ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.
En esos tiempos de joda e incertidumbre, un día ocurrió algo que nos asombró. Íbamos caminando el Luisón, el Ranges y yo por una polvorienta calle de Navojoa. Tal vez porque nos habíamos hecho la pinta, porque la secundaria en que nos confinaron nos tenía hasta la coronilla. De repente oímos un sonido que nos paralizó: algo así como un tintintintintintí, largo, agudo y fuerte hasta decir basta, sin albur.
El luisón, más sorprendido que yo, me preguntó casi al borde de un ataque de nervios: Y qué chinga’os es eso? “No, no sé -le dije medio cabreado-, pero sentí que ese sonido me hacía cosquillitas en la sangre, en la carne y en salva sea la parte…” El luisón me miró de reojo medio enmuinado, y me dijo con esa voz de trueno que le distinguía: “Déjate de esas chulerías, vato; mejor vámonos para la colonia antes de que descubran que no fuimos a la escuela y nos peguen una chinga de aquéllas”.
Hasta después supimos que ese “ruido” era de una guitarra eléctrica que hacía la introducción de lo que se llamó en español el “Microscópico bikini” de Los Apson. Cuando conocí una guitarra eléctrica me sentí azorado, casi me pasó lo mismo que cuando conocí a Demetrio Vallejo. No me cabía en la mente, en mi pequeñísima mente campirana, que siendo ambos tan pequeñitos hicieran tanto ruido.
En el caso del líder ferrocarrilero, su voz se amplificaba en las gargantas de sus fans hasta convertirse en émulo del trueno de un rayo en el caserío de los pobres; en el caso de la guitarra, su trueno era y es de tal magnitud que, en las fiestas, había expropiado para siempre lo que nos caracteriza como humanos: la palabra; pero en cambio nos había dotado de una hipersensibilidad que hace hablar al cuerpo por todos los orificios de la piel.
Con el advenimiento esa la lira que se enchufaba, casi en cascada llegaron, junto con los vecinos de Cananea, los Rocking Devils, los Yaqui de Benny Ibarra; los Freddys, los Teen Tops, Los Johnny Jest, Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez, Manolo Muñoz, Angélica María, Rocío Durcal, Leo Dan, Palito Ortega, Manol Muñoz, Leonardo Fabio y Et Al. El ritmo de la música rockanrolera no provenía precisamente del cielo para domar los espíritus, sino del mismísimo averno, pues producía en la raza contorciones lascivas, aullidos orgásmicos y una multitud de gestos irreverentes que desafiaban al bando bando de policía y mal gobierno, así como a las no tan buenas costumbres que protegían al cuerpo de la concupiscencia y de otros hervores que agitaban con estridencia los malos pensamientos.
RAÚL Y SU REQUINTO ROQUERO.
En esos días de euforia roquera llegó a la colonia Raúl con su requinto a cuestas: cantaba y tocaba rock como los mismísimos ángeles del averno. De inmediato se convirtió en nuestro guía cultural: nos llevaba prácticamente en cueros a un recodo del río Mayo a oír una canción melancólica de los Apson que, en la parte más alta, decía más o menos así: “Qué más puedo hacer/ qué más puedo hacer/ no puedo ofrecer lo que no pueda cumplir, jamás/ debes comprender que nadie te ofrece maaaás…” Esa rola nos llegaba al fondo del corazón, pues ya andábamos de lurios con las muchahcas de Chucarit, Navolato, Navojoa y puntos intermedios.
Ni tardo ni perezoso Raúl- que para nosotros era el caballón- formó un grupo de rock con Joaquín, Amado Regino y el Ranges, que fue nuestra orgullosa carta de presentación entre la plebada. Había que haberlos visto tocar: eran la sensación de la Uni y la Normal, no había chica que no se les rindiera al primer acorde. A la distancia he creído que los Beatles les había copiado el estilo. Tal vez no sea cierto, pero cómo se parecían a los muchachos de Liverpool a ellos: en el escenario hacían sus mismos gestos, coreaban sus mismas voces y, en eso de la tocada, cimbraban sus liras con la misma enjundia.
Llegué a quererlos como a mí mismo, lo que ya es mucho decir, porque a quien más quiere uno es a uno mismo.
Pero Raúl nos enseñó también a vestirnos a la moda con pantalones acampanados y camisas a la cuello Mao, y a usar unos zapatos que daban la impresión que vez caminar, levitábamos: porque caminábamos, en efecto, tendiditos como torta de huevo entre el breñal con un pasito tun tun que a veces se nos culimpinaba toda la flaca humanidad que poseíamos, sin que por ello se nos aflojara totalmente el cuerpo, al menos a mí y al Luisón, y no sé si al Ranges… Raúl además tuvo la paciencia para darnos pistas para erizarnos el copete con toneladas de vaselina y también para quitarnos después esa grasa que en día se llenaba de polvo, ay, con shampoos traídos de la femenil China; que al principio nos resistíamos a usarlo, porque nos parecía una actitud de vil y elemental puñalería, que eran las ideas de aquellos tiempos en los que regía el machismo y la homofobia.
LO QUE RAÚL NO ´PUDO HACER RAÚL POR NOSOTROS
Cuántas cosas hizo Raúl por nosotros; hay, pero cuántas? Lo que Raúl no pudo por nosotros fue enseñarnos a bailar el Rockand Roll. Recuerdo que una tarde/noche nos habíamos convocado, un poco mosqueados, el chelín, el chito de doña Fernanda, el Pedro de don Miguel y el Luisón a una sesión de aprendizaje de rock. Y al ritmo de un tocadiscos empezamos a mover el “bote” con “Vente baby a bailar el twist/ una vuelta y otra más, la damos así//Un pasito pa’delante/un pasito para atrás/lo damos así… En esos lances al Luisón se le quebraban las caderas con tal sensualidad que la misma tongolele la hubiera rebasado por la izquierda . Y no está usted para saberlo, pero parecía que chaquira le había prestado su cachonda cintura y al parecer no solamente la cintura…
Todos percibimos, no sin arrobo, que el Luisón movía peligrosamente las nalgas, y no me acuerdo quién jodidos de la palomilla empezó a silbarle con tal enjundia, que parecía que le estaba chiflando a una de esas muchachas que pasan por las callejuelas produciendo dolorosas hinchazones.
El Luisón paró oreja, se puso rojo hasta la transparencia, y más ofendido que humillado, bufó un nunca jamás: ¡Que bailen esta chingadera los maricas; porque lo machos como yo, nunca lo haremos! Nos lo dijo con tal determinación, temblando de vergüenza, que asustó a la concurrencia, que no éramos nosotros mismos. Y así nos fue en los bailes: las muchachas que eran presas de nuestros devaneos y correteos bailaban con nuestros rivales en amores, pues los pudendos les acercaban el muslo aquí, allá y sobre todo acullá, y nosotros muertos de celos, milando simplemente como chinitos.
Pero decir que el Luisón fue el culpable de esa decisión es parcialmente cierto, si se piensa que el cristianismo ha penalizado a la carne hasta convertirla, casi, digo casi, en una especie pila del agua bendita, evaporando sus hervores a través de un racimo de remedios asépticos, en los que se combinan baños de agua fría serenada con margaritas; sesiones de pequeños latigazos en salva sea la parte para aplacar sus excesos; jornadas de trabajo calvinista hasta que las hormonas le rinda la plaza a las neuronas; aciagas prácticas de parpadeo frente al espejo para extirpar de los ojos la humedad de su lujuria; ejercicios en una raya de cal hasta aprender a caminar derechito para abolir las reverberaciones sexuales del paso zigzagueante; hacer gárgaras de meditación en las mañanas hasta lograr, como el buen Kalimán, que el espíritu le hiciera manita de cochi al cuerpo. Por supuesto todas estas terapias tenían que ser acompañadas, para garantizar su efectividad, con 20 padrenuestros y 15 avemarías.
ÉCHAME A MI LA CULPA.
¿A quién echarle la culpa de la pendejada del Luisón? ¿Al cristianismo que nos heredó creencias tan resistentes que en vez de pensarlas, nos pensaban a nosotros? Quizá sí, quizá no, pero desde aquel méndigo día nunca pudimos o quisimos bailar el surf del pájaro, el bule bule, la despeinda, simplemente nos conformamos con la versión más magra y dulzona del rock: las baladas románticas. Nos ensoñábamos con Invierno triste de Conie Francis, con Amor indio de los Freddys, Nunca me impedirás amarte de Leo Dan, Hoy corté una flor y Fuiste mía un verano de Leonardo Fabio y, por supuesto, todo el repertorio de Los Moon Ligh.
Con todo el rock hizo el milagro, bendito sea Dios, al liberar al cuerpo de su corsé victoriano. Con advenimiento del Rock cambió para siempre la sensibilidad de la raza, porque esa música no era para oírse, era para bailarse; no era para insuflar al espíritu, era la liberación del cuerpo porque en esa época venturosa entre más sentíamos el rock, más se nos erotizaba el cuerpo y entre más se no erotizaba el cuerpo, más sentíamos el rock en la carne, en la sangre y en salva sea la parte. No puedo dejar de recordar sin recogimiento estos lances libertarios, cuando me voy a tomar dos que tres cervezas Pacífico al Puerto Viejo y oigo es Lupe, lupita mi amor, yea, yea, yea, yeeea…, cantada por un sesentón que se parece tanto a mí, que no puede engañarme. He dicho.