OLORES O HEDORES, SEGÚN EL ESTÓMAGO Y El CREDO.
ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ
Cuando a Ruiz Cortines, Luis Echeverría y López Portillo, cada quien en su sexenio, lanzaron su engominado slogan llamado:”La marcha al mar” para que comiéramos más pescado o simplemente comiéramos pescado, en mi pueblo nomás de imaginarse comiendo ese bicho de olor indecible y pecaminoso hubo tres días de guacareo, una especie de diarrea por la boca, nomas de pensar que tendríamos que despacharnos esos animales tan escamados como malolientes.
Y el azar me trajo a Mazatlán. Cuando llegué a esta tierra venados en extinción, allá por mil novecientos quelele, todo olía es pescado: la tierra, el agua, el aire, la gente, las casas; vaya hasta los suspiros y las miradas tenían ese olor que nos recuerda que provenimos del agua, justamente por eso una parte de nuestras partes huelen a pescado. Y como había llegado de allende se chupan las piedras y todavía con un fuerte tufo de adoctrinamiento cristiano, el hedor mazatleco me provocaba náuseas y vómitos al por mayor.
Con el paso de los años medio me he acostumbrado a comer camarón y una que otra lisa asada, pero todavía no he podido culminar mi marcha al mar: como poco pescado y si no como nada ni me acuerdo. Confieso: sigo formando parte de esa inmensa mayoría de Mexicanos que no come los productos del mar, por más que las autoridades hayan hecho o estén haciendo programas para que deglutamos pescado al por mayor, tanto por su contenido proteínico como porque la pesca de camarón y atún están saturadas. Pero afortunadamente hice familiar lo extraño: ya no huelo, como hace treinta años, ese olor pecaminoso, tal vez porque ya me acostumbre, o quizá porque poco a poco fui tomando los dogmas del laicismo
PERO UNA COSA ES UNA COSA Y OTRA COSA ES OTRA COSA.
Pero a lo que nunca me acostumbré fue al fétido hedor de las guaneras, a esas calderas que conjuntaban la cocción del pescado, el derrame de su grasa y la putrefacción de sus “dentros”. Ese infierno a nadie de lo desié; vaya, ni mis peores enemigos políticos, aunque vale decir de pasada que se merecían una imersión en esa baba pestilente para que se les quitará la dura cabeza que traían de adorno en el pezcuello, para decirlo en términos de los marineros.
Como tenía un estómago de un alfeñique de 44 kilos, allá por las tardes, cuando uno empezaba a espantarse los mosquitos, el viento que se había ido montañas regresaba al mar, y con el se venía de raite ese hedor asqueroso, pues al primer contacto con él se te tambaleaban las canillas y se te aflojan todo aquello que no debía aflojarse porque entonces de te aflojaba todo, y cuando digo todo es todo y, como un pollo descabezado, empezaba uno a temblar como si le hubiera pegado un hipo cuate, que era el preludio de una vasca negriamarillenta que te vaciaba el estómago de frijoles y de los huevos que se habías comido en el día. Tan repulsivo era ese vómito que nomás de verlo y olerlo uno volvía a basquear lágrimas de sangre.
Tal esto que me pasó a mí, seguramente no les haya pasado a todos, pero ese infecto hedor de las guaneras, a mí me recordaba que, al allá en mi pueblo, ir al “baño” lo hacíamos de “aguilita, en unas letrinas que reververeaban de gusanos, porque la cal les hacía los mandados, pero eso era preferible a ir al monte porque un cochi hambriento podía arrancarte una nalga y salva sea la parte.. Y tipo por viaje: cada vez que iba al baño guacareaba la misma basca negriamarillenta que exudaba aquí en el puerto cuando las guaneras todavía podrían crear empleos para unos mexicanos que tenían en estómago a prueba de balas.
PERO LA PESTE ME PERSIGUE COMO A VECES ME PERSIGUE MI SOMBRA.
Me acostumbre al olor y a medio comer pescado y por fortuna las guaneras desaparecieron, y hasta llegué a pensar que mi peste sería la que soportaría por aquello que todos somos autocoprófagos, nos guste o no. Pero perro que come hocicos aunque le quemen los huevos. No habría descanso para este roble tan acostumbrado a respirar en la montaña. Lamentablemente no habría perdón ni olvido: la peste iba perseguirme, como perseguía a los europeos, en los tiempos en que Eugenio Sue situó su novela el Judío Errante.
Ahora me persigue la peste del drenaje, una peste que nos devuelve hasta el tiempo en que nuestras heces y nosotros éramos una y la misma cosa, hasta que el desarrollo nos pudo crear los esfínteres y detener esa hemorragia amarilla que, en tiempos de escasez, nos era tan familiar que nos la comíamos. Después vino el distanciamiento y con él el aseo y con el aseo se creó una separación: una cosa éramos nosotros y otra nuestros desechos, que a veces van a parar a las manos de los químicos. De ahí que esta escisión se halla creado una ofensiva frase: ¡Come Mierda!. Ofensa a la que el ofendido responde: ¡No te como nada!
Y quizá uno pueda aguantar, como nos hemos aguantado, la pestilencia del drenaje; pero me da náusea saber que nuestro desvencijado drenaje se ha convertido en avenida de ratas, cucarachas, chinches y moscas que, en noches en vela, van a la cocina y cuando sacude sus infectos cuerpos a tiempo que muerden la alimentación, hace que comamos lo que a ella sobra después hartarse en el comedor, por eso nos besan y nos acarician, nos cuelgan al cuello, cual torzal de fango, su viscoso aliento, su hez, su excremento. Y nomás de pensarlo se me vuelven a voltear a las tripas.