Abuelitear es como haber cambiado nuestras alas por unas inmensas que arropan con dulzura y calidez a nuestros segundos vástagos.
Quizá este nexo de empatía se produce porque a esa edad empezamos a convertirnos en niños y en esa «larga travesía» nos vemos en ellos como si fueran nuestro espejo.
Por eso desde ese vínculo nace nuestro infinito cariño por nuestros nietos, porque desde ese irrompible lazo se yergue un corazón compartido entre ellos y nosotros.
Y los adoramos también porque evaporan nuestra horrible soledad, cuando nos abrazan y nos dicen con mucha ternura: «Te quiero mucho, agüe…»