UN VIEJO DOMINGO DE RAMOS

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UN VIEJO DOMINGO DE RAMOS

Cada inicio de semana santa, mi abuela Teodora Corona nos mandaba a comprar las palmas y nos encargaba mucho que las lleváramos a bendecir. Y allá va el chiquillero entusiasta rumbo a la iglesia de Cristo Rey, a cuyo pórtico se instalaban los vendedores foráneos con su arte de palmas trenzadas, o bien formando figuras que iban desde el crucifijo hasta la silueta de la virgen.

Eso sí: había que comprar las palmas –baratitas- con manzanilla. Después íbamos con el cura, don Hesiquio Saldaña a que le lanzara el agua que, maliciosamente, salía del hisopo con gran fuerza para que nos alcanzara a nosotros. –A ver si así se les sale el diablo, espetaba con su voz ronca y su torno atropellado, como de soldado.

Al regreso era una delicia venir oliendo la frescura de los olores que despedían las diminutas flores de manzanilla. Y era un tormento traerlas con cuidado para que el modesto ramo no llegase ajado. Difícil el cuidado entre tanto chamaco inquieto, que lo mismo arrancaba por la bajada de la Germán Evers, o sacaba la vuelta mientras cucaba a los perros de la cuadra.

El ramo duraba una semana en agua, frente sí nutrido altar que mi abuela mantenía adornado todo el año, con la Virgen de Guadalupe, un Cristo crucificado, una estampa de San Jorge, un bulto de San Martín de Porres y la infaltable veladora.

Cundo la palma empezaba a amarillear, mi abuela le cortaba pequeños pedazos que luego clavaba en cruz detrás de cada puerta y ventana de la casa.

Todos estos recuerdos se me vinieron encima cuando vi en el Facebook la foto de Miguel Ángel Román, el gran fotógrafo de El Sol de Mazatlán, sobre esta festividad.

Con el domingo de ramos llegaban las vacaciones escolares y los días de playas –excepto jueves y viernes santos, porque el que se metía al mar en esas fechas, se convertía en pescado. Y como es evidente, siempre respetamos esa limitación.