El as de caza y piloto de pruebas estadounidense ha muerto con 97 años
Chuck Yeager ha atravesado la última barrera. Tenemos que imaginar que lo ha hecho de la misma manera en que lo hacía todo: sin pensarlo dos veces y con muchísimo valor. Con Charles Elwood Chuck Yeager (Myra, Virginia, EE UU, 1923), fallecido el martes a los 97 años, según comunicó su esposa desde 2003, Victoria Scott D’Angelo, desaparece una leyenda de la aviación, el mejor piloto nato, un personaje de la altura (y valga la expresión) de los más grandes del aire, que vuela definitivamente para sentarse junto a los hermanos Wright, Lindbergh, Mermoz, Amelia Earhart, el Baron Rojo o James Jabara. Para encarnarlo en el cine, en Elegidos para la gloria, hubo que poner a Sam Shepard. Tom Wolfe el autor del libro que dio origen a la película (The right Stuff, que Anagrama editó como Lo que hay que tener), escribió de él lo que hoy suena como un extraordinario epitafio: “El más honorable de todos los poseedores de lo que hay que tener”. Era sin duda el mejor piloto vivo y su muerte nos deja aquí abajo con las alas más cortas.
Aunque era mucho, muchísimo más, es recordado sobre todo por estar acreditado como el primer ser humano que rompió la barrera del sonido, el 14 de octubre de 1947, volando en su famoso Bell X-1 Glamorous Glennis a 13.700 metros sobre el Mojave a velocidad Mach 1 (1.225 kilómetros por hora). El aparato, una golondrina gorda color naranja impulsada por un motor de cohete que hoy se exhibe en el Museo Nacional del Aire y el Espacio de Washington con el Spirit of St. Louis, había sido lanzado desde el vientre de un bombardero B-29. Dos días antes, Yeager se había roto dos costillas montando a caballo: no se lo dijo a nadie y se hizo una cura provisional con un veterinario. Seis años después, Yeager alcanzó un nuevo récord, dos veces la velocidad del sonido.
Sería imposible imaginar una vida aérea más impresionante: Yeager, oficial de la fuerza aérea, piloto de pruebas en todo tipo de aeroplanos hasta los prototipos más improbables y peligrosos -a lo largo de su vida voló en 360 tipos diferentes de aviones-, fue as de caza en la Segunda Guerra Mundial. Logró el paso a la categoría en un solo día en el que derribó la friolera de cinco aviones alemanes: dos cazas Me-109 se estrellaron al chocar mientras huían de él. Durante la contienda, que acabó con 13 victorias, incluso se cargó, a los mandos de su caza Mustang P-51 de hélice (su avión favorito de todos los tiempos), uno de los primeros reactores de la historia, un Messerschmitt Me-262, un verdadero ángel de la muerte capaz de volar a 900 kilómetros por hora, 200 más que el aparato de Yeager. En una entrevista con quien firma estas líneas en octubre de 2010, el aviador recordaba aquella acción con su característico lenguaje directo: “Lo abatí mientras aterrizaba, porque en el aire era frustrante, no podías cogerlos, además procuraban evitar los dogfights e iban a por los bombarderos. Le fui por detrás y le disparé; se estrelló en una nube de polvo y humo. Hubiera preferido tumbarlo en combate aéreo al hijo de puta, pero no fue fácil, con toda la artillería antiaérea de su base tirándome”.
Años después se ha dicho que precisamente un Me-262 habría roto antes que él, en 1945, la barrera del sonido. Seguro que eso le hacía estar doblemente contento de haber tumbado uno. Decía que matar a otros aviadores no era nada personal y de hecho tras la guerra fue amigo de ases del otro bando como Galland y Steinhof.
La entrevista con este diario tuvo lugar durante un homenaje al piloto en Sort (Lleida), adonde Yeager volvió 66 años después de su primera visita en 1944, cuando la resistencia francesa lo pasó a España tras haber saltado en paracaídas de su avión. Lo había abatido un Focke Wulf 190 (que él consideraba el mejor caza alemán de la guerra: derribó 4). Evacuado a Gran Bretaña -luego regresaría a España con los Super Sabres en Morón, Torrejón y Zaragoza y cazaría perdices con Franco, aunque siempre se consideró ajeno a la política-, Yeager volvió al frente a seguir peleando.
Hablar con Chuck Yeager era como estar ante una fuerza de la naturaleza. Encarnaba como nadie el arquetipo del piloto militar (su apellido, versión inglesa del alemán Jäger, cazador, parecía premonitorio): bravo, sin fisuras, consciente de sus capacidades y logros hasta llegar a parecer arrogante, elemental en su forma de no darle demasiadas vueltas a las cosas, recto, descomplicado. El único problema con Yeager, decían sus superiores, era contenerlo. La simpleza de su forma de ver la vida se concretaba en preceptos como los que heredó de su padre: “No apuestes dinero, y nunca te compres una camioneta que no sea General Motors”. Esa mentalidad conservadora de la América profunda y rural (era de familia de campesinos) no condicionaba su opinión sobre las mujeres aviadoras, a las que consideraba iguales y a las que hasta admiraba (fue muy amigo de Jackie Cochran, la primera en volar más rápido que el sonido). Bautizaba a sus aviones Glamorous Glennis por su primera esposa Glennis Faye Dickhouse (fallecida en 1990), con la que tuvo cuatro hijos. Posteriormente, viudo, se casó con Victoria, 36 años más joven y también piloto.
El miedo le era desconocido. Decía que nunca lo había sentido. Y mira que una vez perdió el control de su X-1A y cayó 16.000 metros en 51 segundos antes de recuperar los controles. “El cielo no es un buen sitio para tener miedo, no hay tiempo para esas cosas”. El no tener miedo y su ojo privilegiado, de rapaz (tenía una vista extraordinaria, era capaz, decía, de acertarle a un ciervo a medio kilómetro), consideraba que eran dos de sus mejores virtudes como piloto. Comparaba hacer de piloto de pruebas con ser “un matador”, un torero y decía que en el oficio la principal misión era sobrevivir. La literatura aérea le era completamente ajena; al preguntarle por algún título clásico de la aviación solo pudo citarme su autobiografía, Yeager (que fue un best seller). Tampoco era capaz de articular el romanticismo del vuelo. “¿La emoción del vuelo?, mira hijo, lo hacíamos, volábamos, era el deber. El deber lo es todo”. Imposible imaginarle escribiendo Vuelo nocturno y no digamos El principito.
Incluso su gran momento del primer día supersónico lo explicaba con cierto aroma de anticlímax: “No noté nada especial, la aguja del machómetro saltó fuera de escala; antes hubo un bamboleo, un temblor y luego un fluir suave”. Hay que leer a Wolfe, Lo que hay que tener, para entender lo que fue aquello: “Era el amo del cielo. Su soledad era una soledad de rey, única e inviolable, sobre la cúpula del mundo”. Ese es el hombre que ha muerto.
Entusiasta de la aviación que descubrió como muchos otros pilotos de su generación en los shows aéreos, empezó como mecánico de aviones y enrolarse en el ejército (con 21 años) le abrió el cielo (él desde luego no habría usado esa metáfora), al permitirle entrar en 1942 en el programa de formación de pilotos. Durante la Guerra Fría, fue de los primeros pilotos de EE UU en probar un Mig-15 soviético. Luego voló misiones de combate en Vietnam y fue asesor de la fuerza aérea de Pakistán. Muy condecorado (Medalla de Plata, Corazón Púrpura, DFC…, aunque no, pese a que hubo una campaña para ello, la Medalla de Honor del Congreso), acabó como general de la fuerza aérea de EE UU.
Su gran frustración, aunque hablara de ello a su manera, fue no ser astronauta, algo que achacaba a su falta de estudios. El caso es que el reconocido mejor piloto de su generación tuvo que dejar paso a otros elegidos para la gloria. Lo recordaba con deportividad: “Me dieron la oportunidad de pilotar el X-1 y el X-1A, y eso es más de lo que un hombre puede pedir en este campo. Dieron esta nueva oportunidad a gente nueva, y eso es lo que debían hacer”. Pero añadía con sonsonete que ser astronauta era “limpiar mierda de mono”, en referencia a que los primeros en ir al espacio fueron macacos. En Elegidos para la gloria (1983) hizo un cameo como dueño del bar de los pilotos. La película le pareció demasiado larga.
Aquella tarde en Sort le regalé como quien hace una ofrenda un pequeño modelo de un Mustang P-51. Se lo metió en el bolsillo con gran naturalidad y de la misma manera me dedicó su foto junto al X-1. “Demonios, he creído en lo que hacía”, escribió en su biografía; “no niego que era condenadamente bueno, y si hay algo como el mejor, soy uno de los pocos que pueden competir por el título. Pero lo que realmente pienso cuando miro atrás es: caramba, con todo lo que me podía haber pasado, qué suerte he tenido”. Así era él. Buen vuelo, Chuck Yeager.
Información por EL PAÍS