LA LUCHA DE MARY VILLAGRANA

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Miguel Ángel Ramírez Jardines

Subí al cuarto 40 del tercer piso del hospital. Sabía que ahí estaba Mary pero leí nuevamente el número de cama: 3402. Entré queriendo aprehender lo que miraba. Volteé hacia el techo y junto a un cuadro de metal parapeteado con pintura que antes era de color ostión, había algo parecido a una entrada que daba a la azotea; junto a ese cuadro se encontraba un parche como de cemento con un boquete mal taponeado, negruzco, que indicaba presencia de hongos por la humedad. En el resto del techo, se podía observar una especie de cementerio de insectos. La ventana abarcaba toda la pared y miraba hacia un largo patio por donde entra el personal. Las viejas persianas verticales desprendían un polvo blanco si llegabas a tocarlas y la línea del ángulo que forma el suelo y las paredes denotaba que el trapeador había perdido la batalla frente a toda la tierra sucia que se acumulaba en ella. Afuera del cuarto, sobre el pasillo se encontraba un humilde lavamanos desde cuya base en el suelo salieron correteándose tres pequeñas cucarachas. Es el hospital del Seguro Social, la institución de salud más importante de este país.

Ahí, en ese cuarto, convivían los familiares y amigos de los tres pacientes que se encontraban postrados en sus camas, con tubos y jeringas conectados a sus venas, a sus narices o sus bocas. Tres pacientes que compartían sus quejidos de enfermos, sus incomodidades y la gravedad de sus dolores. En el rincón una joven de 52 años con bolas en su cara sufría una crisis de epilepsia; la última noche la enfermedad la estrujó severamente una quincena de veces, entre las cuales una especialmente duró aproximadamente 20 minutos, tiempo suficiente para que murieran algunos millones de neuronas y que su hermana mayor narrara su viacrucis al hacerse cargo de ella, cumpliendo así con la promesa que le hubiere hecho a su madre antes de morir.

En la cama de la entrada una señora mayor, con calcetines blancos en los pies que ocultaban su ausencia de dedos y con una mascarilla de oxígeno en la cara, pedía permanente como letanía un poco de agua para mitigar la sed, ya que su neumonía le resecaba la boca y la vida. Sus hijas con los ojos cansados le soplaban con un abanico chino por la espalda para refrescarla un poco dada la temperatura que se vive en el lugar, ya que el aire acondicionado del cuarto se ha convertido en un armatroste casi inservible lleno de pelusilla que se desprende cada vez que puede.

En medio de ambos huéspedes, con diferentes artefactos alrededor, la cama de Mary, nuestra Mary. La Mary que no se arredra, que a pesar de su estado de coma, lucha por volver a su vida normal. Sabe que no es un vegetal, que los aparatos para medirle el ritmo cardiaco y la respiración, y los tubos para que le introduzcan los alimentos y le ayuden a expulsar los deshechos son pasajeros. Que los piquetes y las sensaciones nada placenteras al sentir cómo recorren su cuerpo los medicamentos no van a durar mucho. Sabe que escucha las conversaciones de sus cuidadores, la poesía que le leen sus amigos, los poemas que suavemente le comparte su compañero que es poeta. Que le hacen bien las palabras de aliento todos los días, que le gusta que la estimulen con masajes en sus pies y su espalda, los ejercicios de sus brazos y sus piernas. Que es bueno que le ayuden a expulsar la gruesa saliva que se le acumula en la boca por tener la lengua aprisionada por los tubos que le atraviesan el esófago. Que le gusta que le ayuden a cambiar de posición para evitar que se le luxe la piel y le salgan llagas. Y llora y se retuerce y suda para decirnos que ahí está, luchando.

Sabe que importa que el trabajo de algunas enfermeras no debe ser tan brusco e impersonal. Que importa mucho la insensibilidad de algunos médicos y la capacidad que tienen algunos también de decir sandeces dada su ignorancia, su esquema de pensamiento médico atrapado en un chato paradigma alópata o un mal entendido principio de autoridad. Es la Mary que pareciera que ha tenido que hacer un alto en el camino por la fuerza, ya que nunca ha dejado de luchar, como siempre lo ha hecho, congruentemente, honestamente, por la vida de los demás y, hoy, por su propia vida.

Es la Mary, que desde que se convirtió en madre soltera se enfrentó a un mundo difícil y cruel para sacar adelante a sus cuatro hijos, hoy jóvenes que se han estado abriendo camino con esfuerzo, inteligencia y bondad. Ella es la Mary, profesora de la prepa Zapata de la UAS, aguerrida contra los abusos de autoridad de algunos que se creen los dueños de la institución; estudiante de doctorado para tener mayores elementos de comprensión de los procesos que se viven en la educación y no sólo para obtener puntos para ganar más. Es la Mary, quien por sus convicciones es querida por muchos y respetada por todos, su congruencia en la lucha ciudadana, desde la izquierda, desde una cultura nueva con la que está comprometida, le han valido el reconocimiento de todos quienes la conocen.

La penúltima batalla fue por enfrentar el cáncer en uno de sus dedos. Las amenazas de que se le extendiera al resto del cuerpo, las miradas impacientes de los médicos que la querían pasar a cuchillo, imponerle la quimio o por lo menos la radioterapia y la búsqueda de respuestas en la medicina alternativa que aún no ha alcanzado la mayoría de edad para enfermedades como esas, contemporáneas, la hicieron vivir momentos de extrema angustia y ansiedad, estrés y frustración ya que se requiere tener más tiempo para conocer de los efectos de esas posibilidades para sanar. Y, entonces, después de dos días seguidos de desvelos, cansancio, velocidad, el corazón se le rebeló.

Hoy, la lucha por salir de la circunstancia obligada en la que está postrada, va a seguir requiriendo de la “comunidad de apoyo” que se ha formado a su alrededor: sus hijos, su pareja, sus amigos, sus camaradas, sus compañeros. Qué le hace que el seguro social esté abandonado en muchos aspectos. La Mary se adapta, porque su lucha seguirá adelante.