ES UN CULEBRÓN COLOMBIANO PARA TV.
-No pocas veces quebró el espejo a puñetazos, sobre todo cuando se comparaba con su hermano menor que, si bien no tenía las dotes de arcángel, poseía al menos una elegancia estándar. En muchas ocasiones llegó a sospechar que su madre lo quería más que a él. Y ese sentimiento solía llenarle de celos, al grado de que a veces deseo la muerte de su carnal. Tal vez por eso el Luisón fue un tipo huraño, de pocas palabras, sobre todo en la adolescencia y, por lo mismo, dispuesto a liarse a chingadazos ante cualquier cotilleo que le hacía a costa de su triste figura.
Y a pesar de todo eso, o quizá por eso, siempre hubo quien lo amara, porque, como dicen en el rancho, nunca falta un roto para un descocido. Lo que nunca se sabrá, por más que sus posibles biógrafos y hagiógrafos lo intenten en el futuro, es si el Luisón amó a alguna mujer que no fuera su mamá, el amor de sus amores. Por lo demás, siempre creyó que todas sus desgracias se habían amplificado como monstruos al morir su madre, porque sin ella había quedado a la intemperie, sin nadie que lo cuidara en este mundo, pues solía defenderlo de su padre que lo juzgaba loco de remate porque hablaba consigo mismo al son de distintas voces.
Antes de que el Luisón recuperará el aliento, el terapeuta le preguntó: ¿Puedo hacerte una pregunta?- Y se le quedó viendo profundamente con sus enormes ojos azules, como preparándose para observar el impacto que tendría la estocada final, con la cual cerraría la sesión de esa tarde poblada de negros nubarrones -.
Claro, para eso estamos en esta sesión de psicoanálisis.- La respuesta Luisón quería aparentar naturalidad, pero estaba más tieso que la cosa monstrua de un adolescente. Y por esas rarezas que pasan una vez y media en la vida, como si estuviera leyendo una página en blanco, vislumbro como el instinto de sobrevivencia se puso a dialogar con su sexto sentido y, en esa fugacidad, le pasó por la cabeza que estaba durmiendo con el enemigo, pero como estaba tan necesitado de ayuda desechó esa posibilidad, aunque ese hijo de su pinche madre lo tenía hasta la madre. Y no era para menos: tanto había caído su autoestima, que cualquier chalán de barrio podía ponerse a jugar al futbol con ella…
¿Fuentes muy cercanas a ti me dijeron que fue la diabetes por la que te amputaron la pierna. Que nada tuvo que ver esa mutilación con un peregrino balazo que te haya sorrajado la Brigada Blanca al fragor de un jale revolucionario, como tú lo has afirmado? ¿Y sabes qué…? Yo les creí porque siempre trataste a la burguesía y al gobierno como si no fueran tus enemigos de clase. De ellos sólo recibiste flores, no precisamente balas, porque eras un conciliador de esos que van por ahí vendiendo movimientos para vivir como reyes. Y aún más: según tus enemigos políticos, eras un confidente de la policía política.
-El Luisón en vez de romperle la madre por esa cascada de blasfemias, soltó el llanto como un buky que le sale el nahual en la noche. Tras los espasmos convertidos sollozos, le provocaron una vasca pestilente con la que bañó de frijoles mal digeridos la aséptica blancura del diván. Bañado en lágrimas y vómito se bajó trabajosamente del diván y se fue arando el surco de su infortunio al son cansino de su pata de palo. Vaya, ni siquiera le dijo adiós al chamán; simplemente se fue caminando para tomar el camión. Antes de doblar a la esquina que lo llevaría a la parada del bus, volteó hacia atrás y miró al psicoanalista ondeándole un pañuelo en medio de calle en son de despedida. El Luisón simplemente cambio de calle y se fue mascullando no sé qué cosas… aunque no es difícil imaginarlo.
Este piche chaman, si sigue haciéndome la vida de cuadritos, le voy a partir la madre uno de estos días. Dios sabe que nunca he permitido una ofensa y este cabrón se ha pasado de la raya, aprovechándose de que estoy muy necesitado de ayuda psicológica. A la siguiente que me haga, va ver este hijuelachingada de qué estoy hecho.
-Al salir de la terapia el Luisón tomó las de Villadiego. Al ir toreando el empedrado de la calle que lo condujo a tomar el primer camión, sintió una profunda desazón que le produjo un enorme vacío existencial. Cierto, nunca fue la ola que golpeó la roca, y menos aún después de la ominosa tunda que le propinó el psicoanalista, porque lo menos que le dijo fue resentido, paria, pendejo y… Y casi a rastras tomó el segundo camión que por fin lo llevaría al cuchitril que tenía por pocilga.
Al sentarse sintió un lacerante dolor en la pierna que le habían amputado hacía por lo menos diez años, mutilación por la cual se había ganado el infamante mote de “el mochilas”. A este lacerante malestar los médicos solían llamarle, sin mucha precisión, síndrome del miembro fantasma. Este padecimiento, según la historia de la medicina moderna, era más fuerte que el dolor de un oído corroído por una larga infección. Esa pierna cercenada, más no amputada del cerebro, solía dolerle más, mucho más, que el hambre y los celos juntos, porque ambos producen una profunda sensación de desamparo, tan semejante a la angustia que asola a los huérfanos en las largas horas en que el viento de invierno llora su infortunio. El dolor de la pierna era tan intenso que le amplificaba todos los dolores del mundo, con un agravante: el paroxismo que le generaba esa dolencia le provocaba reacciones suicidas, que solamente el recuerdo de su madre le hacían dar marcha atrás a esa radical autoflagelación.
Ese inmenso dolor, además, le producía un fuerte mareo que arrancaba una bocanada de vómito que solía vaciarle todas las hieles del alma. Por eso al emprender la travesía en el bus, hizo un gran esfuerzo para contener ese efluvio de vísceras llenas de frijol y chorizo con técnicas de respiración aprendidas en las terapias de yoga, al tiempo que procuró distraerse con la lectura de un pasquín que alguien había olvidado en el asiento. Empezó a hojearlo con cierto desaliento. Entre sus páginas encontró un artículo de autoayuda intitulado: “La clave para alcanzar la felicidad en 24 horas”. Por aquello que la esperanza muere al último bostezo, empezó a leerlo con cierta fruición, pero las gracejadas de esa mancha de tinta fueron como si se hubiera metido el dedo gordo de la mano hasta el fondo de la garganta.
Como a las siete cuadras del trayecto, intempestivamente irrumpió de su pecho una vasca negra y pestilente con la que baño a una señora que viajaba junto a él. Como era de esperarse, la señora agraviada se levantó del asiento y, al tiempo que se limpiaba la blusa y la falda de esos desechos mal digeridos, empezó a gritar como una bragada lideresa de colonia: ¡Chófer, este pinche borracho me gomitó! ¡Baje en chinga a este pinche borracho, o yo voy a echarlo a madrazos por la ventanilla…¡ Los compañeros de viaje de esa señora de pelo en pecho, con una mano en la nariz para torear la peste, le hicieron coro. Por lo menos treinta y tantas voces encabronadas empezaron a corear al unísono: ¡Chófer, baja a este cabrón borracho del camión, o…!
Ante la furibunda como tumultuaria solicitud del respetable, el chofer apagó su estruendosa radio que, en esos momentos tocaba la Flor de Capomo con la voz aguardentosa del Yaqui y, casi al mismo tiempo, frenó violentamente haciendo chirriar en el pavimento las llantas de esa cafetera ambulante. Para desgracia del Luisón, el “atracón” del chofer atrajo la atención de unos polis que iban enfundados en una “perica” que marchaba tan cerca del camión que parecía que iba viéndole los entresijos por debajo de la falda. Quizá los guardianes del orden coligieron que algo muy serio había pasado dentro de aquel cascarón, porque en un santiamén lo cercaron al estilo americano.
El que seguramente comandaba la patrulla, con la pistola en la mano, encaró al chofer, con una voz ronca de pocos amigos: ¡Qué pasa aquí, conciudadano, chofer…! El chafirete le contestó medio cabreado: ¡Un pinche borracho basqueó a la gente, señor segurida! El poli ni tardo ni perezoso, le grito a nuestro izquierdista: ¡Pa’bajo, cabrón, que este camión es decente! Lo bajaron a rastras y… No sé por qué azares de la vida, los policías llevaron al Luisón a su casa, en vez de haberlo entregado al juez de barandilla. Tal vez porque se compadecieron de un pobre hombre que tenía una cara de moribundo que no podía con ella o tal vez porque en el camino le bajaron los pocos pesos que traía. ¡Vaya usted a saber!
-Pero haiga sido como haiga sido, una vez en su casa, todos los improperios del psicoanalista y los vergonzosos incidentes que le ocurrieron ese negro día, embargaron al Luisón en una inmensa amargura, en una resequedad del alma que ni siquiera hubiera podido arrancársela con un litro y medio de bacanora. Era tanta su baja estima que no pudo comer ni sorber una gota de agua en toda la tarde. Esos tormentos le habían producido un vértigo de tal magnitud que las vísceras se le ataron con los nudos gordianos que se le habían creado en los intestinos.
Y no era para menos: porque la sensación de andar valiendo “madres” en la vida, conforman en el bajo vientre un puño de ligas con sus respectivas ligaduras y ligamentos. Sumido en esos tormentos, de repente sus ojos se encontraron con el espejo que pendía de un clavo sujeto a la pared. Quedó frente a frente consigo mismo. Se le quedó viendo al otro que era él mismo, no sin asco, y miró la desmadejada la imagen que le proyectaba esa media luna. Intempestivamente le grito con furia: “Eres el hombre más pendejo del mundo, hijuelachingada. Y ni tardo ni perezoso le sorrajó a su “doble” un puñetazo que ni Villa hubiera aguantado. El espejo quedó hecho girones en el suelo.
Después de echar rayos y centella. Como a los quince minutos, entre sollozos y suspiros recobró la calma. Todavía tembelequi se agachó a recoger los fragmentos de vidrio que yacían esparcidos en el piso, y para su desgracia se volvió a mirarse en ellos: su cara se convirtió en una miríada de rostros monstruosamente deformes que le causaron espanto. Entelerido cayó sobre los vidrios y se quedó acostado sobre ellos, no sé si desmayado, seguramente porque la fuerte impresión de verse la cara mil veces deformada se le escaparon las pocas fuerzas que aún le quedaban (CONTINUARÁ)