicos, con los merenderos callejeros o los vendedores de todo tipo de cosas, incluido el de las cobijas, que se niega a desaparecer.
Aunque todo el día hay misas, la gente prefiere arremolinarse en la del mediodía, la que oficiará el obispo, porque es la más solemne en el ceremonial, pero también la más festiva en los encuentros y reencuentros. Muchos llegan a la iglesia directamente de la carretera, con la certeza de que ahí encontrarán a los familiares o a los amigos, a los vecinos de otros tiempos, con quienes tienen una cita no acordada, que se da por ese sentido de pertenencia que no quitan el tiempo ni las desgracias.
En el primer minuto del domingo el pueblo en coro canta las mañanitas. La misa del mediodía es otro hito importante, y finalmente llega el desfile por las viejas calles torcidas en las que se ha tejido la historia tres veces centenaria de este lugar que ha visto pasar la opulencia del oro, la miseria del agotamiento de las minas y la esperanza fugaz de la pesca y la fruticultura.
Cada familia tiene sus historias, pero casi todas responden a un mismo patrón, independientemente de su nivel social, económico o escolar: los que se fueron sueñan con volver para el día de la virgen, reencontrarse con la familia y las amistades, combinando la fe tan acendrada con el gozo terrenal.
Mi familia, originaria del viejo mineral, forjada en todas sus ramas por mineros “de la época buena” y desplazada por el agotamiento de las vetas, convirtió en un ritual el viaje a la celebración. Desde pequeños escuchábamos a la abuela Teodora con sus excitativas a sus hermanas y sobrinas para que no fueran a faltar; veíamos llegar al tío Víctor Corona, desplazado a Tijuana, desde donde frecuentemente cruzaba de mojado a Los Ángeles para trabajar.
Por esos días el tema de las señoras era el vestido de la virgen. Qué familia correría con el patrocinio (por supuesto eran apellidos pudientes, nunca vecinos o contertulios de los nuestros, pero sonaban como si lo hubieran sido. ¿Cómo irá a estar este año, cómo puede superar al anterior? Y al siguiente se volvía a lo mismo. Nunca hubo uno que les pareciera menos bello, aunque nunca destacaban un detalle que justificara la calificación. Era el vestido de la virgen y con eso estaba dicho todo.
Cada año las señoras se arremolinaban para entrar al templo, mientras los señores se colocaban a la sombra, afuera, para comentar las cosas transcurridos desde el último encuentro. Alguna vez el clan Corona se llenó de orgullo: en la misa del obispo sería ordenado sacerdote un nieto de Carlota, sobrina de mi abuela. Hasta los descreídos estuvimos ahí.
Por los últimos treinta años de su vida, mi madre Chuyita Cristerna no faltó a un solo festejo. En autobús con sus sobrinas Selma y Duby, o en el coche de cualquiera de sus hijos y yernos, llegaba feliz a verse con quienes no había establecido cita, pero estarían en el atrio a la hora de siempre. Como ella y sus parientes o amigos, muchos grupos descubrían las presencias esperadas, como lo siguen haciendo las nuevas generaciones de rosarenses.
Hoy la gran ausencia será la de Luis Villegas Murguía, frecuente autoridad municipal, representante de actividades como la fruticultura, promotor cultural y personaje en fin, que por muchos años fue referente de El Rosario. Fue benefactor del templo y patrocinador frecuente de los vestidos de la virgen. Su visibilidad por supuesto, lo convirtió en un personaje controvertido, pero siempre mantuvo una gran popularidad y reconocimiento, ya por su educación en el trato con la gente, ya por sus iniciativas de desarrollo (como Ernesto Rivera puso de moda al mango de Escuinapa en el viejo continente, don Luis fue símbolo de esa fruta rosarense en países enteros de esa parte del mundo).
Durante mis pininos en el periodismo, empecé a conocer a personajes destacados de la región: Rivera en Escuinapa, Villegas en Rosario, don Clemente Vizcarra en Concordia, Jaime Martucelli de San Ignacio. De todo ello daba cuenta puntual a mi madre, compartiendo el deslumbramiento por logros, dichos, famas. Ella por supuesto, concentraba su atención en mis visitas a Rosario y había que comentarle cada calle recorrida, cada anécdota, con las que se alegraba o entristecía, como la ocasión en que Juan Manuel Ley fue a tomar posesión de la fábrica de salsa La Guacamaya, que adquirió y recorrió acompañado del gobernador Francisco Labastida Ochoa. Ahí, el alcalde Luis Villegas abrió paso a un grupo de hombres mayores que no iba a pedir ninguna obra pública al gobernador, sino a suplicar al empresario que no se fuera a llevar la fábrica de El Rosario, donde era una de las pocas fuentes de trabajo que aún se conservaban. Ley se rio, le lanzó una mirada cómplice al gobernador y no respondió. Mi conclusión fue que se la iba a llevar, como en efecto ocurrió poco después, cuando la nueva planta apareció en Navolato, cercana a los campos en que la empresa sembraba chiles. Mi madre, como todos los rosarenses, se indignó. El Toni-Col y La Guacamaya eran orgullos regionales.
Alguna vez se atrevió a pedirme algo: cuando veas a Luis Villegas salúdalo de mi parte. Era muy extraño, pues ella era tímida, poco dada a la socialización fuera de sus círculos afectivos y además tenía ya casi cincuenta años viviendo fuera de Rosario. Sí le digo, pero no creo que te vaya a recordar si alguna vez lo trataste, le dije tratando de prevenirla.
¿Qué no se va a acordar? Si no se acuerda pregúntale lo que le pasó en las pilas del estadio, en las fiestas del centenario. Era un recurso inapelable: Luis, más joven que el resto del grupo, quiso pasar por donde no había paso y resbaló hacia dentro de las pilas con agua estancada de mucho tiempo. “Salió verde, cubierto de lama, él que iba de blanco en punta, desde la camisa a los zapatos, porque doña Eloísa su mamá lo traía siempre muy elegante”. Con él fueron hasta su casa, cubriéndole de las miradas, en un episodio que después fue motivo de frecuentes risas entre ellos.
Por desgracia, a partir de esa petición lo vi muy pocas veces. Falleció mi madre y me quedé con la tristeza de haber incumplido una misión que para ella era importante. Con el tiempo pensé que debía cumplirla aunque ya no le pudiese rendir parte de resultados, pero en todo ese lapso sólo vi a don Luis en dos ocasiones: una, cuando comíamos Ofelia y yo en un restaurante de mariscos de la avenida Hidalgo, de Escuinapa. Él llegó con familiares procedente de Guadalajara, evidentemente agotado; después, en la misa luctuosa de mi comadre Martha Alicia González, Malicia, donde él habló en nombre de la familia Romero González, con su oratoria impactante, culta y sentida. No perdí la esperanza de encontrarlo alguna vez, quizás un día de la virgen, pero no pudo ser.
Tengo la certeza de que muchas familias rosarenses comparten experiencias e historias parecidas respecto de los festejos y los personajes, porque se trata de un padrón identitario, cercano a las raíces en las que se cruzan nombres y familias, aspiraciones y decepciones. La de Rosario es una cultura por si misma, una cultura orgullosa de sus 372 años, de sus logros y de su estoicismo ante las dificultades, en derredor del retablo de hoja de oro, de fechas y hechos que se arraigan cada vez más al paso del tiempo, como la fantástica aventura de haber desmontado un templo que se hundía para trasladarlo piedra por piedra a su nueve ubicación, en una tarea titánica de casi medio siglo. Con lluvia de Orlane o sin ella, este ritual volverá a ser exitoso.