ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.
No, no me lo van a creer, pero así fue y así quedo registrado en mi mollera. Una incierta tarde caminaba en zig zags por la avenida Insurgentes para no chocar con la multitud personas que transitaban a esas horas, justo cuando el sol le cede la plaza a la luna.
De repente un gran perro, marca pitbull, me «escogió» entre el gentío y clavó sus enormes colmillos, quizá porque me vio distraído pensando que pensaba. Logré zafarme del pitkan y quedamos frente a frente, mirándonos fijamente, como diciéndonos: «Alguien no va salir vivo de este duelo de titanes».
El caminaba un paso adelante y yo retrocedía un paso y viceversa. Ambos medíamos la forma asestar el segundo golpe hasta el fondo. Él con los dientes y yo con mi chueca pierna futbolera. Intempestivamente le hice una cuauthemiña y con mi pata zurda y le pequé un chutazo en la parte que más duele. El pitbull se fue arrastrando las patas y otros adminículos…Y yo me quedé viendo el chorro de sangre que me corría a borbotones.
La gente empezó a aplaudirme por mi valerosa gesta y ese gesto me alentó a preguntar qué de quién demonios era ese hinche perro? Alguien me dijo que el dueño estaba en un taller, apuntado con el dedo de en medio en esa dirección. El taller estaba muy cerca del «lugar de los hechos».
De inmediato apuré mis pasos para encontrarme y confrontarme con el mecánico de marras, porque la culpa no era del perro sino de su dueño que no cuidaba a ese animal tan peligroso. Caminé unos diez metros y lo encontré con una llave en la mano: «Era un tipo como de dos metros de alto, con un cuerpo hecho en los gimnasios y lucía unos puños de hierro…Se le ofrece algo! -pregunto con una voz brava que cortaba el viento.
No, no señor, creo que ando perdido -le dije casi comiéndome cada sílaba con mis labios temblorosos- Y tiritando de miedo salí arrastrando los pies y en la cara llevaba la huella de la vergüenza, a tal grado que empecé a decirme cosas que nunca me entendí. Pero esa humillación no fue la peor, porque después hubo dos bochornos que hacen que un hombre se sienta el más desgraciado del mundo.
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Después de la mordida del perro y la humillación que me propino la presencia de su corpulento dueño, la cabeza me zumbaba como si la hubiera metido en una panal de abejas. Legué al «lugar de los hechos», abatido. Quedaban ahí personas que vieron mi pelea con el perro. Al verme empezaron a gritar: «Ahí viene el mordido». «Ahí viene el…»
Y usted no lo va creer. pero ya estaban ahí los de La Cruz Roja junto a una mancha de periodistas que se me echaron encima. Entre que los paramédicos me zangoloteaban y me limpiaban la mordida con algo que parecía lija, los reporteros me entrevistaban y me tomaban fotos a granel, como hubiera sido un rockstar caído en desgracia.
Yo me sentía ofendido y humillado, pues parecía que ambos grupos se divertían con mi desgracia. Uno de los gacetilleros me pregunto a la gacha:
«No le tembló el ‘deste’ cuando Pitkan lo arrastró? Y todos rieron a carcajadas, inclusive el paramédico que me estaba asistiendo. Me le quedé viendo al reportero , y en un arranque de impotencia morenista, le grite: «Pinche chayotero».
Pero todos esos dolorosos percances, fueron un juego de niños para que lo ocurrió al siguiente día: a ocho columnas publicaron en la sección policiaca: «Sexagenario (fulano de tal) fue mordido y arrastrado por un Pitbull». Ante esa agresión a mis derechos humanos, no salí de mi casa en en 30 días. No quería ser la comidilla de mis enemigos políticos.
Algún día les platicaré cómo me fue con la vacuna antirrábica, porque aún sueño que un médico, entre musculoso y no del mal ver, según las enfermeras, me persigue con una inmensa jeringa y…