SURSUM REVERSUS (2 DE 4)

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ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ
UN AZAROSO CAMBIO DE TERRENO.

Si bien Rubén Rocha Moya, a pesar de ser apoyado por la mayoría de las clientelas y los usos y costumbres de la organización gremial y sus consortes estudiantiles para hacerse de la rectoría, gracias a su inteligencia y su gran espíritu conciliador pudo mantener una sana distancia con esa desgastada corporación, y, en ese difícil contexto, hasta pudo hacer una buena gestión, por es muy ducho en el arte de la mediación. Pero por esos misterios que posee la ecología de la acción, al romper con el sindicalismo al final de su rectorado por motivos sucesorios, tiró el agua sucia de la bañera junto con el niño: le prodigó un desmesurado apoyo a un sujeto sin méritos académicos para que le relevará en el cargo, en vez de apoyar a un académico que prosiguiera su modelo académico, que contenía además estrategias de contención contra sindicalismo cerril y de sus opositores no menos cerriles.
Por ese incorrecto lanzamiento de dados parió a la postre a tres personajes que no tenían la fachada de los políticos de antaño, ni sindicalistas que habían quedado fuera del poder y, mucho menos, intelectuales forjados fuera o dentro de la universidad, quizá por ello concitaron el apoyo de no pocos valiosos universitarios, hartos del corporativismo Eran… eran como fueron: una mesocracia compuesta de personajes que fueron poco visibles en las grandes y pequeñas batallas que ocurrieron en la UAS. Y por si fuera poco, el último de esa trilogía estaba enfermo de resentimiento, de un resentimiento de tal catadura que, a pesar de ocupar el máximo puesto que otorga la Casa Rosalina, jamás se perdonó haber sido un personaje de segunda categoría, como si su sombra le gritara que la intensidad de los reflectores que le prodigó su encargo, hacía más visible el gris de su grisura existencial. Esta psicopatología, que abrigaba un profundo sentimiento de inferioridad largamente fermentado, le permitió, en ocasiones y a cuentagotas, pactar con el sindicalismo, pero jamás pudo hacerlo con los universitarios que habían leído por lo menos diez libros y, menos aún, con los que sabían escribir, porque para él esto significaba y aún significa, darles poder a “güevones y corruptos” que habían adquirido esos malos hábitos por andar perdiendo el tiempo en nimiedades.
Y tenía razones fundadas para odiar a los “intelectuales”: Había que haberlo visto mandando hacer discursos que pronunciaría al día siguiente, no sin antes hacer largos ensayos de su lectura en lo oscurito, porque le aterraba quedar “en blanco” en algún foro que presidiría. Daba pena verlo expresar barbaridades cuando concedía entrevistas sobre asuntos de relieve académico, aún y pesar de que la prensa estaba dispuesta a enderezarle el discurso por un pequeño puñado de prebendas, tan comunes en este período. Por cierto este afortunado/infortunado algunas veces leyó informes que mandaron hacer a un periodista tan lúdico como manilargo, el cual intercalaba en el texto palabras y autores que ni siquiera podía pronunciar y menos aún comprender. Pero dígase en compensación que ni Guevara ni Monárrez fueron, al menos en ese período, intelectualmente mejores que Cuen.

LA CONFIGURACIÓN LAS NUEVAS COORDENADAS.
Pero en este período donde reinaron aquellos aprendices de brujo, iniciaba desde la Secretaría de Educación Pública un cambio de relación con las universidades a partir de un modelo que la izquierda denominó neoliberal, según el cual una buena parte del subsidio sería otorgado a la Universidad a través de los méritos académicos que mostraran los profesores y, por supuesto, esta medida incluyó la acreditación de escuelas y facultades para que las plantas de profesores elevaran la calidad de las “unidades académicas” donde laboraban. Iniciaba con ello una estrategia, al menos teóricamente, que tendía a tasar y a pagar los esfuerzos individuales y colectivos a través de diversas e intrincadas mediciones. Desapareció con ello el modelo igualador que nos fundó, en el que todos ganábamos lo mismo sin que necesariamente hiciéramos lo mismo. Aunque en este desventurado edén “socialista” siempre hubo personajes de callejón que eran más iguales que otros, como dijera Orwell en su día.

Los profesores más lúcidos y/o los que tenían más papeles hicieron de tripas corazón y se acogieron al nuevo régimen, hasta convertirse – y todavía bregan por convertirse- en perfiles Promep, en miembros del Sistema Nacional de Investigadores y en otras categorías que la jerga impronunciable del nuevo modelo me impide mencionar por su nombre y apellidos. Estos perfiles les han permitido hacer viajes, publicar libros, acceder a computadoras y un tren de vida por encima del resto de los uaseños. Pero más allá de los contrastantes resultados que se han obtenido –o que obtuvieron- en materia adminisdtrativa -y no se si académica- a partir de estos novísimos roles, lo cierto es que la inmensa mayoría de estos distinguidos profesores hicieron mutis de las trincheras de la resistencia, sobre todo porque su nuevo rol los ha mantenido ocupados, tan ocupados que hoy miran pasar el cadáver de la universidad a las puertas de su cubículo sin estremecerse, con honrosas excepciones como siempre.

Junto a aquella pasividad “productiva” y a veces stanjovista, un racimo de enjundiosos izquierdistas empezaron a jubilarse porque su tiempo de retiro había llegado para bien y para mal; no sin antes negociar con rectoría el ingreso de sus vástagos a la Universidad supieran leer o no, como si la plaza de los jubilantes –su Plaza, con mayúscula- hubiera sido heredable por mandato del contrato colectivo de trabajo y la voluntad imperial de los rectores. La picaresca motejo a esta heredad como el espectro de la “cátedra patrimonial”, aunque estas manchicuepas por lo general eran y son simuladas a través de exámenes de oposición para cubrir el expediente legal, que por cierto a todo el mundo le han valido madres.

Los rectores Jorge Luis Guevara y Gómer Monárrez mantuvieron ante aquella iniciativa de la SEP una actitud ambivalente e igualmente con la entrada de los hijos de los profesores sin mayores trámites, tal vez porque hicieron su travesía en un ambiente demasiado tenso, tanto por las disímbolas resistencias que ofrecieron los sectores desplazados ante este nuevo giro que tomaba la Universidad y, por supuesto, por la falta de genio político y su inexperiencia académica. Vale decir de pasada que a Gómer le tocó entronizar a Héctor Melesio Cuen Ojeda a la rectoría, el cual operaba -en el peor sentido de las múltiples acepciones que posee esta palabra- en la dirección de Bienes e inventarios, poniendo en escena las mismas artes, las mismas malas artes, que habían utilizado la mayoría los rectores para vencer a sus oponentes de a pie, y algunos no tan de a pie. Una vez pregunté a Gómer si no tenía algún sentimiento de culpa por haber llevado a rectoría a este hombre de espíritu melancólico. Se me quedó viendo intensamente, luego hizo ademán con las dos manos como apuntando al cielo, al tiempo que me contestó lo siguiente: “Cómo no, me siento muy avergonzado…”

MAÑANA CUEN DE PERFIL Y DE FRENTE (3 DE 4=