ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ
Pero toda esa euforia festiva se les bajaba los últimos tres días. En esos días los padres mostraban mucha “mortificación” por la suerte que podrían correr sus hijos e hijas en edad de merecer. Estas tribulaciones no eran para andarse riendo a carcajadas, no al menos en el seno del hogar. Ese día los jóvenes podían desaparecer, fuera porque podrían “llevarse” una muchacha de un rancho aledaño o morir en el intento o porque a sus hijas fueran a robárselas un pinche fuereño. Este oprobio a veces se lavaba con sangre. No en pocas ocasiones los padres y/o los parientes cercanos buscaban hasta encontrar y matar al infame que había cortado una fruta inocente de su preciado árbol genealógico. Pero estás sangrientas pendencias eran la excepción de la regla, aunque a veces solía armarse la tremolina.
Pero por fortuna o desgracia la historia les había enseñado a los padres que no había otra manera para que sus vástagos “sentarán cabeza”; y con ello dejaran la vergonzante maña de andar persiguiendo a las burras para desfogar sus ardores o para que sus hijas no ‘se quedaran a vestir santos’, hasta quedar secas, con agudos dolores de cabeza y sin haberle apretado el “buchi” al guajolote. En estos días corroían a los padres dos sentimientos encontrados, que hacían que se les subieran los decibeles de la incertidumbre: la dignidad y los celos. Ambos estados de ánimo se arañaban, se mordían y se picaban los ojos; pues era muy necesario los chavalos pudieran ‘arrejuntarse’ haiga sido como haiga sido, pero les irritaba que tuvieran que salir escondidos del rancho como si fueran qué… Pero es que no había de otra, porque en los ranchos todos jóvenes eran parientes, y por lo tanto era pecado mortal ayuntarse entre consanguíneos. Cuando ocurrían esos actos non sanctos se armaba una gran escandalera que a veces terminaba en sangrientas zacapelas con varios muertos en la escena del crimen, como dijera un clásico.
El desasosiego de los padres era producto de una memoria heredada, vívida y vivida. Ellos en su juventud también cometieron esa dichosa y peligrosa fechoría conocida como el Rapto de las Sabinas. Mi abuela que en estos menesteres se las sabía de todas, todas, inclusive sabía quiénes se iban a ‘juir’, con sólo verles ojeras dos días antes del baile, pues el verdor de esos adminículos le revelaban que tenían noches sin dormir por el difícil buen/mal paso que iban a dar. No sé, nadie supo, cómo como abuela los reunía, no sin antes tentarles las orejas para corroborar su hipótesis: si las tenían calientes era prueba irrefutable que los llamaba la sangre a cumplir su destino. Luego los reunía y cada años solía decirles con una voz de oráculo, tan distinta a la voz bronca que la distinguía como sinaloense:
-No tengan miedo! Ya ven lo que le paso a la Licha por no haberse animado; ahora es una solterona muy ‘amargada’. No tengan temor, el destino los llama a ser felices. Ah, y cuando se vayan no olviden llevarse sus trapitos, porque si no lo hacen a los quince días van andar bichis por los campos: tampoco olviden llevar carne machaca, frijoles y un buen “buli” de agua, porque el camino es muy largo y pueden morirse de hambre o de sed antes de llegar al Yaqui. Y ustedes –señalando a los hombres- lleven al baile una daga escondida, no vaya ser que los hermanos de las muchachas se les vayan a atravesar en algún recodo. –Y de les quedaba viendo fijamente los ojos, como para darles valor. Después les pedía a los muchachos que ahuecaran el ala, y que volvieran en 10 minutos. Una vez que se quedaba a solas con las jóvenes, a las que les decía con mucha ternura y sabiduría:
-Y ustedes lleven jugo de tomate bien colado y échenselo dónde ya saben donde, porque si no hay ‘sangrita’ en el primero o segundo ‘arrejuntón’, sus maridos pueden acusarlas que no son vírgenes y hasta podrían dejarlas tiradas en el camino. ¡Los hombres son muy celosos! –Después se santiguaba haciendo la señal de la cruz. Enseguida mi abuela se callada, se rascaba la cabeza y observaba atentamente las reacciones de sus asesoradas. Justo en ese momento los muchachos se integraban al coro. En ese interludio las chicas y chicos se miraban en silencio, un silencio atronador, un silencio donde cada uno ellos le preguntaba al destino por el destino que les depararía. Para terminar la reunión mi abuela sentenciaba:
-Hagan lo que tienen qué hacer, no se “aculebren”, porque después de ese trance no se arrepentirán: ‘Todo va a ser como la miel virgen…’ Si se arrepienten lo peor que puede pasarles es traer en las espaldas una vida inútil que no le dará alegría al cuerpo ni sosiego al espíritu. –Y para darles más ánimo les cerraba un ojo y les hacía un movimiento obsceno, que después se le llamó ‘roqueseñal’. Por cierto mi abuela en el baile no les quitaba los ojos de encima a sus discípulos, quizá estaba más atenta que los pobres padres que sufrían lo indecible por la suerte que correrían sus vástagos en esa amorosa estampida.
Y en efecto, una vez realizada la “fechoría” los “muchachos” huían para el valle del Yaqui. Hechos la mocha ponían pies en polvorosa para no ser alcanzados por la guadaña de la justicia familiar. Con el paso de los años el odio de las familias se transformaba en perdón, y no se hacían esperar las actas de matrimonio, hechas con las patas por los jueces del registro civil, pero además estaban colmadas de aberrantes discriminaciones. El acta de mi abuela, por ejemplo, decía que era hija de india y mestizo, lo cual sería una barbaridad en estos tiempos modernos, que vista de cerca esta modernidad sigue teniendo disfraz que huele a naftalina, sobre todo por ser hasta ahora realmente excluyente.
Lo que siempre fue un misterio es cómo se ponían de acuerdo los enamorados para ponerse de novios y después tomar las de Villa Diego, porque las muchachas tenían prohibido hablar con ‘desconocidos’ y más aún acercarle el cuerpo a un ‘extraño’; vaya, ni cuando las sacaban a bailar. Seguramente en esa etapa, en el que los humores lascivos del cuerpo eran condenados los ojos tenían la potencia para enamorase de reojo, por supuesto ayudados por los gestos y las señas de la cara y el cuerpo y por las seductoras señales de los pañuelos. A estas señas se les llamó el lenguaje silencioso del amor.
Un día después de la fiesta se hacía el recuento de las muchachas que se habían robado y de los muchachos que la habían librado, porque a veces alguno de ellos había caído en el cumplimiento de su deber. Pero esa es otra historia, y no precisamente de folletín.