Batallas contra Darwin

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Melchor Inzunza

En este 2014 se cumplieron 22 años de la disculpa papal a Galileo –a tres siglos y medio de la muerte del astrónomo–, y el 22 de octubre se cumplen 18 años del reconocimiento católico de la teoría de la evolución de Darwin, 137 años después de la aparición del Origen de las especies.

En los siglos XVI y XVII los clérigos católicos y protestantes libraron sus grandes batallas contra Copérnico (1473-1543) y Galileo (1564-1642), cuyas teorías calificaron de “herejías abominables”. Sólo el monje matemático Benedetto Castelli advirtió: “nada se podía hacer ya para evitar que la Tierra se moviese”, aunque condenaran a los astrónomos.

Y en efecto, la Tierra, no dejaba de moverse (en rotación girando sobre sí misma a unos 1, 600 km, por hora) y en traslación hacia el Sol –que está a una distancia media de 150 millones de kilómetros– a una velocidad orbital elíptica de 30 km. por segundo, unos 108 mil km. por una hora.

Las obras de Copérnico y de Galileo fueron prohibidas desde 1616, y sólo hasta 1835 dejaron de figurar en el Índice de los libros herejes. Aquellas condenas religiosas estaban a su vez condenadas a convertirse en una de las peores derrotas de las iglesias cristianas, pero aún no aprenderían de sus fracasos.

Contra Darwin

Hacia la segunda mitad del siglo X1X las religiones librarían su última gran batalla. Con más furia movilizaron de nuevo la artillería pesada de la teología, para acabar con peor de las herejías: la evolución por selección natural.

A la izquierda, ilustración del Punch’s Almanack en 1882, que le representa rodeado del «caos» de la evolución hasta el hombre victoriano con el título «El hombre es tan solo un gusano». Arriba a la derecha, caricatura de Darwin con cuerpo de simio (1866) y, debajo, un chiste en el Punch’s Almanack en 1861 con un simio que se pregunta “¿soy un hombre y un hermano?”, cruel juego de palabras con el lema de la Sociedad Británica para la Abolición de la Esclavitud, “Am I not a man and a brother?”, en cuyo emblema aparece un esclavo haciéndose esta pregunta.

En 1859 apareció la obra más famosa de Darwin, El origen de las especies, que “penetró en el mundo teológico como un arado en un hormiguero. Por todas partes pululaban enfurecidos y confusos quienes habían sido despertados tan rudamente de un cómodo reposo. Reseñas, sermones, libros densos y ligeros cayeron volando desde todos los lados, sobre el moderno pensador”1

Doce años después, se publicó El origen del hombre. Darwin no dice que el hombre descienda del mono, sino que el hombre y el mono podían tener un antepasado común. (La separación evolutiva entre humanos y chimpancés había ocurrido –según datación establecida– entre 5 y 7 millones de años.)

“El pequeño mono me mira… ¡Quisiera decirme algo que se le olvida!” J. J. Tablada

Las iglesias ya no podían hacer otra cosa que excomulgar a los herejes, prohibir en sus escuelas las enseñanzas evolucionistas, y unirse –católicos y protestantes–para alzar sus voces iracundas contra Darwin y sus teorías..

El papa Pío IX (1792-1878) fue el primero en poner el grito en el cielo y en la Tierra. “El darwinismo –advirtió– es un sistema que es repugnante a la historia, a la tradición de toda la gente, a la ciencia exacta, a los hechos observados, y aun a la razón misma”

Luego de la aparición de El origen del hombre, el eminente médico francés, Constantino James, en su libro “Sobre el darwinismo y el hombre mono”,

concluyó que la obra de Darwin era “fantástica y burlesca”, y el Papa Pío IX lo felicitó por “refutar tan bien las aberraciones del darwinismo”. (2)

Aquel debate

Seguirían los cardenales y obispos horrorizados por “una brutal filosofía”, que postulaba que “no hay Dios y que el mono es nuestro Adán”.

En un debate público efectuado el 20 de junio de 1860, seis meses después de aparecer “El origen de las especies”, el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, atacó sin piedad las ideas de Darwin, ausente por su mala salud. Se felicitó de no ser descendiente de ningún mono y afirmó que la idea de la evolución era una “visión ignominiosa de la Naturaleza”.

Luego suplicó burlonamente a su adversario, Thomas H. Huxley, que le dijese “si era a través de su abuelo o de su abuela, de quien declaraba descender de un mono”. La audiencia rió y lo aplaudió a morir.

Huxley ofreció una serena defensa de Darwin, pero su réplica final fue fulminante: “Si yo tuviera que escoger, preferiría ser descendiente de un humilde mono y no de un hombre que emplea su elocuencia en tergiversar las teorías de aquellos que han consumido sus vidas en la búsqueda de la verdad”.

Wilberforce abandonó la escena.

Aquel Juicio

La iglesia católica y la protestante se lanzaron contra el evolucionismo No sin sufrir esta vez notables deserciones de científicos y religiosos que no olvidaban los errores ante Copérnico y Galileo.

El Reverendo Burr, en cambio, era felicitado en Boston en 1873, porque “había demolido la teoría de la evolución, quitándole todo soplo de vida y arrojándola a los perros”; mientras el ilustrado Thomas Carlyle escarnecía a Darwin llamándolo “apóstol de un culto sucio”.

A fines del siglo XIX, en vista de las pruebas acumuladas a favor de la teoría evolucionista, no pocos religiosos empezaron a sostener que se podía ser cristiano y al mismo tiempo darvinista.

No pensarían así los fundamentalistas religiosos norteamericanos que desde 1920 gestionan leyes que prohíban la enseñanza de la evolución en las escuelas, y logran que legislaturas establezcan como delito enseñar la teoría de la evolución.

En 1925, en la población de Dayton, Tennessee, un joven maestro llamado John Thomas Scopes fue sometido a un juicio –el famoso “Juicio de los monos”– por violar una ley del Estado de Tennessee, donde se prohibía enseñar cualquier cosa que se opusiera a la Biblia. El delito de Scopes fue enseñar la teoría de la evolución a sus estudiantes de secundaria.

Habían pasado –comenta Robert Silverberg– casi setenta años desde la publicación de El origen de las especies, y del descubrimiento casi simultáneo del hombre de Neanderthal. Pero en Tennessee no bastaban setenta años de pruebas. Y así fue escenificado el extraño drama de Dayton, ante un mundo asombrado. (3).

Las disculpas

Por fin, en 1992, el papa Juan Pablo II promulgó una disculpa oficial por el trato que la Iglesia le dio al científico. Hizo algo más:

El 22 de octubre de 1996, en su mensaje a los miembros a la Academia Pontificia de Ciencias, dijo: “nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis”. Esta teoría se ha impuesto “paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de descubrimientos… Los resultados de trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento significativo en favor de esta teoría”.

Por su parte, en el 2009, con motivo del bicentenario del nacimiento de Charles Darwin, y del 150 aniversario de El origen de las especies, la iglesia anglicana pidió perdón al científico y sus descendientes “por haberse opuesto de manera excesivamente emocional” a su teoría de la evolución, que rompía con la interpretación de la creación del mundo en siete días, tal como está expuesta en el Génesis.

La disculpa, redactada por el reverendo Malcolm Brown, director de misión y asuntos públicos de la Iglesia de Inglaterra, fue publicada en una página web —www.cofe.anglican.org—, en la que su Iglesia promueve las ideas de Darwin.

La Iglesia de Inglaterra señaló también que, con su oposición a Darwin, repitió el error cometido por la Iglesia Católica en el siglo XVII al obligar a Galileo a

retractarse de las teorías copernicanas, según las cuales la Tierra giraba alrededor del Sol, y no al revés, como sostenían las teorías de Ptolomeo. (Un revés para quienes pedían en el Reino Unido que el creacionismo se enseñara en las escuelas.

Las iglesias han perdido una tras otra las batallas culturales. Las de ahora son contra el laicismo, los valores éticos seculares, la autonomía moral de las personas, los anticonceptivos, el aborto, los divorcios, las uniones homosexuales, y otras más igualmente condenadas a la derrota.

Notas

(1). Andrew D. White (1832-1918), La lucha entre el dogmatismo y la ciencia en el seno de la cristiandad, Primera edición en inglés en 1896; Edit. Siglo XXI, 1972, México. Pág. 97.

(2) Ibíd. Pág. 104

(3) Robert Silverberg. “Un extraño juicio: El hombre antes de Adán”. Edit., Diana S.A. México 1965, Trad. René Cárdenas Barrios.