Melchor Inzunza
A los desaparecidos de Ayotzinapa. Qué país es este donde pasamos de los difuntos convertidos en fantasmas que asustaban a los que decían verlos, a los desaparecidos que pueblan el país y nos asustan a todos.
No ha dejado de hablarse de la ética política. Un oxímoron flagrante.
Pero sólo hay que esperar las campañas electorales para ver cómo se cae el teatrito de los políticos predicadores de los valores morales y de los partidos promotores de una “democracia ética”, y para comprobar que la perspectiva de la ética y la de la política son muy diferentes.
Sobre la tal “democracia ética” también se ha dicho demasiado. Pero me quedo con lo que escribió José Antonio Crespo hace unos 10 o 12 años. Lo resumo en tres párrafos:
La democracia éticamente sustentada es en realidad una utopía más (como lo fue el marxismo, también cifrado en el surgimiento del “hombre nuevo”).
De ahí que el sistema democrático incluya pesos y contrapesos, división de poderes y mecanismos de rendición de cuentas. Porque la democracia real no puede confiarse en la ética de los actores políticos: cada uno de éstos hará lo que esté a su alcance para lograr sus propósitos, frecuentemente dejando de lado cualquier escrúpulo moral.
La dimensión ética, la honestidad, la transparencia y el altruismo no caracterizan a la política, ni siquiera la política democrática.
Armas políticas
La democracia no llegó ligera de equipaje. Sino bastante equipada de buenas y malas artes que necesita para sobrevivir. Entre otras, de la demagogia, mentiras, manipulación, promesas, apariencias. Sin estos y otros ingredientes democráticos, no se entra a la contienda por el poder. Para conseguirlo no hay ley humana ni divina que los políticos no estén dispuestos a llevarse entre las patas.
De todos modos son preferibles esas armas de la política que la política de las armas. Las dictaduras no mienten: matan; no engañan: imponen; no halagan al pueblo: lo oprimen. No se andan con cuentos democráticos.
Recuerdo haber leído en una publicación española un artículo donde su autor se quejaba de que la mentira se hubiese convertido en “arma normal de estrategia
política”, para agredir, humillar y descalificar al adversario; reprochaba a candidatos reducir la “ética política” a la eficacia y a los resultados prácticos. Y creo que terminó por exhortar a los políticos a dejar de recurrir al engaño, a la intriga, a la falsedad, la trampa, el disimulo y al juego sucio de la propaganda.
De hecho, los exhortaba a dejar de ser políticos.
A fin de cuentas y de cuentos no se tratan de vicios de la política, sino de sus elementos constitutivos. Inherentes sobre todo a la política democrática.
Nos mienten
El historiador recordaba hace seis años que en 1604, cuando se estaban consolidando los estados nacionales modernos en Europa, Sir Henry Wotton, poeta y diplomático inglés, definió al embajador, como “un hombre honesto al que se envía al exterior para que mienta en nombre de su país”. Desde esta perspectiva, lo reprobable no es distorsionar la verdad, sino que la maniobra falle y pierda su eficacia.
También la evocación de George Orwell es inevitable: “El lenguaje político… está hecho para hacer que las mentiras suenen a verdades, para que el crimen aparezca como algo respetable y para darle apariencia de solidez a lo que, en realidad, es puro aire”.
Por lo demás, hay excepciones. Pero en todo caso un político no puede –es decir no debe– andar como loco diciendo verdades siempre, así provoque daños con ellas. No es posible gobernar con tal ética. El político tiene la responsabilidad de prever las consecuencias de lo que dice, hace y decide. Lo que supone, según Weber, una “ética de la responsabilidad”.
Y los elegimos
Todos mentimos, pero los políticos nos dan a todos las veinte y las malas a todos. Ya sean mentirosos ocasionales, metódicos, talentosos, o compulsivos sin talento. Y sus mentiras pueden causar más estragos que las nuestras.
Los políticos –decía Borges– no son éticos; su profesión es mentir. “Son hombres que han contraído el hábito de mentir, el hábito de sonreír todo el tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábito de la popularidad…”
Pero, si en efecto no pegamos de gritos todos los días contra los políticos será porque Fernando Savater tiene razón:
“Los más probable es que los políticos se nos parezcan mucho a quienes los votamos, quizás incluso demasiado; si fuesen muy distintos a nosotros, mucho
peores o exageradamente mejores que el resto, seguro que no los elegiríamos para representarnos en el gobierno”.