ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.
Después de que batió cada rincón de la casa, entre tropezones y choques con la pared y otros enseres que poblaban la casa, ésta quedó como si un tornado la hubiera azotado: quedo todo tirado en un perfecto desorden, por decir lo menos. Cuando oíamos los ecos de esa batida ya sabíamos que mi padre había perdido los lentes y ese pequeño gran incidente mordía su calma hasta trocarla en una peligrosa desesperación que siempre se desplazaba contra nosotros, sus vástagos, precisamente por ello mis hermanos y yo nos hacíamos bolita en un rincón con el corazón en vilo.
Cuando se dio por vencido le gritó a Ramón, mi carnal, con una voz de tenor que nunca tuvo en su ratos de sosiego: -Ramón, busca mis lentes, hazlo rápido con una chingada, y hállalos porque tengo que irme a trabajar…. El Monchy se lanzó raudo y veloz en pos de las gafas, pues sabía cómo se las gastaba mi papá cuando perdía sus “segundos ojos”. Sabedor de dónde perdía todos los días sus espejuelos, mi papá sus”. Empezó la búsqueda por el baño donde solía leer el periódico mientras sacudía el librío; en el buró donde los ponía a reposar cuando Morfeo lo llamaba a cuentas y en el ropero donde solía quitárselos para peinarse con vaselina y ponerse un poco de crema nivea.
En esas andaba mi carnal, cuando oyó un grito estentóreo hasta la empuñadura: Ramooooón, tráeme pinches los lentes con una chingada, tráemelos rápido porque si no te voy a dar una buena riatera…Mi brother empezó a temblar como un perro recién molonqueado, pues apenas le salió un aullido por respuesta: -Apá, es que no los encuentro donde tú siempre los pierdes y donde yo siempre los hallo. Mi papá le reviró como un león enjaulado: “Pues búscalos bien cabrón -le grito mi padre, ahogándose de rabia- y tráemelos inmediatamente porque estoy a punto de irme, y si me voy sin lentes voy a valer madres en el trabajo… Búscalos y tráemelos hijuelachingada, porque si no…
EL MIEDO NO ANDA EN BURRO.
Mi hermano empezó a hurgar debajo de la cama, arriba del ropero, en la caja de herramientas, porque mi jefe era mecánico cuando los carros todavía no traían computadoras. Mi brothers en esos momentos empezó a llorar a moco tendido, pues sabía de la “pela” que le pondría el ogro en que se convertía mi papá cuando perdía sus anteojeras. Entre limpiarse los mocos y las lágrimas con los antebrazos, arreció la búsqueda de los lentes en los lugares más inverosímiles: en el cuarto de los “tilichis”, en la casita del perro, detrás del espejo, adentro de la tele, que aún era en blanco y negro y en una cajita en la que mi jefe guardaba el dinero cuando de “capar la cochi” se trataba.
Muerto de miedo bajó a la planta baja de la casa que en nada se parecía a la Casa Blanca de la primera dama. Mi hermano iba más que resignado a recibir la doble cuota de cintarazos que le correspondían esa mañana. A la mitad de los escalones empezó a temblar y casi se le paró el corazón cuando me jefe le volvió a gritar desde el comedor: Ramón, Ramooón, ya deja de buscar los pinches lentes, cabrón, que no ves los traigo aquí en la mano, pendejo. Mi hermano todavía temblando, y se dirigió a mi papá para darle un abrazo. Cosas veredes, Sancho. Y no es que mi papá fuera un tipo de mala entraña, era simplemente un papá de aquellos tiempos, de aquellos días en que los a los niños eran entregados a la escuela con todo y “nalguitas”, porque en ese pleistoceno educativo la letra entraba con sangre.
50 AÑOS DESPUÉS
Cuando era más joven juré que jamás usaría esas prótesis de vidrio sobrepuestas en los ojos porque me avejentarían, y significaría perder rating en el mercado de piernas, y ello aunque tuviera la posibilidad de calzarme aquellos lentes ovalados que usaba John Lennon, pues esas anteojeras bien puestas le daban a uno cierta notoriedad, y hasta cierta distinción. Me decía recio y quedito que nunca me pondría anteojos, que prefería comprarme un perro que me condujera por esas calles de Dios, sin pecado concebido o hacerme de un perico hablantín que fuese diciéndome, sotto voce, por dónde ir por la vida sin tropiezos. Y heme ahora; y heme ahora, no puedo vivir sin espejuelos para ver en corto y en pocos días para acá para ver lejos.
A cierta edad, de cuyos años no quiero acordarme, cuesta menos comprar libros que comprar lentes para leerlos: porque su arquitectura es frágil y se quiebran no cuando les da la gana, sino cuando más se necesitan; pero también porque a determinada edad empezamos a perder la memoria y los olvidamos en cualquier parte, y jamás nos acordamos no en dónde los dejamos, si no en donde los perdimos. Y como si nuestras “lentejas” fueran un billete de 500 pesos, jamás nos lo regresan por más que nos vean buscándolos, como un buen sastre busca una aguja en un pajar. Y lo peor: cuando cansados de leer o tejer chambritas nos quedamos dormidos con los lentes puestos, y cuando despertamos los encontramos destrozados porque, o no hemos sentado en ellos o les hemos echado el cuerpo encima o, álgame la virgen, porque se nos caen al suelo y los pisamos cuando vamos raudos al baño, y nos truenas como si hubiésemos pisado una cucaracha. En fin…
LOS VIDRIOS QUE NOS DEVUELVEN LA VIDA.
Quizá esto no les pase a todos los que nos hemos vuelto betabeles; pero sí a los estamos a medio caballo entre ver muy lejos y tener muy poca luz para ver los detalles pequeños, sobre todo cuando nos asomamos a las páginas con letras, puntos y comas de 10 ó doce puntos, por esos signos sin anteojos nos parecen un montón de moscas que vuelan en reversa. Seguramente si nuestra vista fallara también a la distancia y nos levantáramos de alguna mesa, cama, presídium o de algún artilugio para organizar algún simposio, a la primera trastabillada por caminar casi en la oscuridad, nos devolveríamos como rayos a recoger nuestros lentes que hemos dejado olvidados por culpa del pinche alemán, que ya ha empezado a acecharnos en cada esquina.
Cuando la media ceguera se junta con una memoria que un día voló muy “alto” y ahora ha empezado a declinar en caída libre, los lentes de convierten en un artículo de primera necesidad, a tal punto de ser contemplado en la canasta básica o ser incluidos en el aumento de salario que está auspiciando por Mancera, el buen jefe del DEFE. Digamos entre bromas y entre serio, que cuando ese par de monóculos nos hacen falta caminamos por la casa a media luz, y en esa penumbra los cachivaches se nos deforman, y no pocos adquieren rostros dantescos que nos llenan de terror; pero también perdemos la noción de la distancia y nos pegamos cada golpe tanto en las espinillas, en la cabeza y en salva sea la parte por esa falta de gemelos. Cuando hemos perdido los lentes, pareciera que caminamos por un laberinto en el que se nos ha roto el hilo de Ariadna. Vagamos como sombras entre sombras, porque todo se nos vuelto sombrío. Hasta ahora he comprendido las furias de mi padre cuando perdía los lentes.
UN CHISTE DE LENTES.
Manuel, un gallego que fue al Japón, y se compró un par de anteojos de nueva tecnología, que le permiten ver a todas las mujeres desnudas.
Manuel se pone los anteojos… y comienza a ver a todas las mujeres al desnudo.
– Qué bueno, piensa, no sin esbozar una sonrisa,
Se pone los lentes: ¡desnudas!
Se saca los lentes: ¡vestidas!
– Qué maravilla, Dios mío!
Y así, Manuel regresa a España, loco de contento, a mostrarle a su mujer la novedad recién adquirida.
En el avión se siente un rey, viendo a todas las azafatas desnudas. Cuando llega a casa, se pone los lentes para ver a su mujer desnuda. Abre la puerta y ve a su mujer ya su mejor amigo en el sofá, desnudos.
Se saca los lentes: ¡desnudos!
Se pone los lentes: ¡desnudos!
Se los pone: ¡desnudos!
Se los saca, ¡desnudos!
Y Manuel, desanimado, dice:
¡Mierda!… Esta porquería ya se rompió!