Tercera llamada…¡Esquina… bajan! En cualquier lugar ocurre

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Ismael Estrella Guerrero.

¡Bajan, chofer…bajan!

El grito seguramente se escuchó hasta la calle, pese a que el camión urbano era manejado a exceso de velocidad, con el estéreo a todo volumen, el escape abierto ennegreciendo y contaminando el medio ambiente, además de las ventanas abiertas por que el aire acondicionado, por el que cobran un peso más, para variar, estaba defectuoso.

Al chafirete de la unidad le valió, es más, parece que le imprimió mayor fuerza al pie del acelerador.

Se sintió un leve jaloneo, de esos que arremangan cuando uno va sentado en una unidad motriz a la que le imprimen más rapidez.

El que manejaba el camión era un jovenzuelo, quizá no llegaba aún a los 25 años. El pelo ensortijado, con la camisa café de la alianza y cada vez que podía levantaba sus huidizos ojos para mirar por el retrovisor a los que íbamos de pie, por que todos los asientos estaban ocupados.

El camión traía fácilmente 50 pasajeros.

Veníamos como sardinas, pese a que existe un reglamento que les impide subir hasta determinado número de pasajeros. Les vale

El segundo grito fue más fuerte, sin que le hicieran caso.

El timbre tampoco servía, que quede claro.

Al tercer intento ya fue con madrazo, cabronazo y todo lo que se pueda decir.

¡Bajan hijo… de tú tal por cual!

Y el gritón tenía razón -un señor de edad madura, pelo entrecano, con pantalones de mezclilla, una camiseta de la institución que se dedica a la cultura en Mazatlán, y zapatos de esos en los que no se acostumbran ponerse calcetines- tenía tres cuadras sacando de su ronco pecho, como si fuera de tesitura bajo del coro del teatro Ángela Peralta, pidiéndole que se parara para bajarse.

Como pudo se acercó al chofer y casi en el oído le volvió a vociferar el consabido alarido que ya todos habíamos escuchado perfectamente bien. La mayoría de los usuarios mejor se reía, burlándose de aquel incauto que pensó que a la primera le iban a hacer caso. Que poco conoce de camiones urbanos. Seguramente ha de ser de esos tipos que se acostumbraron a andar en carro propio, aunque antes usara el democrático.

Cándidamente y con una sonrisa a flor de labios el tipo del volante volteó a verlo, extrañado de que alguien le faltara así al respeto,-han de saber que ellos son los amos y señores de las calles de Mazatlán y que ninguna autoridad correspondiente se atreve a tener la osadía de ponerle un freno definitivo a todos sus desmanes; al quebranto de las leyes; a pararse en donde les de su regalada gana o cruzarse las calles aunque no lleven preferencia, así como pitar con su escandaloso claxon cuando un osado automovilista se

atreve a pararse delante de ellos y echarle el camión a quien intente rebasarlo cuando son ellos los que van con el reloj de su tiempo retrasado-, “no lo escuché”, le dijo, con un claro gesto de burla en su rostro al tiempo que bajaba la velocidad y lo retaba a que se bajara, pero sin detenerse por completo.

A como pudo, el hombre cincuentón pegó un brinquito a la calle, no sin antes resignarse a lo que pudiera pasarle.

Se le notaba que tenía problemas en ambas rodillas por la forma en que caminaba.

Todavía no terminaba de bajarse por completo cuando el camión arrancó con más énfasis y casi lo arrolla- De no hacer una “verónica” a la Manolo Laveaga, uno de los 4 matadores que registra la tauromaquia de Sinaloa. Por cierto Manolo aún está en activo, En Europa- Y ni modo, que iba hacer, tuvo que apechugar y mentarle la madre otra vez. Pero ya nadie lo veía ni lo escuchaba.

Ni oportunidad de apuntar el número de camión tuvo por que no gozó del tiempo para ponerse los lentes.

Tampoco tenía buena vista.

El camión siguió su ruta, echando humo por su chimenea, dando tumbos y trotando cual amo de esas avenidas en las que mejor hay que hacerles caravana y ponerse de lado para que en su paso atrabancado no los vayan a arrollar.