CUANDO SALI DEL RANCHO… DEJÉ ENTERADO MI CORAZÓN.

0
78
251563_10151480814855539_937776097_n.jpg

           

Al compás de los trombones/ de las reformas agrarias/bailaron los campesinos/

una vida sin calzoneeeees…/ Con una mano adelante/ y otra cubriéndome atrás/

yo me fui de mi ranchito/ para no volver jamaaaaás…EEMV.

Con la crisis del campo entre ceja y oreja y más apesadumbrados que la gallina de la Nana, dejamos  el rancho con una mano adelante y otra cubriéndonos  atrás. No se podía vivir más sólo de la demagogia de un gobierno antiagrarista y trinquetero, como decía mi papá. Como siempre hubo un primer éxodo, que no diáspora, le siguieron otros y luego otros, hasta que nos fuimos casi todos; sólo quedaron en las rancherías los más viejos, los locos, los enfermos, los moribundos y los que estaban tan apegados a la tierra que prefirieron quedarse a morir de hambre, porque siempre creyeron que su tierra era algo más que un montón de terrones salitrosos: para ellos el terruño fue su alter ego, algo así como la parte de lo que no se podían desprenderse  sin dejar de ser ellos mismos.

Hoy cuando miro en DiscoveryChannel los grandes desplazamientos de animales en África, y veo cómo abandonan a los más débiles en cada estampida para protegerse de los leones, pienso, no sin remordimientos, que nosotros también somos, para regocijo de Darwin, animales que en la huida dejamos tirados a los débiles y enfermos para que se lo coman los fieras del infortunio; porque la ley de la sobrevivencia nos dicta que primero están los dientes que los parientes, porque las normas de hierro de está jungla nos gritan que solo debemos vivir los menos jodidos, que no precisamente los más fuertes.

 

II

Había que haber estado ahí para haberlo visto: los más pobres, que tenían como destino Cajeme, se iban caminando a pie por la horilla del mar hasta la isla Huivulay, y de allí subían a Obregón, con los pies destrozados y el aliento más quebrado que sus ilusiones. En esa travesía conocí el mar: me arrobó su inmenso velo azul, el vaivén incesante de sus olas, el canto del viento y de las aves, sus dunas preciosas… Precisamente esta hermosa visión me permitió entender, cincuenta y tantos años después, qué era el Sentimiento Oceánico que dibujó Freud en el Malestar en la Cultura: porque en ese inmenso azul sentí una infinita pequeñez y, al mismo tiempo, una inmensidad que me permitía, como el cuatemochas Sánchez, volar sobre el pantano de mi primera inmigración, de una inmigración que nos permitió quemar las etapas que se hallaban entre del socialismo ejidal y la agricultura de alta composición orgánica de capital.

 

Y los que no vieron el mar se marcharon en sus típicas arañas, llevando por guía un jamelgo que, a medio camino, se les moría de cansancio, de hambre o de tristeza; porque los caballos son más fieles a su tierra que los pájaros que vuelan en reversa cuando el cambio de estación los conduce a la búsqueda de otros aleros de tibios alféizar. Los “inmigrantes” más afortunados alquilaban troques para llevarse sus chivas bravas. Una semana antes de tomar las de Villadiego, los inmigrantes ingerían pastillas para el “almareo” y se conseguían con tres días de anticipación un lienzo rojo para limpiarse el vómito amarillo que les producía el vaivén de las olas de lo que después se llamarían camiones de redilas; había que haberlos visto guacareando como si hubieran sido marineros de primer viaje en un destartalado camaronero de Guaymas Puerto.

 

Nosotros, que éramos los pobres de los pobres, nos fuimos a golpe de calcetín, llevándonos tres o cuatro chiras y una vitrola, porque jamás pudimos  convencer a la abuela que esa pieza estaba demás en esa pesada e incierta travesía. El argumento de la mamá de mi mamá, desarmó a mi jefe, que era de armas tomar en esos tiempos de infortunio: “Si nos no llevamos la vitrola, le dijo, no me voy con ustedes, y  búsquenle…”Nuestra peregrinación fue ligera: nos llevamos muy poco de lo poco que teníamos… Podría decirse, y no sólo metafóricamente, que sólo llevábamos  la  esperanza a cuestas y una enorme mochila en la mente.

 

III

Pero cuántas y cuántas cosas no pudimos llevarnos , sobre todo porque eran como la costra a la herida de nuestra comunidad: por ejemplo las manos del curandero que emparejaba las molleras de los recién nacidos; el añil que aliviaba el empacho, la lejía que mataba los ácaros y dejaba moribunda la ropa, la candelilla que era una pesadilla contra el estreñimiento, los chichiquelites hervidos para el latido, la carne de cochi con verdolagas para el mal aliento, el bicarbonato de sodio y la salmuera para la limpieza de los dientes y la picadura de muelas, la biblia que servía de somnífero a los insomnes; el albacar, que untada en las sienes, aliviaba el dolor de cabeza, la baba de becerro servía para extirpar las pecas y el paño…

 

Sí, cuántas y cuántas cosas dejamos en nuestro éxodo, pero sobre dejamos nuestro rancho para nunca jamás; con él quedaron sus calles sin retorno, las brisas peregrinas que escribían blasfemias en el cielo, los remolinos de aire que aullaban como gatos en las noches, los silencios del mediodía para que la gente durmiera largas siestas, el olor a mango con sabor a las guayabas del arrollo… Por ello no fue casual que dejáramos también enterrado nuestro corazón, como un día lo dejaron los cubanos  antifidelistas en la isla de sus amores…. Por ello no fue casual que, cuando oíamos en la radio, una canción melancólica cuyos versos decían más o menos así: Tierra de mis recuerdos y mis amores/donde viví feliz mi juventud/ siempre te guardaré en mi pensamiento/un recuerdo de amor y gratitud…, todos llorábamos a moco tendido.

 

Sí, sí lloráramos a moco tendido, y eso sin perjuicio de que alguna res flaca te dijera a rajatabla mariquita sin calzones; porque gimotear es poco cuando por la tierra se llora, como dijera mi general Timoteo;  sobre todo cuando uno se bate  en retirada de un pueblo que fue fiel hasta su muerte a la imagen de su espejo cotidiano, un espejo tan similar al viento circular que guardó mi abuela en sus alforjas hasta el día de su muerte… Lo que sí nos llevamos los niños fueron los piojos, el mal di’ojo, la sarna, la tiña y unos copiosos mocos verdes  producto de un catarro “constipado” que, a fuerza de tanto secárnoslos con el dorso de la mano en la mejilla derecha, nos habían salido unas pavorosas llagas en el cachete que, algunos años después, se nos convirtieron en cicatrices azuladas.

           

IV

Pero afirmar que con nuestra inmigración acababa la preeminencia de nuestro México rural es inexacto; porque si bien nuestros padres dejaron sus tierras ensalitradas y endeudadas, no es menos cierto que esas tierras se las llevaron en la mente y en las uñas. La nostalgia les insufló hasta la última gota el recuerdo. El dolor por lo que quedó atrás se les convirtió en costra, en lágrimas  y extrañeza y, por esos recovecos que genera la nostalgia, nuestra tierra se volvió después tierra  prometida; porque cuando se mira hacia atrás, y nos vemos corriendo amorosos detrás de nuestras sombras, como levitando en el edén perdido, se mira en realidad hacia el futuro porque el sufrimiento troca al ayer en una especie de eterno retorno hacia una arcadia a la que sólo se puede regresar a través de la memoria luminosa del alzheimeir.

 

Precisamente por ello nuestros padres le entraron duro al “chupe” al son de “ay mi casita de paja/hay mis naranjos en flor/todo se perdió/por esa ingrata…” La desolación en la que sobrevivían se agigantaba hasta las lágrimas cuando escuchaban el jibarito, en la voz melancólica de Bienvenido Granda, en aquellos radios de bulbos gigantescos y baterías apestosas: Todo, todo está desierto/ y el mundo está muerto de necesidad/ se oyen los lamentos por doquier/de mi desdichado borinqueeeén…Vaya, hasta los perros estaban poseídos por ese sentimiento de desazón: ladraban con un quejido lastimero que se les agolpaba en el pecho produciéndoles una vasca negra y pestilente; los gatos se comían sus heces para no enterrarlas en aquellas tierras de salitre negro nunca hubieran podido florecer y, ay, los pobres pericos, había que haber visto a los pobres pericos, habían perdido el habla, habían dejado de cantar el himno al agrarista; sólo les había quedado un hilillo catarriento que, según mi abuela, era la forma como los loros lloraban cuando eran llevados a güevo a tierras de sopor y pesadumbre.

 

Y usted no va creerlo, pero las gallinas ponían unos enormes “blanquillos” cafés, sin la ayuda cojelona de los gallos, porque para ese tiempo ya nos los habíamos comido a todos. Quedó también atrás en aquella inmigración forzada, el olor y el sabor a la tierra, a esa tierra que engullimos por toneladas como sustituto del calcio que todavía no se inventaba. Aún recuerdo las pelas que me daba de mi mamá, que al grito de: ¡No comas tierra, buki cabrón!, solía zumbarme un par de chicotazos que casi me  partían el lomo de par en par, o lo que pudiera ser el lomo de un mozalbete de 30 kilos mal acomodados en una panza más grande que la del maestro Felipón. Y dicho sea de paso, nuestras madres no eran culpables de nuestro infortunio prehigiénico, como creyeron después algunas malidicentes y encopetadas señoras que vivían en el pueblo en casas de ladrillo.

 

No, que va. Hacían lo que podían las pobres: porque cuando querían bañarnos era todo un brete: tenían que alcanzarnos, pegarnos, llevarnos a cuestas y luego  atarnos de pies y manos y, ya con el guaje en la nuca para echarnos el agua, todavía las aturdíamos con unos berridos  más feos que los cochis cuando los están capando. Nuestro llanto no era para menos: nuestras madres nos torturaron hasta decir basta, restregándonos con el estropajo en el cuero, una y otra vez, hasta arrancarnos la piel junto con las enormes costras de mugre que lucíamos como una especie de segunda piel. Tal vez por eso nuestras jefas nos bañaban cada 15 días lo necesitáramos o no…

 

V

Allí dejé a la Felis arropada de salitre, tendida en una  sombra verde de un viejo mesquite arrastrando su parálisis y llorando en silencio mi partida. Cómo olvidar a la Felis; cómo olvidarla, carajo…si cuando jugábamos a las comiditas, solíamos imitar los devaneos procreativos de nuestros progenitores, que aprendimos a la perfección porque nuestra casa fue un cuarto que era, al mismo tiempo, sala y dormitorio, cocina y cojitorio. Con la Feliz perdí la inocencia a una edad que, según el creador del psiconálisis, se anda en la etapa sádico/anal, algo así como que detienes las heces para sentir cosquillitas en el culantro….Ay, ni Dios no lo quiera, porque esa región, que no es precisamente la región más trasparente, debe permanecer incólume a los placeres del cuerpo, para que no se ande después por este mundo como puñal arabesco persiguiendo verduguillos rabinos. Pinche Freud, nunca se le quitó lo perverso…Pero dejemos a Freud, y volvamos a la Feliz. 

 

Cuando me golpean los vientos huracanados de la nostalgia, veo a la Feliz acostada, feliz, como si no hubiera padecido jamás una severa poliomielitis…Más el día que salimos del rancho, la Felis fue a despedirme y después arrastrándose por el suelo polvoso me fue siguiendo y gritándome y… Yo, yo hice el intento de devolverme, pero mi abuela, que lo sabía todo, me agarró de la oreja y casi me la arrancó el un jalón, al tiempo que dobló la cintura para alcanzarme la oreja que tenía desocupada y casi resollándome en la nuca, me dijo: “Lo sé todo, Cabrón; todo… Si sigues jaloneándote, le diré a tu papa que andabas de picochulo con la Felis”. Ya ni chisté ni intenté devolverme; vaya, ni siquiera intenté voltear para despedirme de ella, aunque hubiera sido con una mirada parecida a la de un perro recién molonqueado, pues le tenía pavor a mi papá…

 

Además el tiempo lo teníamos encima, no se podía mirar hacia atrás porque podíamos quedar convertidos en estatuas sal. Había que caminar un camino en el que no hay tiempo para dar un paso atrás ni siquiera pa’tomar impulso, porque el calvario cuando es compartido posee placeres inconfesables. Cuando el tráfago terminó, nos instalamos  en casuchas de láminas rodeados de páramos de salitre que estaban en los márgenes de los pueblos, que luego se convirtieron en ese tipo ciudades que destruyen las costumbres, según el bardo José Alfredo.

 

elioedgardo11@hotmail.com