EL LUISÓN EN LA “TARIMA” DEL PSICONALISTA
Y Como el que calla otorga, te propongo que continuemos la sesión. Me dijiste que la bestia era polifónica, que sus múltiples voces se atropellaban, tal vez este pasaje sea interesante por alguna circunstancia que tal vez viviste en tu niñez. Por favor cuéntame: ¿Cómo fue tu niñez y tu juventud…? ¿Acaso solías oír esas voces en las noches? – Esta Alocución, que sonó compasiva, le hizo recobrarlos bríos; porque le había pedido que recordara la etapa más feliz y más triste de su vida.
…Yo, yo era un chico parlanchín. Hablaba conmigo mismo, con mi sí mismo. Hablaba en contra y a favor de mi mismicidad. Hablaba a dos y tres voces al mismo tiempo sin perder el aliento en cualquier conversación por más enredada que fuese. Solía cantar a dos voces el corrido de Valente Quintero y recitar de un tirón las “poesías de Acuña”, por supuesto sin perder una sola vez el resuello. Y te lo digo sin presumir, podía hacer hasta tres personajes con sus respectivas voces en cualquier obra de teatro que se ponía en escena para festejar a los héroes que nos dieron patria. ¡Qué días aquéllos¡ ¡Qué días…!
Con decirte que solía silbar como los pájaros y, no pocas veces, podía comunicarme con ellos y hasta volar imaginariamente sobre sus alas. Cuando jugaba a los carritos chocones me aventaba unos soliloquios que duraban hasta que quedaba sin habla… A veces hablaba sin proponérmelo y, a veces, callaba cuando las palabras se me engarrotaban en el pecho…. Estos silencios podían durarme hasta tres días; pero esos días de largos silencios solía compensarlos con horribles pesadillas que me azotaban por la noches, en las cuales, según mi abuela, hablaba arrebatadamente contra los pinches espantos que querían arrancarme los güevos y allende sus alrededores…….
–De repente el paciente se deshace del embrujo de los ojos del analista, y cae en un mutismo que lo devuelve a aquellos tiempos en que Freud escribió Análisis terminable e interminable, porque creía que su terapia andaba valiendo madres. Para devolverlo al diálogo, que en realidad era un monólogo, se apresuró a darle un vaso de agua y unas palmaditas en la espalda para que recobrara el aliento. Enseguida lo conminó a que siguiera con su relato con un tono amigable y hasta melódico: “No pares, sigue, sigue…”
Todo esto fue muy bonito hasta que… -Expresó el paciente, como si estuviera hablando para sí mismo, no sin respirar profundamente.
Dime qué pasó después, dime… -Y le volvió a clavar sus ojos de mar en los ojos en sus ojos del color de la tierra-
En mi primera niñez a nadie le causó asombró mi forma de dialogar conmigo mismo y con los demás, aunque los demás fuesen simples pájaros carpinteros. Aunque como nunca sabemos las verdaderas intenciones de los humanos, los vecinos de mi pueblo tal vez con un poco de sorna, le decían a mi papá que cuando fuera grande sería político porque era muy hablantín; otros juraban que sería un buen vendedor ambulante, otros afirmaban que sería locutor porque… y no pocos apostaban que un día me iría a trabajar a la carpa Corona como imitador, porque sin ninguna dificultad podía doblar la voz de Pedro Infante, la del charro Avitia y, a veces, hasta cantar la paloma negra con timbre bravío de Lola Beltrán.
Lo que llamaba mucho la atención de los vecinos era que podía imitar a la perfección las voces más queridas y, al mismo tiempo, más odiadas de la comunidad, como la del comisariado ejidal, la del cacique, así como la voz de pito del cura del pueblo, cuyo nombre…, de nombre…, la verdad no me acuerdo; pero creo que se llamaba Aniceto o Anacleto, pero a la mejor se llamaba Próculo, porque sus fieles le llamaban de cariño Don Any… Sin embargo, mi locuacidad empezaba a preocupar a mi papá, ya lo tenía hasta el cogollo con mis “payasadas”. Uno de esos días de tensa calma un profesor de la comunidad le explicó a mi mamá que el salivero incontenible que me poseía, obedecía a que estaba pasando por una larga etapa egocéntrica con ribetes de animismo.
Mi jefa, simplemente le contestó: Huuummm, ojalá que usted tenga razón, profesor, le dijo… Mi abuela, que sabía más de psicología que Freud, no se chupó el dedo con la explicación del maestro, por ello se me quedaba viendo de reojo cuando jugaba a los vaqueros, donde a golpe de balazos los buenos mataban a los indios malos para que vivieran en paz los Güeros. Una de esas veces empecé a hablar igualito que John Wayne, con ese acento indómito que le distinguía en las películas, regañé a Toro Sentado por andar escalpando a los pobres blancos; ay, tan trabajadores y tan buenos puritanos. Mi abuela, enmuinada hasta las chanclas, me dijo de sopetón: Pa’que hablas como el pinche gringo ese, tan bonito que es el español… Después se metió a la cocina a parlar con mi jefa. No sé qué le dijo, pero mi mamá llegó llorando a moco tendido al lugar donde jugaba. Me abrazó con una fuerza que sólo una madre puede prodigar a su vástago. Recuerdo que me dijo al oído con mucho sentimiento: M’ijo, cuando seas grande vas a ser artista, pues son muchas las voces que te habitan….
En una de esas mi jefe escuchó la profecía de mi jefa, y dijo algo para sí que se oyó en todo el vecindario, porque lo que prorrumpió se escuchó como un gemido: “Qué artista ni que chingaos, lo que tiene este buky es un “sonambulismo” que se le viene de día y se le complica de noche…” Unos de esos días de hostigamiento parental, mi tío Chémaly, dejó de tocar con su lira el corrido del Güerequi, para atajar a mí papá cuando me zangoloteaba del pescuezo como a un pobre güíjolo navideño. Recuerdo que le dijo recio y quedito: No maltrates al muchacho, a la mejor hasta te sale igual de imitador que los polivoces. Con ese don hasta podríamos “rentarlo” en las fiestas pa´salir de pobres, porque la milpa en vez de dar elotes da lástima… Un día esos de ahogo existencial, mi papá me llevó a rastras a Huatabampo pa’que me “viera” un doctor. Caminó conmigo en brazos como 12 kilómetros. Cuando trató de explicarle al médico los síntomas de mi enfermedad, le temblaron los labios, apenas pudo pronunciar unas cuantas palabras. Le dijo casi como un aullido: “Se está volviendo loco m’ijo, doctor…”. Se lo dijo con los ojos bañados en lágrimas.
Seguramente esa verborrea llegó a su fin al final de tu niñez y más aún en tu adolescencia. -Le dijo el analista con la seguridad que otorgaban sus estudios y su experiencia-.
Bueno, en la adolescencia y mi primera juventud, no sin resistencias y terribles mutilaciones, pude adoptar una forma de comunicación políticamente correcta; como lo hacen todos los seres humanos “normales”, que suelen hablar a una sola voz, aunque para conseguirlo tengan que hacer mil ensayos para lograr la llamada coherencia discursiva, que suelen recetar esos seres raros que se han autobautizado como semiólogos…
-Rojo de cólera el psiconalista lo interrumpió. Por primera vez no pudo guardar las formas. Con una voz ronca casi le grito:- No. No, No. Por favor no empieces a hablar con los argumentos de los peores libros de Michel Foucault:- No vengas a echarme rollos -Le dijo. Y luego le ordenó:- ¿Dime qué te pasó a ti…? Se lo dijo con una requedad que manifestaba la cólera que le produce a un dogmático cuando se tropieza con el paradigma que lo contradice-.
Medio mosqueado por la moción, le reviró a la defensiva:- ¿Y qué quiere que le diga, doctor… Bueno, déjeme que le cuente, entonces, algunas cosas más personales. Con la zambullida en la “normalidad”, creí que toda mi polifonía había llegado a su fin, y hasta me alegré porque ya estaba siendo tildado con el mote de loquiflojo. Aunque nunca llegué a pensar que esa normalidad fuera un proceso natural del desarrollo humano, como le explicó el profesor a mi mamá…, sino que era producto los constreñimientos sociales te obligan silenciar a todos los seres que te habitan, a pesar de que son uña, carne y mugre de lo que nos constituye como seres humanos, porque ello es preferible a que te llamen loco, bipolar, esquizofrénico y otras lindezas por el estilo, porque sin querer queriendo te conviertes en carne de cañón de un tétrico hospital psiquiátrico… Y si bien me volví un hablador políticamente correcto, pero por ello mismo me volví un hablantín de doble y hasta triple moral ahora en mí vejez, como si el tiempo me hubiera aflojado, entre otras cosas entrañables, las vísceras del buen decir.
-La impaciencia hizo salir de sus casillas al terapeuta, como si el paciente estuviese cometiendo un sacrilegio. Mirando reverencialmente el cuadro de Freud, prorrumpió muerto de rabia una expresión en francés:- Mon dieu, continuez á parler comme Michel foucalt, l’ennemi juré de la psychanalyse[1]. -A pesar de la confusión que le causó la expresión, el paciente siguió contando su verdad, porque una vez que empezaba a hablar difícilmente podía callarse, tal vez porque volvía a aquel tiempo órfico en el que todavía podía jugar a la matatena con las palabras: –
Para calmar a algunos de mis alter egos les hacía silbar y cantar no sin soportar sus velados reclamos; para calmar a otros más exigentes, me iba a lo oscurito a dialogar con ellos y a pedirles de rodillas que no me estuvieran jodiendo cuando le estuviera cayendo a una morra, porque necesitaba palabras dulces para envolverla y no las palabras lascivas que ellos me ponían en la boca. Con lo que no pude nunca negociar fue con dos o tres cabrones, que no aceptan ni aceptaron que les tapara la boca: esos hijos de la chingada son los que seguramente me provocan las pesadillas, que hoy me están matando… A pesar de mi soliloquio refinado por tanto ensayo y error, aún tartamudeo, tengo olvidos imperdonables y, cuando hablo en mítines y conferencias, algunas voces venidas de mi propio infierno se me atragantan y me hacen perder el guión de mi discurso.
Una de esas veces me estaba echando rollo encendido contra la burguesía y sus acólitos, de repente perdí el habla y no precisamente porque me hubiera jodido el pánico escénico, sino porque apenas pude sofocar una voz que se me atravesó, una voz que no era mía y que era más que mía, y estuve a punto de gritarle al respetable que eran una bola de culones, y que por esa causa México estaba hecho una mierda. Por esos entrecruces de voces, no pude hablar una palabra más. Por eso con el alma en pedazos, a punto del llanto, me bajé del estrado arrastrando los pies entre las rechiflas y gritos que me hirieron en lo más profundo; sobre todo porque los trotskistas provocaron a la multitud para que me abucheara con una frase que aún retumba en mis oídos: ¡Los culos no van a la guerra, se quedan a limpiar fusiles! Desde entonces aprendí a escribir mis discursos. A los años leí Psicopatología de la Vida Cotidiana de Freud, pero mis síntomas no los encontré en sus páginas, porque lo que yo reprimí y mutilé no fue lo indecible, sino mi propia vida, una vida que adquiría alma, vida y corazón en el concierto de mis múltiples y discordantes voces.
Ahora en la vejez me he preguntado si por esa “falla técnica” que me ha perseguido como la costra a la herida, abracé el marxismo, especialmente aquella parte donde el Viejo Topo se lanza contra la división del trabajo social, pues en ese texto afirma que en el comunismo los hombres seremos poetas, pensadores y trabajadores en diversos momentos del día; y no precisamente esquizofrénicos ni bipolares como postulan hoy los aprendices de la psicología que huele a rancio cartesianismo…
-Cuando terminó de hablar, el psicoanalista ya no estaba en el consultorio. El Luisón se levantó del diván desconcertado. Se puso su pata de palo y enfiló sus pasos hacia fuera de la residencia. Al pasar por el patío que conducía al portón de salida, el terapeuta estaba jugando tranquilamente al golf como si nada lo hubiera indispuesto en el diván. El Luisón desde la puerta le dijo adiós zarandeándole la mano. El psicoanalista simplemente lo vio marcharse sin responder a su despedida. No obstante esta actitud de indiferencia, el analista estaba hasta la madre con las inferencias de su cliente. Escribió en su expediente: “Este pinche loquito no solamente tiene la enfermedad, también tiene la cura. Está doblemente loco”. (Notas del Psicoanalista)