Valenzuela marcó a nuestras generaciones

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FRANCISCO CHIQUETE

Orgullo de una nación, Fernando Valenzuela le pasó el tercer strike a Dave Winfield, el gigante que acababa de firmar un contrato de 23.3 millones de dólares, vigente por diez años, mientras el Toro de Etchohuaquila ganaba 40 mil dólares anuales, pago mínimo para un novato en Grandes Ligas.

Esa temporada -1981- Valenzuela ganó todo: la serie mundial, con los Dodgers, el trofeo Cy Young al mejor pítcher y una fama que lo persiguió toda su vida.
El Toro es una de esas referencias que marcan la vida de generaciones. La noticia de su muerte desencadenó recuerdos, referencias, pesares que muchos compartimos.

Hoy todos los cincuentones-sesentones desempolvaron anécdotas, presumieron saludos y revivieron encuentros fugaces con él. No es mi caso. Nunca lo entrevisté ni lo vi lanzar, pese a mi afición por el béisbol, pero sí viví con toda intensidad su temporada triunfal y el resto de su carrera, incluyendo la noche del sin hit ni carrera (que casi le empalmó el sinaloense Teodoro Higuera), y la indignación de verlo abandonado por los Dodgers, después que Tom Lasorda le exprimió el brazo sin misericordia.

Un efecto adicional de la noticia luctuosa fue su edad, yo suponía que le llevaba muchos años, pero sólo nos separaban cuatro, anotados a mi cuenta, por supuesto. Deportistas, artistas, creadores, van llenando espacios en nuestras biografías.

Muchos veteranos fuimos felices cuando el equipo de Los Ángeles retiró su número 34, y nos sentimos reivindicados al inicio de esta temporada, cuando lo llamaron a lanzar la primera bola del juego inaugural.

El Toro, con su sencillez, su parquedad, llegó a la Casa Blanca en un festejo del Cinco de Mayo, y el entonces presidente Ronald Reagan fue su traductor porque la prensa lo entrevistó en inglés, del que él no había aprendido una palabra. -Yes, he’s very proud, dijo Reagan a los periodistas, que esperaban al menos una frase de quien se apoderó de su pasatiempo nacional.

En México, por supuesto, su sola invocación generaba un tema de conversación. Una madrugada en que habíamos abandonado los cabarets de mala muerte que oficiaban como santuarios de la Salsa, llegamos a Garibaldi, en cuyo mercado los dependientes nos arrebataban a la pasada. Pásele, aquí está la mejor birria, pásenle paisanos.

-¿Paisanos? Le pregunté ¿usted también viene de Etchohuaquila? El mesero se paró en seco y con voz de asombro preguntó ¿de allá vienen? Y lo habría creído, pero mis amigos Víctor Cázares y Gerardo Arreola gritaron para que otro mesero itinerante les llevara unos bacachás puestos ¡y añejos! ¿Qué mayor chilanguismo que ese?