ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.
Nos dijo doña María: “A ustedes no los van dejar pasar y menos si llevan una cámara fotográfica”. A chingá…, a poco está tan delicado el asunto, le contesté, así como de refilón, como disimulando la gravedad del asunto. “Pos nomás inténtelo y verán…”, nos dijo en tono retador; al tiempo que de sus pequeños ojitos salían lágrimas negras como las de aquel bolero cubano que cantó dolorosamente Compay Segundo. Doña María no nos desanimó, más bien encendió nuestra malsana curiosidad de saber qué estaba pasando en ese infierno, en ese averno que sirvió a Dante de inspiración para escribir la Divina Comedia 700 años antes.
Nos fuimos en pos del basurón de volada. Tras sortear hoyos y vericuetos que a veces parecía que nos llevarían a ninguna parte, por fin llegamos a las puertas del infierno. Un señor que la hacía de cancerbero, cuya imagen se parecía a la de san Pedro, nos dijo en tono perentorio: “Aquí nadie pasa, sólo los carros de la basura y los pepenador, y menos aún pasan lo que traen cámaras fotográficas, como ustedes”.
Su voz sonaba rasposa y lejana, como si viniera de ultratumba. Pero como sabíamos que la corrupción es el aceite que hace caminar a la desvencijada maquinaria de nuestra res pública, no sin los cuidados del caso, le ofrecimos al ñor una “corta” para que nos dejara pasar… Está bien, nos dijo, pasen, pero nomás no tomen fotos, al tiempo que se echaba nuestros cien pesos a la bolsa, no sin antes voltear a todos lados para cerciorarse que nadie hubiera viendo ese acto de lesa transparencia.
LA MARCA DE LOS ZOPILOTES.
Antes de emprender el vuelo hacia el vacío, le preguntamos al encargado de cuidar este pestilente secreto: “Amigo, cuál es la ruta más cercana para llegar al basurón”. Nos contestó sin mirarnos, con un dejó de ausencia, como si hablara solamente para sí mismo: “Sigan el rastro de los zopilotes, ellos lo llevarán hasta el corazón de la mierda”.
Alzamos la cabeza y vimos, no sin estremecimiento, una mancha de pajarracos que volaban con marcial donaire en un cielo amarillento, azuloso, gris, rojizo… Un cielo que tenía un parecido semejante al que nos deja ver Marte cuando Discovery Channel le entran las ganas de asustarnos.
Tras esa señal nos fuimos de tumbo en tumbo en un pequeño volkswagen, siguiendo el rumbo de los zopilotes que no solamente volaban a buen recaudo para no ser agredidos por los pepenadores, estaban también sembrados a flor de tierra comiéndose a perros, gatos y caballos que estaban tirados en el camino, salpicados de pus, de moscas y gusanos en toda su pestilente pelambre.
Ante esa imagen dantesca, mi compañero empezó a vomitar. Tuve que parar la travesía para que no guacariara mi bocho, que lamentable es ya una especie en extinción.
Al ver y oler la basca de mi compañero de armas, dos que tres zopilotes se abalanzaron a deglutirla, a pesar de las pedradas y patadas que les sorrajó entre ceja y oreja. Uno de ellos le pasó tan cerca de la cabeza que le dejó de recuerdo unas apestosas tripas de caballo en la frente. Presuroso intenté subirlo al carro antes de que lo confundieran con otra carroña, pero mi escarabajo estaba hasta los cojollos de moscas, al grado de que no cabía una más en su diminuta cabina.
A gritos y sombrerazos las mandamos a freír chuales. Tan violenta fue nuestra reacción, que una de ellas en la estampida se me escabulló en lo más profundo de la garganta. Mi ascómetro no soportó. A tal punto fue mi repulsión que me dieron ganas de hacer “gomitas”, pero me aguanté como los meros hombres, no iba yo a ponerle el mal ejemplo a un querido discípulo que bosquejaba una tesis sobre el basurón y sus beneficiarios.
LA LLEGADA A LA TIERRA DE LAS ÁNIMAS.
Ya repuestos de nuevo nos enfilamos hacia el basurón, pero como a los cien metros mi compañero de travesía me dijo, con una voz bastante apuñalada: “Por qué mejor no nos devolvemos y mandamos todo esto a la jodida…” No le hice caso, simplemente aceleré el bocho sin mayor contemplación, llevándome entre las llantas a perros, gatos y gallinas que estaban tirados en el centro del camino que parecía vereda.
Subimos una loma y luego, otra y de pronto ese valle de la ignominia se nos abrió como ramo de jacintos. Jamás en mi dilatada vida había visto tanta suciedad acumulada: había montones sobre montones de basura compuestos de vidrios volando sobre papeles, kotex en la boca de los perros muertos, plásticos chorreando de babas, de sangre, de mierda y de semen, esos sí adornados con gotitas del sereno de la madrugada. Y acá, allá y acullá humaredas de “pequeños” incendios que se combinaban con una peste irrespirable que nos produjo largos mareos y, no sé por qué, muchas ganas de orinar.
Debajo de una loma y sobre ese cochinero encontramos a más de 300 hombres y mujeres ennegrecidos por el polvo, la mugre, la peste y el olvido; pero detrás de su grisura parecían seres transparentes: tal vez la suciedad que los habitaba los había convertido en fantasmas: sus cuerpos y sus rostros parecían una versión corregida y aumentada de las peores escenas que Dante dibujó en La Divina comedia.
Y cómo no iban a parecer fantasmas si trabajaban sin ropa adecuada, sin botas, sin guantes ni mascarillas, ni… La verdad quien los arrojó a ese infierno como simples mujiks armados de garrotes no tiene madre; pues el basurón es prácticamente un símil de un campo de concentración donde todos los días la muerte tiene permiso para llevarse al panteón a sus pepenadores.
Pero siempre hay un punto de inflexión que le parte el alma del más templado en dos, en tres y, al mismo tiempo, en mil pedazos: en esa mancha de hombres, mujeres y, por supuesto, niños que se parecían al color de la basura que, como en el cuento de Juan Ramón Jiménez, jugaban bailando en círculos al ritmo de “Yo soy la princesa del conde de Oré, si usted no me quiere yo no sé por qué”.
Pequeñas princesas e imaginarios condes que jugando escondían la mendicidad que les deparaba un futuro sin futuro. A un lado de ese círculo de niños estaba una madre con un niño de meses dándole de mamar de su enjuto pecho, pero al mismo tiempo pepenaba plásticos que vendería por un plato de lentejas al final de su jornada. Y arriba los zopilotes revoloteaban sonriéndole a esa tragedia humana que se batía en ese muladar donde la esperanza de vida es una bagatela porque ahí la vida vale un cacahuate.
EL SILENCIO SE COMIÓ NUESTRAS PALABRAS
Habíamos ido a ese muladar a platicar con los pepenadores; pero cómo hacerlo carajo, si su circunstancia poseía una gramática que decía más, mucho más, que todas las palabras y palabrejas que en el mundo han sido. De qué hablar con ellos, chinga’o; de qué hablar…, porque en ese muladar todos los rollos salían sobrando; vaya, hasta las palabras más dulces podían haberse convertido en una ofensa Por eso avergonzados por nuestra ingenuidad tomamos las de Villadiego; porque de repente caímos en cuenta que si nos preguntaban qué demonios hacíamos ahí, tal vez nos hubiéramos vuelto mudos, aunque la huida nos evitó que nos volviéramos tartamudos; aunque a pesar ello pudimos a unos cuantos al punto del llanto.
En camino me acordé que Marco Antonio Escalante nos había platicado que la basura del basurón estaba contaminando los mantos freáticos, el mar, el aire y con ellos a todos nosotros. Nos dijo, en su conferencia, que la basura y el basurón nos estaban matando lentamente con su infección. Me gustaría decirle a este ecologista de a de veras, que ese averno, además, está matando a los pepenadores en caliente a ciencia y paciencia de las autoridades que, como todos los demagogos, enseñan una cara sonriente para que no les vean su sucia trastienda. Estoy muy enojado conmigo y con todos lo que, como yo, hemos ignorado este problema.
Cuando salimos del basurón más cabizbajos que un boxeador que noquean al primer raund, llegamos al pueblecito donde habita doña María. Como a veinte metros divisamos una larga cola que parecía compuesta por indigentes buscando un mendrugo, de esos que ofrecen los funcionarios de SEDESOL, para salir en la foto. Nos acercamos presurosos, pero tuvimos el cuidado de no aparecer demasiado visibles. Cual sería nuestra sorpresa: esa cola la conforman los pepenadores que, con costales repletos de diversos deshechos, iban a venderlos a una “oficina” del sindicato del ayuntamiento, pues esas porquería les fueron concesionadas por el gobierno para comprarles lealtad a cambió de un plato de lentejas. Por lo pronto, Mazatlán que se joda.