ALLÁ EN EL RANCHO CHICO VIVI UN INFIERNO GRANDE….

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La carpa Corona iba y venía de México a Tijuana tiro por viaje. En uno de sus viajes  se quedó un día Navojoa allá por mil novecientos quelele. Esa cápsula itinerante era una de aquéllas que transportaban artistas cuando todavía no había televisión, o al menos no había en los ranchos chicos y grandes en los que vivíamos más del 70% de los mexicanos. Por cierto la televisión que empezaba en las ciudades en esos años de inocencia era en blanco y negro: era más fea que un pleito a machetazos dentro de un volksvagen. En ese tiempo rifaba la radió, gracias a ella todos los días oíamos las bellacadas del Ojo de Vidrio, escuchábamos escandalizados las blasfemias del Chitole Torres y solíamos arrullarnos con la voz de pito Pedro Yerena, siempre al compás de su desvencijado acordeón colorado.

Pero en esos días lo que es televisión, tal como la conocemos ahora, ni en sueños; por eso los circos, por eso los cines de los húngaros, por eso mismo las carpas de artistas rifaban por doquier… Recuerdo que cuando llegaban a nuestros ranchos esas formas de entretenimiento, se levantaba una polvareda de expectativas y discusiones sobre la identidad del Llanero solitario; de si era verdad que había enanos que tenían los pies como mi general Santanna y las manos como las de mi general Obregón. Se discutía hasta el cansancio si los artistas que se presentarían eran los auténticos o eran unos impostores de baja ralea, si tenían muchas amantes o si eran más puñales que un verduguillo.

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La llegada de ese tipo de espectáculos, por cierto, se vivían con el mismo alborozo que cuando se hacían las fiestas de nuestro santo patrón, con todo y la  flor más bella del ejido, que solía convertirse en ese día en la primus inter pares concitando las envidias del resto de las chicas casaderas. En esos días la gente se bañaba con jabón de olor, se ponían unos trapos que rechinaban de limpios bajo una densa espesura de almidón; y las mujeres, ay, las mujeres, se untaban colorete a discreción y se calzaban un buen refajo para evitar que los libidinosos las penetraran con unos ojos enrojecidos por el polvo con los que solían mirarlas lujuriosamente más allá de lo evidente, en fin…

 

Pero esos momentos eran también ocasión propicia para que los chiquitos, sin albur, probáramos de qué estábamos hechos: nos echábamos un clavado por debajo del muro de lona que negaba a los oyentes de afuera, ver el mundo colorido que los artistas dibujaban adentro de la carpa. Esos actos de lesa hombría los hacíamos temblando de miedo, porque si nos agarraban… Recuerdo que una noche fatal, el luisón calculó mal su intrépido lance de integración a un show que estelerizaba una mujer que se había convertido en una “serepiente” de cascabel por haber desobedecido a su madre. Para su mala suerte aterrizó debajo de las faldas de una señora santurrona, que muerta de susto prorrumpió un aullido que paró de tajo la función del circo.  En ese resoplido oímos azorados frases non sanctas como sartas Cacantla: Mis calzones/me roban mis calzones/ mis calzones, por favor/me roban mis calzones….La señora gritó este improperio tan estentóreamente que las personas de recta moral quedamos horrorizadas, buscándole los ojos de reojo para que no fuera a acusarnos de fisgones.

 

Al día siguiente, of course, el luisón amaneció más golpeado que el exfajador Julio César Chávez en su última pelea. De lo que le pasó a doña Gertrudis por las pendejadas del luisón, nunca se comentó en la santidad de las tertulias familiares ni en las reuniones ejidales, aunque era un secreto a voces. Pero como siempre ocurre, ese penoso incidente formó parte de la copiosa chismografía de los perversos del rancho que, para variar, éramos los mismos, nada más que protegidos por la informalidad de lo oscurito, justo donde lo sagrado es pervertido por la emergencia de lo profano. Se decía en las tertulias alumbradas por la luna que lo que se le había introducido debajo de los calzones de doña Ger… era un chapulín. Esta inflexión del incidente, convertido ya en escarnio, sirvió al poeta del rancho para hacer unos estos versos no precisamente satánicos: Si chapulín fuera eso/la luna sería queso/mas no fue precisamente eso/sino una lengua sin güeso/eso no fue un chapulín/fue un brioso bergantín… 

 

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Pues bien…, el programa de la carpa traía, entre otros artistas, a José Alfredo Jiménez como semifinalista y a los Apson como estelares. Esa noche de perros tanta fue la euforia de la raza joven que, aplicando la tiranía de la mayoría, no dejaron terminar al divo de Dolores Hidalgo su Estoy en el rincón de una cantina: exigían a gritos destemplados que el “ruco” se bajara del templete para que los chicos de Agua Prieta se echaran su “palomazo” a la voz de ya. Ante la rechifla y las agresiones verbales, el guanajuatense se bajó del escenario al borde del llanto, mascullando entredientes tal vez un madrazo a esa pinche raza irreverente que había roto el canon según el cual los viejos tenían la última palabra. Una vez pasado el zipizape, Los APSON empezaron a arrullarnos con su fue  en un caféeé…En esa época, por cierto, todos queríamos cantar como Frankie: yo aún no canto mal sus rancheras, me queda  aún esa recia voz que al vecino Agua Prieta, Sonora le prodigó tantos aplausos e igual número de desventuras.

 

Usted no lo va a creer, pero aquella escena fue emblemática hasta la última gota. Ya viejón comprendí, en efecto, que aquel acto fue más que simbólico: fue el anunció de la conclusión de una época: acababa preeminencia de nuestro México rural, su iconografía de nopal, su música para extirpar los tumores existenciales, sus charros jotos, su sexualidad procreativa y de doble moral; terminaba por hundirse, válgame Dios, la hacienda convertida en ícono del bienestar y motivo de orgullo nacional, y empezaba a eclipsarse, asimismo, el fervor revolucionario que sólo cobraba alma, vida y corazón, a través de la fraseología almidonada del PRI, de un PRI que nos recetó casi una dictadura perfecta que tanto daño y tanto bien nos dispensó a los mexicanos, pues convertido en muestra mama/mamá, nos dio una vida estable con su ubicua y ambivalente chichi, pero era tan mala esa chichi que nos convirtió en mexicanos de  mala leche: no nos dejó crecer como ciudadanos.

 

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Empezaba desmoronarse, en efecto, un mundo hecho de sensibilidades al borde del llanto y de gestos honorables a un paso de la muerte. Este mundo mágico fue comunitario hasta la asfixia, en cuyo manto de infiernos chicos y grandes, el comisario ejidal, convertido en una especie de don Perpetuo, con derecho de pernada a la sorda, no solamente destrababa los interminables chismes, infidelidades y pleitos que ocurrían entre las familias, que no pocas veces acababan en zacapelas en defensa del honor, el pudor y la palabra empeñada; también esta autoridad servía pata exorcizar los fantasmas que solían helarnos la sangre en aquellas noches de luna atravesada; sí, en esas noches en que la luz eléctrica aún brillaba por su ausencia en nuestros polvorientos callejones, tan parecidos, ay, a las laberínticas callejuelas que recorren a El Rosario que van y vienen hacia ninguna parte.

 

Nuestro prócer calmaba nuestras incertidumbres y miedos a lo sobrenatural, con una frase que seguramente había aprendido en algún congreso nacional campesino: ¡Los espantos son una vil superchería en este Siglo de las Luces! ¡Y alégale a la autoridad!  Con la llegada de la luz, por cierto, se extinguieron las fogatas que nos congregaban para huir del frío y que nos ayudaban, además, a exorcizar los espantos que no podía expulsar el comisario; con la luz, en efecto, chuparon faros los jinetes sin cabeza, las vacas voladoras, el olor a azufre de íncubos y súcubos, los ojos a media asta de los posesos y los poseídos y, por supuesto, los nahuales fornicadores; se fueron asimismo las serenatas, los chaperones, los boleros que alimentaban los sudores del alma y los sermones que aflojaban las urgencias del cuerpo y, no sé si también, la virginidad de a de veras, esa que legitimó la honorabilidad de las mujeres que fueron mujeres de a de veras, porque llegaban virginalmente vírgenes al “sagrado” manto del matrimonio, por supuesto según la versión de sus progenitores, que no de sus malquerientes.

 

El imperativo de la virginidad, por cierto, era de tal magnitud que mi abuela aconsejaba a mi hermana de manera muy peculiar sobre el cuidado del himen: “Si corres a lo pendejo, como los hombres, se te va romper la telita que tienes allí”, le decía apuntándole a esa parte de cuyo nombre no puedo acordarme, por supuesto ahora de viejo. Y remataba su lección: “Si se te rompe eso, no va ver hombre que te quiera, cabrona…” A más de cincuenta años del curso intensivo de la abuela, no puedo dejar de recordarla cuando rememoro  a Ana Gabriela Guevara tendida como torta de huevo sobre las pistas más hermosas de los estadios del mundo. Tal vez si viviera aún la maliciosa de mi abuela, hubiera dicho que a la gacela de Sonora le habían salido güevos por andar de correlona. Pero vaya usted a saber, pues cabe también la peregrina posibilidad de que mi nana hubiera cambiado de opinión en estos tiempos de feminismos a rajatabla…     

 

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En este mundo mágico que se fue para quedarse, la palabra era piedra que se esculpía sobre piedra: la palabra se decía para cumplirse y se cumplía para decirse; vale decir que esa palabra granítica siempre tuvo como referente un lenguaje oblicuo, receloso, por donde solía expresarse el resentimiento de esa raza de bronce que solía cantarle a la pobreza sin sentir ningún dolor…El no sostener la palabra, una vez hecho un compromiso, equivalía a no tener güevos, lo cual era una acusación de lesa hombría: era para decirlo rápido: un rajado; era un bato, pues, que tenía, perdónese a Paz, una inmensa como sugestiva rajada femenil. Esta acusación equivalía a señalar, por otra parte, que las mujeres, esos animales de pelo largo e ideas cortas, según el machista Schopenhauer, eran personas a  las que no podría creérseles ni la O por lo redondo, y ello solamente por esas groseras razones que hoy sólo defiende un talibán venido a menos.

 

En la trama de esos renglones torcidos, los santos inocentes de las rancherías nunca imaginaron que su voz de hierro fuese sustituida por las joterías vergonzantes de las letras de cambio y los pinches pagarés que les hacían “firmar” los licenciados del Banjidal, ay, tan boquiflojos como manilargos. Y no solamente porque esos infaustos  papeles les restregaban en la cara que su palabra valía madres, sino porque además les infringían una segunda humillación: evidenciaban su analfabetismo. En efecto, como no sabían leer ni escribir tenían que estampar en esos papeles su huella “vegetal” con la cara roja de vergüenza, porque suponían, no sin razón, que quienes les zangoloteaban el dedo gordo para que “firmaran”, les estaba diciendo analfabestias.

 

No sé si desde ese tiempo se haya incubado un sentimiento de rechazo a los esforzados trabajadores de la palabra. Sabido es que Zapata y Villa despreciaban a los tinterillos de la república de las letras por lenguaraces; Rousseau, en su Discurso de las Letras y las Artes, abominó a los que retorcían el lenguaje para darle la espalda a los buenos sentimientos. Hubo quienes, como González Rojo, que creyeron que había nacido una clase intelectual que expropiaría a la clase obrera su luminoso destino a fuer de un lenguaje más que retorcido. Y aunque usted no lo crea, existen todavía sectores trogloditas del PRD que, en sus sudorosas pesadillas, se sueñan perseguidos por intelectuales con un enorme cuchillo de carne, y no precisamente en la mano…. Tal vez este desdén, odio o qué sé yo contra la intelligenstsia,  tenga que ver con un axioma que se ha hecho ley a fuer de repetirse: Que verbo mata a carita…

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Pero ese mundo mágico y la inocencia que lo creo se nos fue yendo, porque el mundo de los letrados, la luz eléctrica y el gobierno lo fueron destruyendo como el golpe incesante de la gota en la roca. Pero aquellos  hombres siguieron siendo fieles a la palabra empeñada, tal vez porque ésta, lo digo con jiribilla, tenía la posibilidad de ser olvidada, porque el tiempo es como el viento: se lleva las palabras, las seca, las distorsiona, las resignifica y, de un manotazo canalla, las borra del ficcionario. A pesar de que nuestros viejos fueron cruzados de la palabra, no por ello dejaron de luchar para que sus hijos aprendieran a ler y a escrebir, porque siempre supieron que su mundo se había jodido de un plumazo. Por estas mismas razones un día me tiré a perder de mi rancho raudo y veloz. Y en la huida le hice una canción. Uno de sus versos dice así: Con mano adelante/y otra cubriéndome atrás/ yo me fui de mi ranchito/para no volver jamás…