Basada en un videojuego de culto, la ficción de Netflix posee un acabado deslumbrante.
Si existe una faceta del medio cinematográfico con la que el videojuego puede dialogar de forma casi simbiótica, esa es la animación. Ambas expresiones audiovisuales comparten (o deberían compartir) un desdén por lo figurativo. La vocación de solo limitarse a la imaginación de sus creadores y al avance técnico, que las proyectan a un fecundo escenario. Si bien, en el citado diálogo, existe un matiz importante: mientras que el videojuego es un arte radicalmente juvenil, en plena adolescencia de hecho, el cine de animación tiene un siglo a sus espaldas. Un siglo de estilos, movimientos y escuelas con sus propios imaginarios, de los que es inevitable que surjan las retroalimentaciones y los “homenajes”.
Con un vistazo superficial a la historia del videojuego, es fácil identificar toda una escuela que quería invocar el look de la animación 2D, en tanto a contornos unívocos y texturas simplificadas. Ese es el cel shading, muy utilizado en los primeros 2000 pero poseedor de un rango muy limitado de variaciones que lo puedan hacer evolucionar. De ahí que en la última década hayan ido surgiendo acercamientos más heterogéneos al legado animado, como pudiera ser la relación de Ni No Kuni con Studio Ghibli, la apuesta impresionista (reminiscente a Belladonna of Sadness) de Gris, o hace escasos meses Kena: Bridge of Spirits, que de hecho desarrolló un estudio especializado en animación, Ember Lab.
Lo que Studio MDHR se propuso hacer en 2010, no obstante, volvía la vista a la prehistoria del videojuego, a ese Dragon’s Lair que Don Bluth llevó a las máquinas arcade coqueteando discretamente con la noción de “película interactiva”. Pero los referentes que dentro del cine de animación en sí manejaba Cuphead (subtitulado Don’t Deal with the Devil) eran más añejos, llevándonos a una época de la que, para cuando se ha estrenado su adaptación en forma de serie a cargo de Netflix, ya ha pasado cerca de un siglo. ¡La serie de Cuphead! trata de lidiar, en efecto, con un legado de cien años, y como resultado es una de las obras visualmente más estimulantes con la que te puedes topar estos días.
La manguera de goma
Siete años después de que los artistas canadienses de Studio MDHR empezaran a trabajar en Cuphead, el juego se publicó con un aplauso crítico unánime. Desde entonces, como fenómeno de culto, la aventura de estos hermanos-taza (Cuphead y Mugman) en pos de salir indemnes de un trato con el demonio se ha visto vinculada a dos elementos fundamentales: como cabía esperar, el portentoso apartado visual, y por otro lado una dificultad extremadamente desafiante. Al contrario de lo que pudiera parecer, no eran propiedades contradictorias o disonantes, sino que aparecían unidas de forma inseparable.
Cuphead es un juego que busca jugar con nuestra inquietud y las ideas preconcebidas. La apariencia de los protagonistas es inofensiva, adorable, pero como si fuera un Baby Yoda genocida se trata de una fachada engañosa, que nos invita a entrar en un mundo violento y pesadillesco donde los colores y la fluidez generan una enorme extrañeza. Una sensación muy calculada por Studio MDHR que trata de retener la serie de Netflix, y que se parece enormemente a ver en la actualidad cualquiera de los cortos de animación de los años 20 y 30. La época que Cuphead quiere homenajear.
Hablemos de la animación rubber hose, o la animación ‘manguera de goma’. La rubber hose fue la primera animación estandarizada de la historia: un molde institucionalizado que debía su apodo a la forma de las extremidades de sus personajes. Delgadas, curvas, y habitualmente sujeto de un balanceo constante. El nacimiento de este estilo se debía tanto al parentesco de las historietas como, sobre todo, a la juventud del medio, que aún no podía aspirar a la sofisticación y se contentaba con someterse a todo tipo de experimentos. Aunque el nacimiento se le atribuye a Bill Nolan como creador de Felix el Gato en 1919, fue Fleischer Studios el organismo que mejor persiguió la vanguardia artística.
Y es que los hermanos Max y Dave Fleischer no solo perfeccionaron este estilo, sino que lo hicieron confluir al instante con otra técnica recién nacida, la rotoscopia. Esta llegaba al medio (previa a afrontar críticas extendidas por la facilidad de su ejecución y la poca cancha que le permitía a los animadores) para perfeccionar los movimientos de los personajes y proveerlos de realismo. Inyectaba, vaya, corporeidad a las figuras, y sumándole la fluidez que otorgaba la rubber hose permitía la creación de personajes muy enérgicos, como Koko el Payaso, Betty Boop o Popeye. Todas criaturas consagradas al movimiento, viviendo en un mundo alternativo con sus propias y espídicas reglas.
Combinando la hiperactividad de estas criaturas con la burbujeante vitalidad de los paisajes que las enmarcaban, se obtenía como resultado obras de gran potencial perturbador. O, según el contexto en el que nos moviéramos, lisérgico. Fleischer Studios dominó el panorama durante estos primeros años, pero Walt Disney Animation también incurrió en la rubber hose (llevando la rotoscopia a otro nivel, a partir de Blancanieves y los siete enanitos) y acabó saliendo victoriosa. Mickey Mouse, en sus primeras apariciones, estaba plenamente absorbido por esta técnica. Como lo había estado Oswald el Conejo Afortunado, versión previa del célebre ratón que Disney perdiera a manos de Charles Mintz.
Es tentador hablar de Mickey Mouse y de cómo su carácter de entonces (de una picaresca que no excluía el maltrato animal, como veíamos en Steamboat Willie) se distanciaba diametralmente de la versión asentada, seducido por el hedonismo desprejuiciado de esta animación primigenia. Pero, puestos a rastrear el origen de Cuphead, es más oportuno sacar a colación otra de las llamadas Silly Symphonies, concretamente El baile de los esqueletos. Más que nada, porque esta es homenajeada directamente en ¡La serie de Cuphead!
Manteniendo las esencias
La animación rubber hose se consideró superada por completo con la consolidación del canon Disney, que sentó un nuevo estándar más estilizado y dependiente de una realidad aprensible. Fleischer Studios, competencia directa de la Casa del Ratón aquellos años, quiso mantener su filiación a este estilo un poco más, pero el terremoto de Blancanieves y los siete enanitos le hizo desistir en el empeño. Desde entonces la manguera de goma ha sido vista como una reliquia: la panorámica simpática de una animación primitiva, hacia la que sin embargo no era difícil que afloraran los fetichismos.
Entrado el siglo XXI se ha percibido un interés esporádico por recurrir a este estilo, ya fuera desde lo anecdótico (caso de un episodio de la serie Futurama) o como caldo de cultivo para un nuevo lenguaje (la serie Hora de aventuras es la que mejor ha recogido su influencia). En 2013, simultáneamente, se cruzaron en el tiempo dos esfuerzos de gran audacia que querían resituar la rubber hose en el presente: uno era el propio videojuego de Cuphead, y otro una nueva serie de cortometrajes de Mickey Mouse que emulaban el look de las Silly Symphonies y practicaban un humor algo más esquinado.
En este Mickey Mouse estaba involucrado Dave Wasson, conocido entonces por haber desarrollado La brigada temporal para Cartoon Network. Como animador, Wasson siente una gran familiaridad por la industria estadounidense de los años 20, de ahí que se sintiera como en casa haciéndose cargo de Mickey Mouse, y no pudiera eludir del todo esta deuda en su serie Star contra las Fuerzas del Mal: formato pionero en la parrilla de Disney por incluir por vez primera un beso entre personajes del mismo género. Este currículum le convertía, en efecto, en la persona más indicada para desarrollar ¡La serie de Cuphead!
Para cuando Wasson recibió el encargo de realizar la animación de este proyecto de Netflix, el videojuego original ya era inmensamente famoso. Mientras la dificultad le hacía recibir el ¿honor? de ser uno de los juegos con menor porcentaje de jugadores que lo hubieran completado, el apartado gráfico sentó un antes y un después, por la obscenidad de su detallismo. Y es que Cuphead fue animado a mano, queriendo emular hasta el límite los esfuerzos de Fleischer Studios y compañía, con el fin de suponer una inmersión en una época pretérita que refrendaban los pequeños chispazos de celuloide corriendo, las tipografías y, sobre todo, la exquisita música de jazz.
La entente formada por Chad, Jared y Maja Moldenhauer, junto a los diseños de Jake Clark y la programación de Eric Billingsley, entregó un juego irrepetible que este año conocerá su primera expansión, The Delicious Last Course. Su planteamiento jugable era una sencilla mecánica de correr, saltar y disparar que se complicaba lo indecible con los niveles y los bosses, pero durante las entrevistas sus responsables preferían detenerse en enumerar qué trabajos quisieron homenajear con su juego. Los nombres de Ub Iwerks (de Disney), Grim Natwick y Willard Bowsky (Fleischer Studios) han vuelto a la conversación cultural gracias a Cuphead, y la serie correspondiente reincide en ello de forma que la rubber hose vuelva a estar más viva que nunca.
Y este es el resultado
Lo primero que hay que aclarar, una vez vista la serie (¿primera temporada?) que estrenó Netflix el pasado 18 de febrero, es que su acabado no es tan arrebatadoramente bello como el del videojuego original. Cuphead fue una empresa ridículamente compleja donde la artesanía buscaba sentar un hito en la historia del videojuego, mientras que ¡La serie de Cuphead! es una dócil explotación cuya producción no ha durado ni la mitad de tiempo de lo que tardó Studio MDHR en concluir su obra magna. La serie se anunció en 2019, de hecho, y llega a Netflix con la misma vocación de “consumir velozmente el fin de semana” que traen aparejada todos sus contenidos.
La animación, siguiendo en esta línea, es diferente a la del juego. Dejando de lado ese sabor analógico, la serie de Wasson practica la llamada animación estereoscópica, consistente en superponer dos planos de superficie (uno en 2D, otro puede que en 3D) para emplazar a personajes cartoonescos en un entorno multidimensional. Vaya, que aunque se intenten mantener los chispazos de celuloide descritos arriba, ¡La serie de Cuphead! es más digital y “actual”. Mucho más friendly y asimilable a la imagen Netflix. Lo que no quiere decir, claro, que apostar hoy por el 2D no sea en sí mismo una muestra de valentía.
En 2017, Cuphead se rebelaba contra la persecución del hiperrealismo en la que aún está sumido el Triple A, con una obra de manufactura igual de elaborada pero radicalmente apartada de la norma. ¡La serie de Cuphead! no tiene un arrojo tan grande (ni desempeña en él ningún rol algo tan candente en los videojuegos como es el debate sobre la dificultad), pero sí se presenta como una alegre disonancia en una época donde el 3D es el estándar y las dos dimensiones están relegadas, en Occidente, a la animación etiquetada “para adultos” o a una más de corte europeo/autoral (Cartoon Saloon, el ecosistema francés). El 2D es, en resumen, de nicho. Puede que ¡La serie de Cuphead! también lo sea.
Y esto no es tanto por lo esquivo de sus referentes (el sexto episodio, Los fantasmas no existen, además de homenajear el citado baile de esqueletos se introduce en unas coordenadas que lo asemejan a la pesadilla ebria de Dumbo) como por su desconcertante tono. Una herencia del juego, pero mientras aquí era la dificultad lo que contrastaba con el diseño luminoso, en la serie es el humor cultivado: una caótica mezcla de slapstick, crueldad y misantropía donde abundan los juegos de palabras absurdos y los diálogos enrevesados, dentro de argumentos de simpleza militante.
Cada episodio es autoconclusivo (salvo en el caso del último, con el inevitable cliffhanger), dura menos de quince minutos y apenas muestra interés por plegarse a un esqueleto de temporada. Es decir, como en el juego de Studio MDHR la trama básica es aquella que conecta a Cuphead y Mugman con el demonio y su recolección de almas, pero apenas son cuatro los episodios que indagan en ello, optando el resto de veces por expediciones al cementerio, episodios botella (o mejor dicho, cafetera) en la casa que los protagonistas comparten, o aventurillas en la ciudad. ¡La serie de Cuphead! es anárquica, pues sabe que el germen de su éxito es ajeno a una narrativa convencional.
Los espectadores que vean ¡La serie de Cuphead! (aquellos beneficiados por el algoritmo, pues fiel al estilo de Netflix la promoción ha sido mínima) lo harán seducidos por la propuesta visual, y es a esta a la que el producto, dentro de sus limitaciones, se lo juega todo. La animación ha de ser veloz, extenuante, sorprender a cada instante por los cambios que pueden sufrir los personajes. Sus reacciones a giros inesperados, el daño que puedan hacerse. Y, en este campo, triunfa. Crea adicción. Genera una disfrutona intriga por entender la física que guía las cabezas llenas de leche de Cuphead y Mugman. Es decir, hacia la comprensión de que esta no tiene ningún sentido práctico. Solo obedece a las reglas de la animación, como dispensadora de posibilidades.
Como el juego del cual nace, ¡La serie de Cuphead! es una fiesta para los sentidos. Pero afortunadamente, a diferencia del juego del que nace, esta vez todos podemos disfrutar de la fiesta hasta el final.