Pero las escatologías del mito no solamente conforman el humo atemporal en nuestras conciencias, engendra también inmensas bolas de fuego en cuyo magma se fragua una política de la encarnación que nos conforma y nos deforma. Dicho en otros términos se configura un régimen de verdad que configura el laberinto del ellos y nosotros, que se ha exacerbado en nuestros días. Este imprinting que es el espejo invertido de nuestra fragilidad, cuando se mezcla con una exacerbada ética del amor propio y un sentimiento de escasez real o inventado, suelen producirse las sangrientas Noches de San Bartolomé. El mito engendra en los hombres, pues, fantasías sangrientas con su cohorte querubes y prohombres políticamente correctos, a saber: los dioses celestes y los dioses terrestres de los que dimanan las tablas de la ley que son origen, camino y destino de los hombres de carne y hueso.
Dicho en otros términos: la ingravidad humana crea seres de inmensa gravedad, y a través de los cuales se quiere ser para siempre. Esta propensión más que una tautología, es una suerte espejo mágico: el espejo en que nos vemos proyecta nuestra mirada más allá de nuestros vacío existencial, el cual nos muerde, nos araña y nos devora cotidianamente, para encontrarse con la imagen de Dios, un Dios que, valga la redundancia, es la imagen y semejanza nuestra y, no obstante, esa deidad se parece tanto a nosotros, que nunca podremos tener su poder sino cobijarnos en el suyo, procurando seguir su huella a pie juntillas. Pero esto es cierto, si este juicio se extiende hasta las sociedades que, abjurando del trasmundo, han configurado en este mundo una especie de religión terrestre con sus glorias, infiernos y purgatorios y sus dioses igualmente atroces y sedientos de sangre…
Una vez que se ha descubierto a Dios, se abreva en las aguas turbulentas de la exclusión: el maniqueísmo cobra carta de naturalidad per secula seculorom, porque esa deidad exige seguir su credo y excluir a los credos extraños y blasfemos que desvían a los fieles del buen camino de la salvación eterna, sobre todo en aquellas religiones en el que existe un Dios único, al que se le tienen que rendir pleitesía, conservando la homogeneidad de sus designios en materia de usos y costumbres, con todas las trágicas consecuencias que han ocurrido en la historia de la humanidad.
IDENTIDAD E IMPRINTING CULTURAL
Este imprinting cultural, por aquello de que la cultura se mama, es tan peligroso como resistente, pues anida en la mente como creencias. Octavio Paz afirmó que las creencias –como la exclusión del otro- habitaban en los rincones más profundos de la mente; las ideas, en cambio, eran aves de paso del pensamiento. Para Paz las ideas eran simples humaredas de luz que las nieblas del tiempo devoraban; no así las creencias, cuya persistencia permitía que se conformaran las mentalidades de largo aliento en las sociedades. Freud, en sus tres ensayos sobre una teoría sexual, afirmó que las creencias anidan en el inconsciente, como una especie de primeras vivencias sepultadas, pero actuantes en las nieblas de la memoria.
Pues bien, las creencias nos arrastran, nos muerden, nos arañan y, como siempre ha ocurrido, la humanidad ha luchado contra este lastre que es su propio lastre. Por supuesto, para un buen número de psicoanalistas, esta acción homicida, real o simbólica, se ha convertido en un gran complejo de culpa que ha generado sentimientos encontrados: la justificación de la extinción del otro cuando se cimbran las coordenadas mentales de nuestra precaria sobrevivencia y, alternativamente, la condena a todo acto de lesa humanidad, cuando este tipo de horrores se producen contra de nuestra grey. A pesar de la diferencia, estos actos de conciencia tienen un mismo origen: la preservación de la persona y del grupo social con el que convive. Es pues un mecanismo de defensa inconsciente que difícilmente puede hacerse consciente si no de hace extraño lo familiar y se hace lo familiar extraño.
Somos como el fiero Sicambro: quemamos lo que adoramos y adoramos lo que quemamos. En el nivel del discurso social, por supuesto, esta ambivalencia se refleja con toda nitidez en la sintaxis del discurso moderno, pues a diferencia de otros discursos, la envoltura de éste está recubierta de la dureza de las religiones y la adopción de reglas liberales de convivencia que se parecen tanto a los hombres de carne y hueso. Henry Giroux explica esta contradicción con una frase inteligente: “Si los estragos del modernismo han conducido a formas evidentes de racismo y colonización; sus victorias han proporcionado un discurso de derecho, educación universal y justicia social .
LO NORMAL Y LOS AFANES DE NORMALIZACIÓN.
Si la familia ha sido la fuente de valor para la transmisión de una relación social excluyente en el nivel micro, el estado ha creado, sobre esa cultura tribal, una fuente de lesa homogeneización, al configurar los límites territoriales de la nación. La formación del Estado-nación, en efecto, siguió una lógica más o menos común: Los grupos dominantes envestidos de autoridad intentaron silenciar y/o sacrificar las alteridades en aras de la conformación de códigos, instituciones y leyes que le permitieran identidades nacionales más o memos homogéneas. En esta lógica las desviaciones irreductibles de la cultura dominante fueron reeducadas, eliminadas y/o arrinconadas en los valles del silencio; bajo el imperativo, real o ficticio, de proteger sus fronteras siempre a punto de ser desbordas por el enemigo, por aquello de que “mas si osare un extraño enemigo…”
El dispositivo estatal si bien fue un buen antídoto contra la dispersión de la diáspora tribal, fue también una fuente de permanente delirio que, of course, generó los infames nacionalismos con sus marchas, sus banderas, sus himnos, sus altares y sus piedras de sacrificio. Generó, asimismo, a los demagogos que, en busca de legitimidad solían apelar a la reyerta a sus seguidores inventando invasores por doquier que, les servía, a su vez, para apretar en sus fronteras el grillete de la homogeneidad contra los “enemigos de la patria”, que por lo general solían ser disidentes o simplemente diferentes por razones de religión, cultura o por simples diferencias políticas, y no solamente estratégicas sino simplemente tácticas.
La identidad nacional como la identidad religiosa han constituido los cristales de hierro, desde el punto de vista de la formación de identidades, en los que han inmolado las alteridades al través de la historia: en sus altares se han sacrificado a los otros por razones de raza, clase, credo, sexo, preferencia sexual. Dicho en otros términos, la religión y el Estado han sido las fuentes primordiales de valores para la conformación de las formas de ser, de pensar, de vivir y de morir de los pueblos. Han sido hasta hoy identificaciones sangrientas que no admiten lo extraño en su reducido credo identitario. No pocas veces religión y Estado, sobre todo en los países laicos, se han enfrentado hasta la muerte, y aún hoy son fuentes de legitimidad de las derechas y las izquierdas que disputan las clientelas acudiendo a la pérdida de los valores sagrados o a la pérdida de la soberanía nacional. En fin…
Pero el desdoro del otro no ha terminado con su aniquilación física, como el caso norteamericano que acuñó la frase de que el mejor indio era el indio muerto. Pero también la historia ha estado plagada de guiños asimilacionistas, en los que la piedad ha sido el eje de la conversión que aquellos que no tienen la lengua, las costumbres ni la cosmogonía de sus dioses. En este caso, el propósito es convertir a los bárbaros en hombres de “razón”. Entre la aniquilación y la asimilación han existido por supuesto diversas formas y razones para sojuzgar al otro: sobre todo aquellas que tienen que ver con los imperativos de la producción y la división social del trabajo, que van desde las formas de esclavitud con bola y cadena, hasta las formas de esclavitud modernas. En ésta última los condenados de la tierra tienen que vivir y trabajar como fantasmas en el país “anfitrión” hasta que su cultura materna se convierta en la pesadilla de sus largas horas de vigilia y, por tanto, puedan soñar en inglés en la negritud de sus horas de insomnio, tal como dice Huntington en Quiénes Somos.
DIFERENCIA Y GLOBALIZACIÓN.
Cierto, la humanidad ha luchado contra los demonios de la exclusión. Producto de esta lucha progresivamente han ido naciendo palabras como integración, tolerancia, respeto a la diferencia, pluralidad, multiculturalismo, democracia, derechos humanos, y no es menos cierto que la asocialidad se ha matizado a lo largo de la historia. Las formas de gobierno, las leyes que emanan de ellos y las formas que las sociedades para resolver sus conflictos, matizan los horrores de la tendencia a la exclusión que nos asuela; pero no es menos cierto que el animal que nos habita, ahora relativamente domado, está por producir, está produciendo, enormes explosiones identitarias que pueden conducirnos a una guerra de todos contra todos, como pronosticara Hobbes en su tiempo.
Y esto es así, porque a pesar de los aggiornamentos institucionales referidos, hoy la circunstancia mundial les ha tendido una celada que pone en serios aprietos la relativa estabilidad en la que cohabitaron tanto por estar circunscritos en los espacios nacionales como por el trabajo “arbitral” de los organismos internacionales. Este relativo impasee corre el riesgo de colapsarse ante la emergencia de ruidosos tribalismos globales, aún y a pesar de la época de oro que habían pronosticado autores como Fukuyama en El Fin de la Historia, tras la caída del socialismo realmente existente en 1989. Castell a propósito ha puesto el dedo en la llaga:
Junto con la revolución tecnológica, la transformación del capitalismo y la -relativa- desaparición del estatismo, en el último cuarto de siglo, hemos experimentado una marejada de vigorosas expresiones de identidad colectiva que desafían la globalización y el cosmopolitismo en nombre de la singularidad cultural y del control de la gente sobre sus vidas y entornos .
La razón parece ser simple: merced a la modernización de los medios y las vías de comunicación el espacio se ha comprimido por la velocidad del tiempo: el mundo se ha vuelto irreversiblemente global; justamente por ello hoy están frente a frente dioses, culturas y garrotes de todos colores y sabores, en un amenazante impasse que puede conducir a un virtual choque de civilizaciones. Por ello vale la pena una pregunta: ¿aguantará la humanidad una mayor sociabilidad de la que hasta hoy ha soportado? La respuesta no es fácil. Touraine en esta encrucijada se pregunta: ¿Podremos vivir juntos? Tal vez sí, tal vez no, pero entre tanto sigamos tocando la vitrola, como mi nana Josefa de Jesús. Pue’que aceptemos vivir como sardinas turcas, apretujadas, por aquello de que es mejor vivir peor, que morir del todo, como dijera un poeta. Punto.