CUANDO LA ADOLESCENCIA NOS HACE MANITA DE COCHI.

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El Juanjo, el Ranges y yo nos hicimos amigos, justo cuando nuestras hormonas empezaron a hacerle manita de cochi” a las pocas neuronas que nos quedaban. La peor afrenta que nos prodigaron las cabronas hormonas fue, aunque usted no crea, despertar en las madrugadas creyendo que nos habíamos orinado, no sin enojo porque ya no éramos unos niños pa’andarnos ‘miando’ a esa edad. Pero, oh Dios, cuando nos metíamos las manos debajo de los calzoncillos, que a veces traíamos, nos sorprendía un líquido viscoso que nos erizaba la piel de miedo y de asco; porque aún no sabíamos que está explosión nocturna era un mandato de nuestra naturaleza que era tan inocente como nosotros en esas lides.

Cuando nos pasaba el susto y el asco, a escondidas íbamos a lavarnos el “cuerpo del delito” y a restregamos los calzones en el lavadero para que nuestros padres no se dieran cuenta que nos habíamos ‘vaciado’. Hasta después supimos que estos flujos nocturnos se llamaban ‘sueños húmedos’.

Nunca nuestros padres ni los profesores nos alertaron que a esa edad se nos venía el mundo encima. Nos dejaron solos en un tramo que nos produjo vergüenza, desolación y asco. Uta, si de perdida nos hubieran leído o explicado la novela ‘Relato Soñado’ del alemán Jakob Heinrich o nos hubieran pasado la película Malèna, quizá no hubiéramos sufrido tanto por nuestras hinchazones y devaneos.

Pero nos dejaron “colgados de la brocha”, porque a pesar de no haber pisado nunca una Iglesia, éramos hijos de la cultura cristiana que prohíbe el placer y sus fecundas como peligrosas delicias. Pero no nos vayamos tan lejos: vaya, tampoco entre el Juanjo, el Ranges y yo platicábamos de Eso, con mayúscula.

En cambio otras culturas, como la de la India, por ejemplo, fueron indulgentes y hasta permisivas con algo que es tan natural como el sexo y sus diversas manifestaciones. El Kamasutra y otros libros canónicos son un ejemplo de esta actitud. Esta apertura en la India terminó oficialmente cuando musulmanes invadieron ese país y después los colonizadores británicos, provenientes de la cultura victoriana, completaron la obra de los creyentes de Alá.

Dicho de otra forma: las religiones del Dios único prohibieron esta apertura en la tierra de Mahatma Gandhi. Pero la cultura tolerante de aquel país aún persiste en el seno de millones de familias hindúes, aunque por debajo del agua para evitar las infracciones de las autoridades.

Y aunque el Ranges era el más liberal de los tres, como dicen en los ranchos, sólo nos insinuaba que él sentía “cosquillitas” y “comezón” ahí, al tiempo que se apuntaba con el dedo índice a la bragueta. Pero por lo demás nuestro cuerpo anunciaba que empezábamos a vivir una nueva etapa: la voz se nos estaba haciendo ronca, nos habían salido granitos en la cara, nos empezó a salir bello púbico en la entrepierna y, lo peor, se nos venían encima unos ‘sueños diurnos’ que nos provocaban pavorosas erecciones que nos obligaban a buscar raudos y veloces algún lugar solitario para hacernos ‘justicia por nuestra propia mano’. En esta etapa andábamos con la sesera volteada pa’tras. Se nos venían visiones que nos traían todos atarantados.

Ahora de viejo me he preguntado cómo Piaget, Bruner y otros psicólogos educativos se atrevieron a afirmar que a esa edad estábamos listos para entender y trabajar con abstracciones y además que poseíamos las mejores condiciones para expresar nuestra creatividad… ¡Qué crimen cometieron! A contrapelo de esos “científicos” nosotros pasamos a cuentagotas el sexo año; perdón, el sexto año y el primero, segundo y el tercero de secundaria, siempre reprobados matemáticas.

En la prepa, off course, salimos arrastrando la cobija, y eso porque nos ayudó un profesor que era, a un tiempo, matemático, físico y químico. Parafraseando la rola “La de la mochila azul” de Pedrito Fernández, a esa edad no se puede leer ni escribir, se nos nubla la mirada.

Matábamos el tiempo que nos quedaba oteando aquí y a allá para alejarnos del tedio que el deseo insatisfecho procrea sin procrear; nos poníamos espejitos en los huaraches para verles los calzones a las chamacas, buscábamos rendijas en las casas para ver aparease a los recién casados; tratábamos de escuchar, insomnes hasta la madrugada y con un morbo al borde de una explosión de esperma, el rechinido de las camas y el alarido que producen los orgasmos…

Además el Juanjo, el Ranges y yo, fantaseábamos sobre improbables noviazgos y presumíamos furtivas sesiones de sexo cuerpo a cuerpo con bellísimas como inexistentes muchachas. En esa agitación de la hormona nos peleábamos por las revistas policiacas Alerta y Alarma, que traían en sus páginas “unas hermosas fotos en blanco y negro de unas mujeres que lucían sus cuerpos como Dios las echó al mundo, que nos servían de materia prima, me da pena decirlo, para masturbarnos.

En esa época casi todo lo que sentíamos, pensábamos y queríamos tenía relación con el sexo, tal vez por eso Freud dijo lo que dijo en sus tres ensayos sobre la sexualidad, sobre este demonio que nos robaba la quietud y las buenas calificaciones.