Luis Antonio Martínez Peña.
Muchas cosas se nos vienen a la mente cuando tratamos el tema de la muerte y el inevitable fin que nos espera a los seres humanos. En primer lugar porque no somos eternos como los dioses ni tampoco estaremos en el panteón de los inmortales, héroes o semidioses, o en el parnaso de los poetas y hombres de reconocidas luces literarias. Somos humanos, simplemente mortales. La sentencia bíblica de venimos del polvo y vamos al polvo retumba en nuestras mentes.
En la apología a Sócrates el filósofo antes de morir se enfrenta con un grupo de alumnos compungidos y atemorizados ante la muerte eminente de su maestro. Unos lloran como maricas y otros desean resolver el problema arreglando una fuga, sobornando guardias y a jueces, para evitar el trago de cicuta. Pero la solución es inaceptable para Sócrates, a su juicio él no había cometido ningún delito y su muerte caería a cargo de conciencia de sus acusadores y jueces. El maestro los introduce a una discusión en torno a las dos visiones existentes sobre la muerte y señala que la muerte para unos significa un cerrar los ojos, sucumbir a un abismo de oscuridad y dormir un sueño eterno; y para otros, existe la idea de la resurrección de los justos. En ambos casos Sócrates se siente satisfecho, pues dormir con tranquilidad después de los trabajos que nos da la vida, sería la recompensa perfecta. Un muerto con la serenidad de su sueño sin las preocupaciones por conciliarlo tal como sucede a los hombres preocupados por dinero y poder. La otra opción la de la resurrección es aún más atractiva, pues supone la existencia despreocupada en un jardín de deleites en convivencia con personas quienes en vida realizaron un trabajo ejemplar en las artes y el pensamiento, una eternidad etérea de enriquecimiento mental. Tales ideas rondan en su cabeza a la víspera de su muerte.
En México tenemos una tradición de carácter religioso europeo, pero con matices prehispánicos inigualables. Contamos en el calendario religioso con la celebración de los Fieles Difuntos que viene acompañada de tradiciones como visitar los panteones, hacer ofrendas a los muertos, llevar flores a sus tumbas, cocinar un platillo relacionado a los gustos gastronómicos del difunto, comer dulces y pan con adornos de huesos, hacer de la ceremonia un ritual de festividad solemne. Todo esto nos viene por herencia. Estas tradiciones culturales se sostienen con entusiasmo, recordar a los muertos, es también la manera de demostrar gratitud a ellos, a los padres, a los abuelos o amor y nostalgia por los hijos y cariño exaltado por nuestros difuntos chiquitos: los angelitos.
Esta tradición sufre de permutas a veces imperceptibles, pero siempre muy a tono con las actitudes ante la vida. Después de la experiencia revolucionaria de 1910 hasta entrada la década de los treinta la sociedad mexicana vivió en un continuo sobresalto revoluciones, guerras fratricidas y descomposición social. La vida de los hombres era breve y esta brevedad condujo a la creación del mito del macho mexicano a cual la vida no les sirve si no la trae empeñada con la muerte, a través de actos desafiantes, de retar a golpes o eliminar a balazos a sus contrincantes. Beber alcohol y embriagarse hasta la demencia, tener relación sexual con varias mujeres y hacer cantos de tristeza y desafío. La vida no tiene sentido sin esas emociones. Comentan que Francisco Villa, el creador de la División del Norte, tenía escape a sus presiones como dirigente revolucionario en su disparatada vida sexual y en su incontable colección de mujeres que se reputaban como esposas, queridas o concubinas; si nosotros revisamos la existencia de otros personajes de la historia lo mismo podemos decir de Hernán Cortés y sus hombres en la conquista de México Tenochtitlán cuando tienen a su alcance las hijas de caciques y mujeres indígenas que se les ofrecían; cómo no sabían si al otro día amanecerían en la piedra de los sacrificios ante el filo de un cuchillo de obsidiana, el momento había que vivirlo así. Nuestro mestizaje colonial y nuestra conformación cultural post revolucionaria nos convirtió en una sociedad que enfrentaba el problema de la vida como un instante que había que vivirse en el aquí y en el ahora de las oportunidades.
En los últimos años los mexicanos hemos vuelto a vivir en condiciones de extrema violencia y tal parece que en el futuro no será diferente, o menos difícil, a las situaciones que hemos visto como testigos o actores. La actitud de los mexicanos ante la vida es lo que pavimenta el camino a la muerte. “Dime cómo vives y te diré como mueres” o “él se lo buscó porque andaba en malos pasos” sin que nadie diga con precisión en qué consisten los buenos pasos ´por una vida amenazante de engaños y preocupaciones. Celebramos el día de difuntos recordando a nuestros muertos, pero sobre todo reflexionando acerca del hecho de que inevitablemente habremos de partir, tarde que temprano. Porque tenemos muy precisa nuestra fecha de nacimiento, las años y días vividos, pero no sabemos cuándo o como será nuestro final, ese sigue siendo el enigma que los dioses reservaron a los mortales, para mantenerlos en temor y alejados de la locura.