Después de pasar revista al triunfo y la caída de la concepción clásica de la modernidad, Touraine la desliga de la tradición histórica que la reduce a la razón; introduce el tema del sujeto y la subjetividad, y se pregunta cómo crear mediaciones entre economía, cultura, libertad, sujeto y razón en el intento de que estas figuras hablen entre sí.
Para el autor la idea de modernidad ha perdido su fuerza creativa. La fuerza de la idea de modernidad se agota a medida que triunfa. No funciona como utopía positiva. Introdujo el espíritu científico y crítico, pero creó métodos de organización del trabajo y sistemas sociales, que han provocado desencanto y totalitarismos, creó sistemas que propician la normalización y la estandarización sea ésta ejercida de forma liberal o autoritaria.
A 17 años de la edición en español de Crítica de la Moderniad por el Fondo de Cultura Económica, los problemas que enunció hoy se han vuelto un cristal de roca, por ello es necesario volver a citarlo, procurando ordenar temáticamente sus 391 páginas.
EL MODELO DE LA MODERNIDAD.
La idea de modernidad, en su forma más ambiciosa, fue la afirmación de que el hombre es que hace la historia y, que por lo tanto, debe existir una correspondencia cada vez más estrecha entre una producción cada vez más eficaz (…), la organización de la sociedad mediante la ley y la vida personal animada por el interés, pero también por la voluntad de liberarse de todas las coacciones.
Un liberalismo tan consecuente ya no asegura la correspondencia entre el sistema y el actor, que fue el objetivo supremo de los racionalistas de la ilustración, y se reduce a una tolerancia que sólo es respetada en ausencia de una crisis social grave y en provecho, sobre todo, de aquellos que disponen de los recursos más abundantes y diversos.
¿En qué se basa esta correspondencia de una cultura científica, de una sociedad ordenada y de individuos libres sino es en el triunfo de la razón? ¿Sólo la razón establece una correspondencia entre la acción humana y el orden del mundo? Las críticas a la modernidad cuestionan o repudian precisamente esta afirmación central.
DE LA UTOPÍA A LA DISTOPÍA.
La misma crítica es válida –y con mayor fuerza aún- contra el supuesto vínculo de la racionalización y la felicidad. La liberación de los controles y de las formas tradicionales de autoridad permiten la felicidad, pero no la aseguran; apela a la libertad, pero al mismo tiempo la somete a la organización centralizada de la producción y del consumo.
Más aún, sostienen los críticos más radicales, lo que se llama el reinado de la razón: ¿No es acaso la creciente dominación del sistema sobre los actores? ¿No son acaso la normalización y la estandarización las que, después de haber destruído la economía de los trabajadores, se extienden al mundo del consumo y de la comunicación?
. Desde su forma más dura, a su forma más suave, más modesta, la idea de modernidad, cuando es definida por la destrucción de los órdenes antiguos y por el triunfo de la racionalidad, objetiva o instrumental, ha perdido su fuerza de liberación y creación. Ofrece poca resistencia tanto a las fuerzas adversas como a la apelación generosa a los derechos del hombre o al crecimiento del pluralidad.
ACCIONES Y RETROACCIONES.
Pero, ¿habrá que pasar al otro campo y adherir al gran retorno de los nacionalismos, de los particularismos, de los integrismos religiosos y no religiosos que parecen progresar casi en todas partes, tanto en los países más modernizados como en aquellos que se ven más brutalmente perturbados por una modernización forzada?
Comprender la formación de semejantes movimientos exige, por cierto, una interrogación crítica sobre la idea de modernidad tal como se desarrolló en Occidente, pero de ninguna manera puede justificar el abandono de la eficacia de la razón instrumental, de la fuerza liberadora del pensamiento crítico y del individualismo.
Si nos negamos a retornar a la tradición y a la comunidad, debemos buscar una nueva definición de la modernidad y una nueva interpretación de nuestra historia moderna tan a menudo reducida al auge, a la vez necesario y liberador, de la razón y de la secularización. Si no puede definirse la modernidad sólo por la racionalización y si, inversamente, a una visión de la modernidad como flujo incesante de cambios que hace caso omiso de la lógica del poder y de la resistencia de las identidades culturales…
LAS BATALLAS QUE VENDRÁN.
¿De qué lado hay que librar la principal batalla? ¿Contra el orgullo de la ideología modernista o contra la destrucción de la idea misma de modernidad? Los intelectuales han escogido con mayor frecuencia la primera respuesta. Hoy, sin embargo, – y éste es el otro peligro que me parece más real -, se trata de la disociación del sistema y de los actores, de la separación del mundo técnico o económico y del mundo de la subjetividad.
A medida que nuestra sociedad parece reducirse a una empresa que lucha por sobrevivir en un mercado internacional, más se difunde simultáneamente en todas partes la obsesión de una identidad que ya no se define atendiendo a lo social, se trate del nuevo comunitarismo de los países pobres o del individualismo narcisista de los países ricos.
La separación completa de la vida pública y de la vida privada determinaría el triunfo de poderes que ya sólo se definirían en términos de gestión y de estrategia y frente a los cuales la mayor parte de la gente se replegaría a un espacio privado, lo cual no dejaría de crear un abismo sin fondo donde antes se encontraba el espacio público, social y político y donde habían nacido las democracias modernas.
REGRESOS Y PROGRESOS.
No basta con que estén presentes las aplicaciones tecnológicas de la ciencia para poder hablar de sociedad moderna. Es necesario, además, que la actividad intelectual se encuentre protegida de las propagandas políticas o de las creencias religiosas; que la impersonalidad de las leyes proteja contra el nepotismo, el clientelismo y la corrupción; que las administraciones públicas y privadas no sean las instrumentos de un poder personal; que vida pública y vida privada estén separadas, como deben estarlo las fortunas privadas y el presupuesto del Estado o de las empresas.
La concepción occidental más vigorosa de la modernidad, la que tuvo efectos más profundos, afirmaba que la racionalización imponía la destrucción de los vínculos sociales, de los sentimientos, de las costumbres y de las creencias llamadas tradicionales, y que el agente de la modernización no era una categoría o una clase social particular, sino que era la razón misma y la necesidad histórica que ‘reparaba su triunfo.
Hay que mostrar, pues, que el sometimiento al orden natural de las cosas procura placer y corresponde a las reglas del gusto. Esta demostración debe llevarse a cabo tanto en el orden estético como en el orden moral. Es lo que Jean Ehrard llama el gran sueño del siglo, el sueño de una humanidad reconciliada consigo misma y con el mundo y que armonizaría espontáneamente con el orden universal. El placer corresponde al orden el mundo.
LA ÚLTIMA Y NOS VAMOS…
Alain Touraine, de ascendencia francesa, es muy popular en Latinoamérica y Europa, aunque no en el mundo anglosajón. Apenas la mitad de sus veinte libros han sido traducidos al inglés. En 1996, recibió el doctorado Honoris Causa en la Universidad de Chile. En 1998 recibió el Premio europeo Amalfi de sociología y ciencias sociales por Comment Sortir du Liberalisme. En febrero de 2006 recibió el Doctorado Honoris Causa en la Universidad Nacional de San Martín y en diciembre de 2006 en la Universidad Nacional de Colombia.