Treinta y cuatro muertes provocadas por la imprudencia;
una herida que duele permanentemente a toda la comunidad
Pasar sobre la vía del tren parecía cosa normal. Cada noche los trabajadores de hoteles y restaurantes, los estudiantes de la UAS llegaban en camión a este punto sin preocupación alguna. Los taludes de la vía del tren eran escalados penosamente por los camiones siempre sin novedad. Si acaso había que resignarse a pasar ahí un rato cuando el ferrocarril ganaba el paso.
Pero la noche del 31 de mayo de 1996 cambió todo. Juan Carlos Ramírez de los Ángeles, chofer de un camión de los llamados colosios, había retacado la unidad. Frente a la UAS recogió a trabajadores de la industria turística que ahí hacían su conexión y a estudiantes que irónicamente corrieron para alcanzar la unidad. Cuarenta y ocho pasajeros que desbordaban el estribo de la entrada y el de la puerta de salida.
Su recorrido fue normal hasta llegar a la avenida Santa Rosa. Mayo se despedía caluroso y el exceso de pasaje incrementaba la temperatura. Por si fuera poco, el estéreo sonaba a todo volumen. Al chofer le gustaban los narcocorridos, de modo que en el trayecto se escucharon los Tucanes, los Tigres del norte, reproducidos en casettes que a juzgar por el mal sonido, eran piratas.
El chofer dijo a las autoridades que no se dio cuenta de que el tren venía, aunque algunos testimonios hablan de que sí fue advertido por los pasajeros, pero decidió jugársela… Elías Peña, conductor del tren bala, que por entonces transportaba pasaje entre Guadalajara y Nogales, declaró que apenas habían salido de la estación cuando vio que el camión se perfilaba sobre el cruce, pero nunca pensó que el chofer se atrevería a intentar el paso. Pitaron, por si acaso -Cuando lo hizo, ya no podíamos parar la máqina, aunque íbamos sólo a 60, 70 kilómetros por hora, asentó en su declaración.
El impacto fue horrísono: el camión fue tomado casi por el medio y quedó montado sobre la máquina. Tras el terrible sonido del golpe, se escuchó el chirriar del metal de las ruedas del tren deslizándose sobre las vías.
El “Colosio” fue arrastrado por unos trescientos metros, a lo largo de los cuales quedaron regados muchos cuerpos.
Tan feo como eso fue el ulular de las sirenas de ambulancias, la concentración de patrullas, las narraciones de familias que acudieron a rescatar víctimas con el terror de encontrar ahí a uno de los suyos; el apilamiento de los cadáveres, primero a un costado de la vía, después en la Cancha Germán Evers, convertida en morgue. Treinta y dos personas murieron esa noche, incluyendo una joven embarazada; dos más fallecerían después, en los hospitales. Catorce vivieron para contarlo.
La inconformidad contra las autoridades, la ausencia del gobernador, que realizaba un viaje en el extranjero, el compromiso de acabar con esos riesgos, que sólo se tradujo por años en la pavimentación de dos carriles para pasar las vías y las agujas de control de tráfico.
Después la nada… Juventudes arrancadas de cuajo; padres que ya no esperaron más a sus hijos, hijos que se quedaron sin padres, penosas negociaciones para alcanzar una indemnización, familias que perdieron a algún hijo o hija y luego perdieron el entorno, porque no soportaron más vivir ahí, en el escenario de su tragedia.
El consuelo de pequeños cenotafios, de un memorial rústico y feo, hecho a chaleco por los ciudadanos, pues ninguna autoridad asumió la responsabilidad de la memoria.
Y las leyendas urbanas que hablaron de víctimas aparecidas en diferentes variantes. La más extendida, la de la muchacha que de repente, antes de las vías, se le aparece al chofer de cualquier taxi dentro de su unidad, y que sin decir palabra, desaparece en cuanto el vehículo cruzó las vías.
Es el dolor del que hablaba Miguel Hernández: “El rayo que no cesa”. La herida que no cierra.