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Fernando Savater Mi momento preferido del Orlando furioso, el disparatado y mágico poeta de Ariosto, es el combate singular entre el hechicero Atlante y Bradamante, la intrépida amazona. Atlante es un nigromante poderosísimo, que ha liquidado hasta la fecha a todos los audaces que han intentado enfrentarse con él; Bradamante no le teme porque es una mujer, por decirlo así, de pelo en pecho. (…) pronto comprueba que no está indefenso, porque el libro es mágico y cada golpe, cada estocada o mazazo que Atlante lee en sus páginas lo recibe inmediatamente ella, que apenas puede guarecerse de tan desconcertante ataque.

 

Dejemos ahora a Ariosto y sus personajes en el dichoso limbo donde desde hace siglos habitan. Lo que me importa es ese libro mágico, superior a todas las armas porque las reemplaza y las inutiliza.

Yo soy de los que creen que todo libro es, a su modo, mágico; aún más, considera que en el ya antiguo rito de la lectura siempre hay algo de conjuro y de brujería. Y también estoy seguro de la victoria a largo plazo de los libros sobre cualquier otro tipo de armas, porque allí se encuentran los materiales más explosivos que el hombre puede fabricar. Tenía razón Carlyle cuando respondió a la dama altanera que tomaba como vacua palabrería las obras de Voltaire, Rousseau y demás enciclopedistas: “¿Ve usted esos libros, señora mía? Pues la segunda edición de cada uno de ellos se encuadernó con la piel de los que se habían burlado de la primera.”

Insisto en que los libros son y necesariamente han de ser muchos porque el acto de leer, como el acto sexual, puede ser efectuado en busca de muy diversas recompensas subjetivas, pero en sí mismo tiene como objetivo natural la reproducción de la especie. Admirar una catedral gótica o una estatua griega no impone ni a los más exaltados la tarea de acometer una obra semejante, pero la comprensión a fondo de cualquier gran libro parece suscitar que lo prolonguemos o refutemos en otro comentario escrito. Uno puede incorporarse al mundo de la pintura o la escultura con deleite y conocimiento sin necesidad de sentirse pintor ni escultor, pero nadie puede entrar en el universo literario sin sentirse -aunque sea mínimamente, aunque sólo sea como posibilidad siempre frustrada- escritor.

 

Pero lo que ahora oímos repetir hasta el hartazgo, sin embargo, es que vivimos en la era de la imagen y que la palabra escrita es actualmente cosa subordinada. Nos hemos mudado de la Galaxia Gutemberg a la Galaxia Lumière. En el medioevo se decía que la filosofía no había de ser sino ancilla theologiae, la criada de la teología, y hoy se repite con alborozo o con impotente resignación que la literatura ya no puede ser más que criada de las artes de la imagen. El credo de esta nueva fe, tan oscurantista como la medieval y tan propensa a fabulaciones y milagrerías como la otra, se condensa en este dogma: “una imagen vale más que mil palabras”. Nada más falso.

Este endiosamiento de las imágenes en detrimento de las palabras tiene especial importancia en el campo del periodismo, área hoy sin duda más importante que nunca y en la que triunfa día a día la advertencia de Gracián: “hombre sin noticias, mundo a oscuras”. Es bueno recordar que periódicos y revistas, con todos los rasgos específicos que se les deben reconocer, pertenecen más al gremio de los libros que de cualquier otro tipo de expresión o información. Este tipo de periodismo es sin duda -y no debe dejar de ser- un género literario, lo cual no quiere decir que pertenezca al área de la ficción, sino a esa otra ya mencionada de la interacción entre escribir y leer.

 

Es preciso tener muy claro que leer un periódico no es una forma como cualquier otra de enterarse de una noticia, sino un modo de relación específica con la actualidad y con la reflexión que la actualidad puede suscitar. Quienes consideran que la prensa es simplemente una fase de la información en la modernidad, pero una fase ya algo caduca, ventajosamente sustituida por el imperio de la comunicación catódica, están equivocados de una forma sutil aunque radical. Quizá tengan razón respecto a cuál es la tendencia que los tiempos confirman, pero desde luego yerran en considerar que tal tendencia supone progreso alguno en la documentación cabal de los ciudadanos y el empeño por emanciparles de prejuicios o manipuladores embelecos. Intentemos ver por qué.

Por decirlo de otro modo: no es que la televisión sea per se más sensacionalista que los periódicos, sino que las imágenes son en sí mismas más sensacionales que las palabras. Hasta en el peor de los casos, leer es ya una forma de pensar, mientras que las imágenes por sí solas se limitan tumultuosamente a estimular maneras de sentir o padecer. Por decirlo con las palabras de Giovanni Sartori, que ha estudiado con agudeza estos temas, “el hombre que lee, el hombre de la Galaxia Gutemberg, está constreñido a ser un animal mental; el hombre que mira y nada más es únicamente un animal ocular”

Por descontado que estas objeciones no pretenden en modo alguno minusvalorar la importancia o la dignidad de los medios visuales como fuentes de información. Son una de las riquezas indiscutibles de nuestro siglo y, manejadas por mentes rectas con manos hábiles, pueden ser instrumento decisivo de conocimiento y por tanto de emancipación humana. Pero no creo que puedan hacer superfluo el periodismo escrito, cuya misión sigue siendo no sólo complementaria sino aún insustituible. Si algún día llegan a desplazarlo del todo, sea por extinción de los periódicos o porque lleguen a verse convertidos en simple soportes de la programación televisual adornada con píldoras de última hora administradas en pocas líneas, es importante tener claro que se habrá dado un paso decisivo hacia el siempre amenazador embrutecimiento gregario.

Nuestro siglo ha conocido diversas modas antiintelectuales, cada cual con un mensaje más deplorable que el anterior y a menudo con resultados históricos sumamente trágicos. Elogios de lo mítico y de lo indescifrable frente a las sosas llanezas del racionalismo, exaltación del furor carismático cuyo ímpetu pisotea los convencionalismos legales, vindicación del gusto popular (sobre todo juvenil) que nunca yerra frente a los exangües rebuscamientos de la élite cultural. Etc. Por tales caminos se ha llegado, en el mejor de los casos, al auge de astrólogos y orientalistas de guardarropía; en el peor, a los horrores de la limpieza étnica y a la vesania integrista. Una de estas modas maléficas (si hubo “hadas maléficas” ¿por qué no vamos a tener ahora “modas maléficas”?) desdeña la palabra: la expresividad no verbal, los gozos y sombras del cuerpo a cuerpo, la íntima comunión con la gran basca en el concierto de rock, la catarata visual y rítmica del videoclip… De lo que se trata es de sentir, fuerte, pronto y alto, hasta perder finalmente el sentido.

Formas subyugadoras, ya lo he dicho: formas por tanto que nos someten a su yugo, con el pretexto de aliviarnos de otros más rutinarios. La lectura sigue pidiendo la medicina opuesta a este proceso torrencial: silencio, recato, aislamiento y raciocinio. Porque escribir/leer, esa interacción antigua no es otro modo de expresar lo que nos pasa y de enterarnos de lo que pasa, sino el propósito de civilizar lo que nos pasa y lo que pasa, distanciando para comprender mejor. El periodismo escrito, la prensa, también responde a este empeño, a su modo urgente pero que nunca debe renunciar a la inteligencia amena del remanso y 1a suspensión del juicio. Leer un periódico, incluso el peor de los periódicos, es dar el primer paso para escapar de lo que hipnotiza y atonta, gracias al más antiguo ejercicio que distingue entre cultura y barbarie.

Se dice que ya no hay tiempo para leer: todas las crónicas, todos los artículos se han vuelto largos. Desde el alto mando comercial no llega más que un triple imperativo: abreviar, condensar, resumir.

Pero es que, si bien se mira, para todo lo importante y humano, para cuanto no es mera obediencia, nunca hay tiempo: a contratiempo emprendemos cuanto cuenta, sea el amor o el arte, la lectura o la meditación. Y si la palabra educación quiere seguir siendo digna de su alto sentido, debiéramos desde un principio ser preparados para tales contratiempos. Comencé hablando de un libro bélico, que reemplazaba ventajosamente la fuerza de las armas. Quizá haya sido ése de Ariosto el único libro que “ayuda a triunfar”, según el pugnaz lema con el que hace muchos años quiso promocionarse la lectura en España. Pero prefiero concluir con una evocación no menos utópica aunque más pacífica y, sobre todo, antimilitarista:

 

En una bella conferencia -dulce pero sabiamente anacrónica- en elogio de la lectura, propuso el siglo pasado John Ruskin sustituir el servicio militar obligatorio por una especie de servicio lector cuya oportunidad sigue pareciéndome hoy patente y a la vez desesperadamente remota. Dice Ruskin: “¡Pensad qué cosa tan sorprendente sería, dado el presente estado de la sabiduría pública! ¡Que adiestrásemos a nuestros campesinos en el ejercicio del libro en lugar de en el de la bayoneta! ¡Que reclutásemos, instruyésemos, mantuviésemos dándoles un sueldo, bajo un alto mando capaz, ejércitos de pensadores en lugar de ejércitos de asesinos! Dar su diversión a la nación en las salas de lectura, del mismo modo que hoy en los campos de tiro, conceder premios por haber acertado con precisión una idea como ahora se premia al que pone la bala en el blanco. ¡Qué idea, tan absurda parece, si alguien tiene el coraje de expresarla, que la fortuna de los capitalistas de las naciones civilizadas deban un día venir en ayuda de la literatura y no de la guerra!” Me temo que la perspectiva soñada por Ruskin sigue siendo sólo eso, un sueño.