DADME UNA PONENCIA Y RECORRERÉ EL MUNDO.

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ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.

En un foro de letrados, de esos que producen poco grano y mucha paja, alguien había firmado una ponencia con su puño y letra a la que llamo, si no me miente la memoria, algo así como “El desarrollo de la conciencia Holista en los recovecos de la incertidumbre”.Este documento era un fajo de fojas flojas, una especie de fardo que era un vástago de un prolífico como famélico mercado académico que nos (des)habita en este desierto tropical. Un mercado, vale decirlo, en el que sus productos suelen convertirse en sobrado pasto del comején y de uno que otro ratón desvelado por los alaridos de una pareja de gatos que hacen de las suyas en el techo cuando las ganas les ganan, porque quererse no tiene horario ni fecha en el calendario…

Aquel foro de letrados había sido convocado con el nombre Congreso, un congreso de la nueva ola porque en estos tiempos las diferencias entre la intelectualidad y el gobierno son algo menos que un asunto de roles. Qué distintos fueron aquéllos nuestros congresos de jumentud: eran clandestinos hasta volverse en una pieza de comedia, con una tramoya de claves secretas, seudónimos, pasamontañas y… Los recintos de los debates eran unos incómodos cuchitriles que nos generaban un martirio peor que el que le propino el cruel Javhé al crédulo Job. Las jornadas de trabajo eran aterradoras: el camarada/pastor torturaba a sus camaradas/borregos con discursos más largos que las vacaciones de un desempleado. Y esos rollos teníamos soportarlos sin pestañear, pues cualquier chacoteo momentáneo con Morfeo era calificado como un desliz pequeño/burgués, y constituía un buen motivo para ser expulsado de ese “edén” comunista.

Pero basta de añoranzas de adolescencia; volvamos a nuestro Congreso light. En él todo era semejante a los ritos fundacionales de esos eventos que el tiempo les había dado una dudosa legitimidad: los mismos egos, la mismas admoniciones del fin del mundo; el regodeo de las vacas sagradas con su consorte de doncellas puestas a modo por los organizadores; los mismos celos, las mismas envidias, las mismos pisotones y codazos; los mismos gestos inaugurales: “El señor gobernador lamentablemente no pudo asistir, otros lugares del mundo reclaman sus modestos esfuerzos… Pero por mi conducto les envía un enjundioso mensaje y…” Los mismos bostezos, las mismas mañas, similares corbatas; vaya, hasta el decorado del hotel era, en líneas generales, una grosera copia otros Congresos que habían tejido con mucho descuido y poca imaginación…

 

LA EXTRAÑA LEVEDAD DE UNA PONENCIA

Todo era igual a sí mismo: parecía que el tiempo se había congelado en un espejo mirando de reojo a otro espejo: todo amenazaba con reproducir los mismos gestos de antaño, sino hubiera sido por el candor de una ponencia de poca monta, que no de poco monto. Este “constructo intelectual” en cada tramo de su interminable trama, refería frases como las siguientes: “Nosotros hemos pensado…”. “Creemos que en esta circunstancia…”. “Opinamos questo que lotro…”. “Consideramos que… De acuerdo con nuestras evidencias…”. “Hemos concluido que…” El porfiado autor de este “artefacto verbal” se expresaba, según los doctos del “Comité Científico” que había revisado esa ponencia, en una modalidad que la Academia de la Lengua realmente existente ha denominado equivocadamente plural de modestia, porque ese plural esconde y revela en el fondo, en un fondo que no siempre es superficie, que en la calle y en la cama somos mucho más que dos, Benedetty Dixit. Pero esta forma de escritura cambió para siempre la historia de este Congreso, aunque no su historia escrita. Ya verá Usted el porqué…

Es preciso decir de pasada que el escribidor de esa ponencia más de una vez estuvo a punto de mandarla al cesto de la basura, especialmente cuando se le venía el recuerdo de aquella triste vez

en la que fue presa de un pánico escénico que le paralizó la lengua y le congeló la saliva: fue un maldito día en el que no pudo decirle a su ‘compañera’ que quería un pingüe adelanto de aquello que harían con holgura y conforme a derecho cuando estuvieran casados. Y por los misterios de esos contagios se producen por transferencia, Freud dixit, desde ese día nuestro héroe nunca pudo superar la ansiedad por el miedo de hacer el ridículo, sobre todo cuando estaba frente a la meritocracia a la que despreciaba con la misma intensidad con que la envidiaba; sí, a esa que tiene permiso para ningunear a los aprendices de brujo que suelen cruzárseles en su ascendente como trascedente camino, esos que viajan recentando conferencias magistrales.

Y esa ansiedad de transferencia lo revisitó un día anterior al que debía leer su ponencia. Nuestro ponente se encontró con una vaca sagrada que iba levitando y predicando entredientes humildad porque ante el conocimiento, porque ante él sólo nos queda hacer votos de mea castidad intelectual, quizá hablaba de esa rara manera para llamar más la atención de sus discípulos provincianos… Y, ay, el autor de la ponencia, medio aculebrado, sacando fuerzas de su flaqueza emocional, y le preguntó a la vaca sagrada con un tartamudeo medio aguardentoso: “Do-ctor, en su penúltimo lib-ro usted sssostiene la hiiiipótesiiiis…” No lo dejó terminar, y con esa autoridad que le otorga ser un buey apis, le contestó de pasada, casi sin detenerse y mucho menos dignarse a mirarlo a los ojos: “¿Hipótesis? ¡Cuál hipótesis, muchacho!, le contestó encolerizado. Las mías son tesis, muchacho, sólo tesis…” Y con esa humildad fundida como hierro en el alma, le recomendó humildemente: “¡Necesitas leerme con mayor cuidado, muchacho!”

 

FUE GRAVE LA OFENSA Y PEOR AÚN SU RESULTO.

Después de la bofetada, aquel prohombre continuó su travesía y, nuestro ponente, con el corazón abierto por la estocada, volteó a los cuatro vientos para cerciorase que nadie había sido testigo de la humillación que le habían infligido por andar de queda bien, o mejor dicho de lambiscón. Esa mañana de ese día se fue a su casa casi arrastrando sus pasos pues iba ardiendo en calentura: la humillación había surtido su efecto. Se tomó un brebaje que le preparó su mujer y se durmió toditito, y empezó a vomitar un pinche delirio que anunciaba el advenimiento de los buenos. Apuesto doble contra sencillo que si mi comandante Hugo Chávez hubiera escuchado ese coro no tan fácil, seguramente se hubiera muerto de envidia. Pero dejemos ese pasado presente.

La noche de ese negro día nuestro ponente, como San Lázaro se levantó y andó. Y si bien Anduvo pendejo un ratito pero luego se compuso, como si hubiera ocurrido un milagro. Y ya echado pa’delante empezó la enésima corrección del texto que leería el día siguiente sino era presa del pánico escénico. Puso en línea los argumentos centrales como aconseja la buena lógica, esa que no perdona que la vida y el mundo carezcan de lógica. Corrigió, hasta acabarse un lápiz, las palabras que eran de sentido común, aún y pesar de que éste era el más común de los sentidos. Hizo pasar su rollo cincuenta veces por el diccionario de su laptop, por aquello de que una palabra mal escrita podía echar a perder un texto de excelente factura, porque si no se conocen las simples reglas de la gramática menos aún podían conocerse las abstrusas reglas del lenguaje científico.

Terminó la corrección de su texto como a las tres de la mañana entre rendido y eufórico. Se fue a la recámara, y antes de acostarse se alisó el bigote y se peinó con las manos. Se miró plácidamente al espejo y se gustó. Ya en picada a la cama le dio un beso a su esposa y, al acostarse profirió, con un rencor hinchado seguramente por el paso de los años: “Esta vez me la van a pagar esos hijos de la chingada…” Esa noche no durmió, pero soñó que unos cocodrilos le respiraban en la nuca…

 

EL DÍA EN QUE LA PONENCIA LO FUE TODO.

Amanecido como estaba nuestro ponente llegó caminando por su propio pie al hotel como a las once de la mañana. A esa hora merodeaban por los pasillos algunos hombres de pocas luces que colgaban múltiples estrellas, que tal vez habían huido de una conferencia magistral porque a la vaca sagrada que la dictaba sólo le faltaba mugir. Lo vieron entrar. De inmediato empezó el cotilleo: afirmaron sote voce que iba muy aculebrado por la inminente lectura de su ponencia ante una jauría de pinches víboras. Dijeron también que empezó a deambular por los rincones del lobby, “recitando” a media voz frases que seguramente se servirían de soporte a la hora de la hora; y digo seguramente porque sepa Dios qué era lo que estaba susurrando; lo que sí es cierto es que parecía un loco de medio atar, pues junto a esos balbuceos, tenía cierta rigidez en las mejillas, la boca reseca, inmóviles ojos, las cejas a media asta, enrojecida la nariz y amarillentas las castañuelas. Dijeron los más mal pensados que nuestro ponente estaba más tieso que un adminículo de santo en no tan santa sea la parte.

Nuestro ponente salió de su ensimismamiento, porque el Doctor de la Fuente y Fuente, le preguntó como para cabrearlo más aún: “¿Hoy te toca a ti echarte el rollo…?” No pudo contestarle, porque desde los altavoces, una voz adormilada e impersonal, como la de una azafata, anunció: ¡Ha terminado la conferencia magistral¡ ¡Da comienzo el trabajo en las mesas! ¡Y recuerden: los de adelante corren mucho, y los de atrás se quedarán. Había llegado, en efecto, el tiempo para que la raza de bronce se desahogara, esa raza cósmica que aspira desde el fondo de la grisura, hablarse de tú a tú con esas vacas gordas que, por razones de grado, de tesón y suerte tienen el permiso de sus fieles para pasear la misma ponencia en todos los foros per sécula seculórum.

Ante el llamado se encaminó lentamente a la mesa donde leería su ponencia. El tiempo que duró en llegar al lugar donde pontificaría le pareció una eternidad. Se sentó. Cerró las piernas. Se limpió el sudor. Intentó aflojarse la corbata. Se pasó la mano en la cabeza y…Una vez que puso en orden su no tan triste figura, echó un vistazo al auditorio que lo acompañaría en ese ritual para el que se había preparado con un tesón de un evangelista espantado por la muerte de Dios. Miró al fondo de la sala y descubrió su negrura: sólo eran cinco personas dispuestas a escucharle, incluyendo por supuesto a la moderadora, que a decir verdad estaba de rechupete… Al sentirse en ese desierto, le dijo a su sí mismo: “Me la volvieron a hacer estos hijos de la chingada, se las arreglaron para dejarme sólo…”

 

LAS VACAS SAGRADAS TAMBIÉN ACARREAN A LOS ACARREADOS.

Ante esa desoladora evidencia, se recriminó no haber seguido el consejo de un operador político que se pintaba solo para salir avante de esos trances. En efecto el doctor Cande le había dado un consejo infalible: “El día que presentes tu ponencia, lleva acarreados, cabrón, aunque tengas que pagarles los “chescos…” Frente a ese desierto un color se le iba y otro se le venía, pero como buen esgrimista intentó recomponerse de la impresión: resopló para serenarse y, con este ejercicio pavloviano, recuperó a medias tintas el aliento, un aliento que le permitió expeler un pequeño chorro de voz, con el que alcanzó a decirle a la moderadora: ¿Por qué no esperamos unos cinco minutos para ver si llega más gente…? La joven que repartía el queso no le contestó, pero mostro su aquiescencia al quedársele mirando a la niña de los ojos con una profundidad tal que ese instante pudo haberse esculpido para la eternidad.

La petición de dispensa no era para menos: además se estaba meándose a gotitas desde que se dio cuenta que araría en la mar de una estruendosa soledad. Enfiló al baño nalguijunto, como para que la rabia y el miedo no lo orillaran a orinarse en el camino… Volvió del baño más que aliviado, como si el no tener ganas de mear le devolviera a la gente el valor que nunca tuvo. Se sentó de nuevo. De perfil casi le grito a su moderadora: ¡¿Donde está el Mamut que tengo que pasarme por el arco del triunfo, mi ojitos de colibrí..?! Y dicho y hecho, la joven dibujó el perfil de nuestro ponente con una enjundia que dio la impresión que estaba presentando a un romperedes argentino. Leyó su currículum, destacó sus logros académicos y, como si le hubiera dado una “cortaferia”, indicó a la distraída como poquísima concurrencia que el ponente era candidato al Sistema Nacional de Investigadores.

Y ya entrado a escena, a nuestro ponente se le iba y se le venía un arrobo que no era de este mundo. Estaba tan emocionado que parecía haber entrado en trance y pidiera a gritos un exorcista freudanio. No es una infidencia afirmar que parecía levitar en esa extraña levedad que sólo se consigue cuando se logra hablar ante una jauría de fieras – aunque estas fueran cinco o seis- que el vulgo ilustrado suele llamarles vacas sagradas; si, frente a esos animales políticos que, con el tiempo, se convertirían, para su honra y desdoro, en sus pares académicos hasta el tiempo del nunca jamás; bueno, hasta que la jubilación los separe. Por eso y por mucho más, no podía equivocarse. Tenía todas las luces de la calva encendidas. Sabía que cualquier error podría conducirlo al infierno en buscando la gloria.

Tal vez resignado porque no lo oirían las multitudes que había imaginado, quizá porque sle consolaba que estuviera entre sus cinco oyentes la vaca sagrada que lo había formado, empezó a leer su ponencia con la misma enjundia, mostrando ese plural de modestia que Benedetti había descubierto que no era tal: “Nosotros hemos pensado…” “Creemos que en esta circunstancia…” “Opinamos questo que lotro…” “Consideramos que…”. “De acuerdo con nuestras evidencias…”. “Hemos concluido que…” y así sucesivamente…

 

LOS ENEMIGOS POLÍTICOS AL ACECHO

De Repente, desde el público, reventó una voz más potente que la de Gabino Barrera, preguntándole a rajatabla y sin pedir moción para antes: ¿A quiénes te refieres cuándo dices Nosotros? ¿Con ese nosotros para acá, nosotros para allá, no hablas sólo de ti sino de otros? ¿Tú y cuántos más hicieron esa ponencia? ¿Se me hace que le pagaste a alguien porque te la hiciera…?

Nuestro ponente por un momento se quedó aturdido. Cabeceó tres o cuatro veces para alivianarse. Tiró la ponencia de un manotazo, y tras gritar: ¡Eres un hijo de tu pinche madre!, caminó camino como un energúmeno, hecho una fiera, al encuentro de su difamador para partirle la madre… Lo cierto es que en esa zacapela a su tutor, el vaca sagrada del vilipendiado ponente, le dieron un madrazo entre ceja y oreja al calor de los madrazos, porque creer que con su presunta a autoridad podría separar a los rijosos. Y la de ojitos de colibrí ni sus luces, se había escabullido a donde no pudiera alcanzarla el escándalo.

Pero de lo que ocurrió en esa mesa de la discordia nadie lo supo porque fue borrado de las actas por los organizadores Congreso. En efecto, ese episodio fue silenciado de la historia escrita, porque en ella sólo se dibujó un amoroso retrato en familia; aunque en la historia contada qué no se dijo del ponente y de su agresor; pero más allá del ruido que difama a todo aquel que tiene espalda y todos la tenemos, lo cierto es que esa pelea fue producto de un viejo rencor, pues ambos habían pertenecido a dos grupos políticos que habían sido irreconciliables en la universidad. Pero también es cierto que las actas las inventaron para callar lo políticamente incorrecto. He dicho.