Miguel Ángel Ramírez Jardines
La señora estaba postrada en la cama del hospital. Recién la habían subido “a piso”, después de 9 días de permanecer en la sala de urgencias. Dicha sala parecía un centro de refugiados de guerra, con heridas internas y externas, dolorosas, de toda la noche y todo el día. Pies podridos por la diabetes, cáncer en el páncreas, el pulmón o la próstata; estómago ulcerado, personas recientemente infartadas, accidentados al caer de dos pisos por falta de protección. Niños, jóvenes y sobre todo adultos eran la masa amorfa que abarrotaba camas, camillas, salas y pasillos del hospital. “Qué bueno que tenemos IMSS… porque no tenemos dinero” decían unos, otros se lamentaban del servicio, resignados. Algunos enfermos que llegaban, a los días los daban de “alta” medio bien medio mal, otros eran subidos “a piso” porque alguna cama había quedado desocupada. Varios salían del hospital a su casa para hacer presencia en su propio velorio.
Llegó por fin el único oncólogo con que cuenta el hospital como médico de piso. Casi casi un lujo. Con un gesto de enojo e impaciencia le dijo a la señora de 84 años con cáncer en los pulmones: “Mire señora, hace cuatro años yo la atendí por el cáncer que se le detectó, pero usted no quiso la quimio, entonces ¿qué quiere que yo haga? Yo ya no puedo hacer nada, usted está en fase terminal…” Y casi con arrebato se dio la media vuelta sin escuchar la débil voz que intentó decirle algo y se fue. Inmediatamente después entró el hematólogo y preguntó “¿Qué le hicieron al oncólogo? Está allá afuera muy enojado”.
El médico cancerólogo estaba muy enojado porque la señora que había rechazado la quimioterapia (¡sacrilegio!) seguía con vida. Para él la quimio y la radioterapia representaban la única opción posible para salvar vidas de cancerosos o al menos para darles “calidad de vida” (¡¿calidad de vida?!) en sus últimos momentos. Además, ese rechazo al fármaco, representaba también un desafío al principio de autoridad que tienen los médicos, especialmente los que ostentan una especialidad tan importante como la suya. Esta señora había osado pasar por encima de su autoridad. Como poseedor de la verdad absoluta de la medicina alópata, no podía permitirlo.
Pero por su cabeza nunca pasó preguntar ¿por qué a cuatro años de haberla declarado desahuciada aún seguía en este mundo? Estaba furibundo porque la realidad le estaba fallando: ella debería estar muerta. Su pregunta era la de un necio: ¿cómo es posible que siga viva si yo le dictaminé fase terminal? Sus interrogantes no fueron las de un médico con espíritu científico que indaga la realidad antes de enjuiciarla: ¿por qué después de cuatro años sigue viva a pesar de haber rechazado la quimio?, ¿qué tomó, qué la ha hecho sostenerse en pie todavía?, ¿hay algo fuera de la medicina convencional que debamos estudiar para saber cómo puede ser útil para aliviar el dolor y la enfermedad?
Ese tipo de médicos (que se forman en las universidades y en los hospitales), se han convertido en administradores, en pequeño, de los fármacos que han puesto en el mercado mundial los grandes laboratorios multimillonarios, quienes medran con el dolor humano y se enriquecen presentándose como la mejor alternativa para curar. Obviamente que los gobiernos como el nuestro, ceden permisos para su distribución o compran a pie juntillas miles de millones de pesos de esos productos sin atender los daños colaterales que ocasionan. Y lo peor, sin estudiar otras posibilidades curativas de la llamada medicina alternativa, que se apoya en la enseñanza de la herbolaria milenaria o en las búsquedas alternativas de la medicina celular, la homeopatía, la anatheoresis, el electromagnetismo, la medicina hortomolecular, la acupuntura y la digitopuntura, etc. que superan en mucho la perspectiva fraccionaria de la medicina convencional para estudiar y atender al individuo desde una visión holística, ecológica y molar (es decir, al sujeto en su totalidad: cuerpo-
mente-relaciones sociales-medio ambiente) buscando posibles nexos entre lo biológico, lo emocional, las creencias, lo social y la ecología.
Cuando, la señora salió a los 13 días de su ingreso al hospital, el médico oncólogo tuvo que redactar tres recetas y lo hizo con letra ininteligible, que un niño de primer año de primaria haría mejor. Con dificultad el encargado de la Farmacia pudo descifrar sus jeroglíficos y rechazó una de las recetas debido a que un medicamento, según su reglamento, debía haber sido escrito en una sola receta sin estar mezclado con otras medicinas. Como el doctor se fue temprano del hospital, los familiares de doña Toña tuvieron que hacer una inmensa cola para ver a la Coordinadora general de médicos del hospital para que autorizara el cambio. Sorprendida preguntó que si para qué había recetado eso el doctor, que no tenía nada que ver con el problema de la paciente. En fin… el doctorcillo en cuestión, seguramente sin meditarlo mucho quería ayudarla a pasar a mejor vida. ¿Cómo había osado seguir viva a pesar de su dictamen mortuario?