*Cómo nos ha ido envolviendo la violencia en el país y el estado
*Crímenes, como en las dietas: bajas en abril y rebotas en mayo
*El oficio de informar: cuarenta años que desmienten a Gardel
FRANCISCO CHIQUETE
En 1974, Abraham García Ibarra estaba decidido a cambiar la práctica del periodismo mazatleco. Por eso El Correo de la Tarde no traía notas de sociales; los deportes se abordaban desde un punto de vista diferente y sobre todo la policíaca tenía sus límites, a pesar de que ya entonces era un buen negocio: de muerto para arriba, advertía, y sólo bajo determinadas circunstancias.
¿Quién nos iba a decir, a Abraham y a toda su tropilla, que un día el “de muerto pa’rriba” no sería un límite, sino un mísero lugar común?
Durante estos años hemos vivido la escalada de la muerte hasta llegar al punto en que un presidente (de algún modo había que llamar a Felipe Calderón) llegó a clasificar a las víctimas inocentes como “daños colaterales”; hasta el extremo en que los gobernantes alcanzan la increíble capacidad para sacar estadísticas y otras pruebas etéreas de que se puede alcanzar una reducción en los niveles de violencia a pesar de que los asesinatos continúen siendo una constante, e incluso crezcan a la vista de todos.
El actual gobierno hizo una campaña electoral sumamente efectiva, pero sobre todo contó con la colaboración de un pueblo harto de crímenes, que por momentos parecía dar hasta la peligrosa carta blanca para arreglar el asunto a como diera lugar, eventualidad que por fortuna luego fue acotada por la opinión pública.
Por supuesto, nadie en su sano juicio puede esperar una solución automática, sólo por el hecho de que hubo cambio de estafeta. La pudrición está muy enraizada y viene de muy lejos: del priísmo tradicional, pasando por el priísmo decadente y por el panismo emergente. No son enchiladas, como se decía en el Mazatlán de aquellos tiempos.
El problema es que no hemos visto una estrategia diferente de la que emprendió el gobierno de Calderón, como no sea el punto extremo de Michoacán, donde de plano el gobierno federal tuvo que tomar las riendas del estado y ponerse al frente de los distintos y complejos fenómenos que han destrozado la vida diaria de esa entidad. Probablemente termine por repetir el experimento en Tamaulipas, donde las cosas están muestran igualmente a un estado fallido.
No es el caso de Sinaloa, aunque desde los años setentas en que arrancamos la referencia de esta entrega, el propio Abraham García Ibarra se preguntaba si éramos un “estado torpe, o reino de la barbarie”, analizando la situación que se daba en un territorio donde privaba la ley del más fuerte y no sólo se aplicaba la ley de los intereses particulares, sino que sobrevivía la organización policial supeditada a los estructuras de las guardias blancas con que se defendió al latifundio en los años treinta-cuarenta, y que en buena medida derivó hacia el narcotráfico en las décadas subsecuentes.
Aquí el narco está metido por supuesto, hasta la cocina de actividades económicas y públicas en general, pero todavía funcionan las estructuras formales. Por desgracia lo hacen con tal precariedad, que al repunte criminal de mayo con ciento dieciséis asesinatos, es atribuido a los reacomodos que entre cárteles ha provocado la detención de Joaquín Archibaldo Guzmán Loera, El chapo Guzmán.
De acuerdo con las cifras oficiales, en agosto del año pasado hubo 123 crímenes dolosos, pero los meses subsecuentes fueron a la baja, sin rebasar los cien, hasta llegar a abril, con sólo setenta y seis casos.
Parecía la consolidación de muchas aspiraciones. Setenta y seis crímenes dolosos en treinta días es mucho más de lo que ocurre en un estado normal, pero éste no lo es. Se trata de la sede de varios de los más buscados y más violentos narcos del país, con presencia e influencia internacional, de modo que podía decirse que estaba barato.
Sólo que como en las dietas, en mayo vino el rebote y registró un cincuenta por ciento más de lo que pasó en abril.
El gobernador Mario López Valdez reconoció la tendencia y la explicó: estábamos esperando que ocurriera algo así desde la detención de Joaquín Guzmán. Los reacomodos en los cárteles siempre traen secuelas de este tipo, pero le vamos a hacer frente, no vamos a permitir que se nos salga de control, dijo el mandatario.
Aquí es donde se advierte la debilidad de las instituciones. La dinámica de la seguridad o de la inseguridad está dictada por el activismo de la delincuencia y no por los mecanismos de control del estado. En los periodos de baja delictiva se puede hablar, en el mejor de los casos, de disuasión, pero no de avances en el combate al crimen organizado, cuyas agrupaciones o corrientes delictivas aparecen intactas apenas conviene a sus intereses, o apenas ven un resquicio para hacerlo. Y lo hacen con fuerza o con desenfado tales, que no les importa enfrentar o atacar a comandos militares, que en otros tiempos imponían el miedo suficiente como para que la célula se pusiese en fuga.
Por supuesto, ni los grupos delictivos han sido desmembrados, ni los delincuentes han sido sancionados, especialmente cuando se trata de asesinatos. La baja de efectividad del ministerio público en ese renglón sigue siendo dramática. Tanto, que irradia a otras acciones donde sí hay capacidad de respuesta, como el combate a los secuestros, que se siguen intentando a pesar de que todos los casos denunciados son solucionados sin daños físicos o económicos para la víctima. Es la percepción, que trabaja en contra de las autoridades.
MIENTE CARLOS GARDEL, SOBRE
TODO CUANDO SE LE DUPLICA
En 1974, cuando Abraham García Ibarra regresó a Sinaloa con la idea de revivir las viejas glorias de El Correo de la Tarde, convocó a quien se interesara en participar en cursillos gratuitos de periodismo, que se impartirían a partir del tres de junio de ese año, en el local de la avenida Alemán, casi esquina con Carvajal.
Ese lunes tres de junio estuvimos puntuales varios interesados, todos desconocidos entre sí.
Abraham García Ibarra y Francisco Lizárraga Ochoa nos recibieron con la advertencia de que aquello era en serio. Tanto, que la base del cursillo, como ellos le llamaron, era el plan de estudios de la carrera de comunicación de la Escuela Carlos Septién.
Entre otros estuvimos ahí Héctor Benjamín Quintero Moreno, ya veterano militante de la izquierda; Marcos Luna Chavira, después dirigente obrero en la construcción, de absoluta honestidad y combatividad, Luis Romero, maestro de música, Jorge González Cardozo, noticierista, Francisca Castañeda Zamudio, entusiasta y decidida, hoy abogada; y yo, entre otros que desertaron pronto.
Paquita y yo fuimos los únicos que empezamos a reportear casi de inmediato, aunque Quintero se quedó en corrección de pruebas, como cazador implacable de faltas de ortografía y errores de dedo. No había fallas de redacción porque en el linotipo estaba uno de los más puristas y acuciosos vigilantes del idioma: Don Venancio Sánchez Ávalos, quien encabezaba el trabajo del taller, con su compadre Jorge Osuna, El Chato, y don Lorenzo. Prensista el primero y liniero el segundo, que conocían la prensa y los chibaletes como las palmas de sus manos.
Ahí llegaron más tarde personajes como Rafael Franco Zazueta, Sergio Cevallos Huerta, Manuel Burgueño Orduño, Octavio Osuna García, Wilfrido Elenes, Blanche Petrich, Víctor Cázares, Luis Albarrán, Jesús Medina Zamudio, Rafael Reyes Nájera, todos ellos con gran generosidad para el adolescente que empezaba a conocer con asombro el mundo de la información y puede decirse que el mundo en general.
Cuarenta años desde entonces. Tiempos difíciles aquellos en que el respaldo inquebrantable de la familia permitió sortear las presiones que absorbieron mis padres, gente modesta y ajena a la que llegaron algunos políticos a quejarse por la línea del periódico donde trabajaba “el muchacho”, “tan joven y que lo vayan a influenciar”. La preocupación de mi abuelo Isidro, expresada en su mejor argumento: -al cabo hijo ¿quién va a poder con el gobierno? ¿No te acuerdas de Vasconcelos, que parecía que ganaba y no lo dejaron?
Las grandes experiencias, los golpes implacables, como la muerte a balazos de Manuel Burgueño Orduño, la prolongada lucha exigiendo una justicia que al final no llegó, las satisfacciones que jamás fueron entrevistas siquiera en los años ociosos de la adolescencia a bordo de canoas que surcaban el estero del Infiernillo con mis amigos Eduardo Fonseca y Fausto Jacques, el largo recorrido hasta estas maravillas electrónicas que nos permiten estar presentes en todos los acontecimientos del mundo casi simultáneamente con su registro. Ayer abdicó el rey de España Juan Carlos, a quien de lejos vimos jovencísimo hacerse un lugar en la historia desplazando a la vieja dictadura franquista. Un día conocí en Seattle a uno de los lugartenientes del coronel Tejero, quien quiso dar un golpe de estado que impidió Juan Carlos con su presencia en el Congreso. Un oficio generoso éste que nos permite de un modo o de otro estar en asuntos que en otros tiempos habrían tardado meses en llegar.
Cuando pasé a La Voz de Mazatlán, en 1976, las noticias nacionales llegaban por dos vías: un viejo teletipo que traía noticias acartonadas de la capital del país; y una interminable serie de telegramas que llegaban en oleadas a lo largo del día con fracciones de noticias remotas, sistema éste que era remanente de la segunda guerra mundial, cuando los corresponsales enviaban por esa vía retazos de crónicas de enfrentamientos y batallas. Los cronistas de béisbol mandaban también los acontecimientos de cada entrada en los míticos estadios de los Dodgers o de los Yanquis.
Cuarenta años de amigos inacabables, de una familia grande de por sí, que hicimos crecer cuando la fortuna nos acercó a Ofelia, también proveniente de un clan nutrido, al que añadimos dos eslabones más con quienes agotamos la imaginación bautismal: Ofelia y Francisco.
Notas jubilosas y dolorosas, pérdidas terribles e incorporaciones entrañables. Mentía Carlos Gardel cuando decía que veinte años no es nada. Si los duplicamos y les llenamos con éstas y muchas otras vivencias veremos que en efecto, estaba equivocado.
Por supuesto, cuarenta años tratando de ganar el favor de los lectores, su confianza y persistencia, que sólo pueden ser retribuidas con las más sentidas gracias.