Tenía que suceder. Ninguna sociedad puede resistir tanto. En Culiacán, el silencio se rompió.
Los niños asesinados fueron la chispa que encendió una llama. «Con los niños no», clamó una sociedad herida, cansada de la impunidad y de una autoridad más preocupada por negar lo evidente que por actuar con empatía y responsabilidad.
El hartazgo no se contuvo. De una marcha pacífica, la indignación creció hasta alcanzar el corazón del poder estatal, cruzando los límites de lo impensable: el mítico tercer piso y las puertas mismas del despacho del gobernador.
Cinco meses de violencia desbordada, de discursos oficiales que insisten en que todo está bajo control. «En Culiacán vivimos perfectamente», dijo el gobernador Rocha, mientras la gente vive noches en vela, balaceras en sus colonias, secuestros frente a sus ojos, casas incendiadas. Y lo peor: niños asesinados sin que la autoridad se atreva a comprometerse a castigar a los culpables.
La marcha fue un grito genuino, nacido de la desesperación. No la organizó ningún partido ni se alimentó de tortas o acarreos. Miles salieron con el corazón en la mano, exigiendo justicia y paz, alzando un clamor que no podía ser ignorado: «¡Fuera Rocha!»
El palacio estatal, vacío. No hubo respuestas, solo abandono. Y aunque después el secretario de gobierno ofreció un diálogo, fue un gesto tardío e insuficiente para un pueblo cansado de esperar.
La indignación no es casualidad. Es el reflejo de una ciudad donde 9.6 de cada 10 habitantes se sienten inseguros, donde cada día se construye el miedo con crímenes, humillaciones y un silencio cómplice de quienes deberían proteger.
No se equivoquen: esto no es obra de opositores ni de agitadores políticos. Es el resultado de un gobierno que ha fallado, de una sociedad que se niega a rendirse ante la indiferencia.
ATÍZALE A LA OLLA
La rabia no se apaga con palabras vacías. La gente exige algo más que promesas. Exige justicia, exige acción, exige esperanza.