Impulsado por mis añejos usos y costumbres, al salir del trabajo me fui al campito de futbol que está en la esquina que hacen las avenidas Las Torres y la Rafael Buelna. Me senté en una banca de concreto aún caliente por los rayos del astro güero, y tiré mi vista de manera circular para licar a los miembros de dos equipos que se disputaban el balón, porfiados en meterlo en la portería contraria. Iban y venían, venían e iban, hacían piruetas que parecían fintas, chocaban, de raspaban, se resbalaban y se caían y, como si tuvieran un resorte en los músculos, al instante se levantaban, se sacudían y volvían a empezar a correr incansables como si nada les hubiera pasado, como si fueran tochis con las orejas pa’tras.
Y de repente salían unos balazos chanfleados rumbo a los marcos, y los porteros parecían pájaros uy uy uy, pues sus reflejos eran tan rápidos que parecía que volaban de una esquina a otra, como diciéndole al balón con sarcasmo: “Yo tengo una bola más que tú”. El juego estaba apretadísimo. Nadie de los que poblábamos la durísima gayola podía asegurar, a ciencia cierta, quién sería quién en este hermoso arte de la patada, por eso los fans de cada equipo en vez de gritar para impulsar a su equipo, se mordían emocionados las entretelas a golpe de retorcijones.
LA CONVERSIÓN DE FAN A FANÁTICO.
Al fragor de esa intensa e inmensa “guerra” deportiva empecé pensar, no sin nostalgia, que hacían como diez lustros que yo tenía esa velocidad, esa fuerza, esa enjundia y esos tanates para hacer brillar mi estampa en esas lides; sin perder el bigote, porque ni bigote tenía. Jugué sin descanso en todas las ciudades y villas de Sonora. Era un delantero que solía meter goles hasta con la cadera y ya no digamos mi pie izquierdo, que se había convertido en una metralla con mira telescópica, porque donde ponía el ojo ponía la bala/balón.
Pero este recuerdo prosopopéyico no me impidió, por los menos en 15 minutos, seguir paso a paso los incidentes de ese partido, hasta que mi mente se escindió, se partió, mas no se hizo bipolar; más bien se fundieron en una rara mezcla mis remembranzas y el cotejo deportivo, en donde una y otra eran una y la misma cosa, algo así como la cocorchata. Dicho en otros términos: me pasó lo que les pasa a los fanáticos fut, que es la escala más radical de los fans. Estos se encuentran refundidos en las gradas, pero sienten, viven, experimentan que están jugando ese partido, al que han esperado toda la semana comiéndose las uñas.
LA IMAGEN DE MI IMAGINACIÓN.
Zambullido en ese rol yo también empecé a jugar poniendo en juego mis cualidades, actitudes y mañas, de las que me regodeé hasta decir basta en los años sesenta. Y sentado empecé a danzar, a zigzaguear, a correr en diagonal, a cortar sus pases, a intentar filtrar el balón para clavar un gol, llamarle la atención al árbitro, empujar y meterles el codo a los contrarios, a subir y bajar sin femeniles desmayos a todo lo largo y ancho el campo y… Y de repente una señora, con cara de yo no fui que vendía cacahuates, me dijo. “Oiga, señor, se encuentra bien, pues parece que le pegó el Mal del San Vito, parece gelatina…. Y se me quedó viendo como diciéndome está muy ruco para soportar emociones tan fuertes.
De repente sentí que me había caído en la mollera un balde de agua fría. Volteé a mi alrededor para ver si alguien me había visto. Me levanté y empecé a caminar rumbo a mi casa, que todavía es del banco. En mi pedaleo se me vino el dolor del nervio ciático y empecé renguear como perro mordido por un bulldog. Caminé como un kilómetro con la cara llena de vergüenza y como dos kilómetros arrastrando la pata. Y pensar que todavía me faltan tres años para retirarme del viril deporte de la patada….