Recuerdos de Semana Santa: de Los Barateros al Maremoto

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FRANCISCO CHIQUETE

¿Qué recuerdo deja o remueve en usted la época de Semana Santa?

Para los antediluvianos de mi generación será obvia una respuesta: las baratas.

Las baratas era un nutrido tianguis de comerciantes de toda la República que venían ofreciendo lo mismo artesanías que ropa típica, alimentos regionales y hasta la incipiente fayuca, sobre todo con novedades muy menores. Había juegos mecánicos y mesas de cena,

Pero sobre todo estaba “el de las cobijas”, cuya intensa dinámica te llevaba de mirón curioso a entusiasta comprador. “Y mira, para que se animen, ponles otra cobija gavilana y si no te dan 50 pesos por eso, échales dos sábanas de algodón egipcio y unas toallas porque aquí sí se bañan, y si te pagan veinte,pesos más, les echas esta maravilla”, desplegando la cereza del pastel: una enorme combinación de colcha y tapete con un impactante estampado africano.

La más antigua ubicación que les recuerdo es la Plazuela del Burro, también conocida como Ángel Flores. Cuando los vecinos se cansaron de las incomodidades que produce el conglomerado, recorrieron diversos puntos, incluyendo la entonces solitaria calle Lola Beltrán, que todavía no se llamaba así.

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Mi recuerdo más antiguo de Semana Santa es una larguísima misa nocturna de jueves santo en Catedral, a la que mi abuela Teodora nos llevó a mi hermano Chito y a mi. Todo mundo llevaba botellones de agua, velas, palmas adquiridas el domingo previo y algunos cuadros de Santos. Las va a bendecir el padre, nos explicó doña Teodora para calmarnos.

En algún momento cerraron las puertas y el ambiente se puso muy denso, con el olor de los cirios ardiendo, el incienso quemado en el altar, las bancas atestadas de gente y el impedimento de levantarse a corretear -tendría cuatro o cinco años-, volvían cada vez más tediosa la estancia. Además todavía no había micrófonos en la ceremonia y la lejana voz del cura era casi inaudible. Todavía no me enteraba que el oficiante hablaba un idioma distinto llamado “latín”.

Regresamos a bordo de una araña. Ya no era hora de que nos regresáramos caminando de Catedral a la Montuosa, y menos cargando con las botellas de agua ya bendita. Vaya usted a saber si aquella experiencia influyó en mi alejamiento posterior de las ceremonias religiosas.

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Tenía 15 años cuando me quedé a dormir en la playa los días de Semana Santa. No fue precocidad fiestera, ni lunadas prolongadas, sino trabajo. Don Teodoro, amigo de mi padre, tenía concesionada una carpa cervecera y yo fui contratado para ser cubetero playero en el día y velador en la noche, aprovechando mi experiencia de cuentero en el estadio Teodoro Mariscal (cuántos Teodoros).

No le vendas ni una cerveza a nadie en la noche, porque aquí vas a tener a una bola de gente fregando y al último té van a asaltar. Fue la instrucción que recibí del dueño. Más me valió haber obedecido. Al velador de la siguiente carpa le pasó exactamente así, dibujado. Y seguramente fueron los mismos que me hicieron la llorona para que les vendiera unos botes, hasta que los convencí de que se habían llevado toda la cerveza y yo sólo estaba cuidando los envases.

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Ya en los 80 avanzados, el espectáculo fue ver al Obispo peleando con La Tesorito para que no se presentara en Mazatlán durante la Semana Santa.

Claro que don Rafael Barraza no fue a jalarse de las greñas con Laura León. Simplemente al día siguiente de anunciado el programa que encabezaba La Tesorito, salió el Obispo a decir que excomulgaría a todo aquel que asistiese, porque los días de semana mayor eran para conmemorar la muerte y resurrección de Cristo, y no para bailes con “esas mujeres”.

Los promotores se rajaron, por supuesto, y todos o casi todos nos quedamos con las ganas.

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Pero el recuerdo más impactante, que por razones naturales conserva cada vez menos gente, es el del Sábado de Gloria de 1964, el del famosísimo Maremoto.

La madrugada del 31 de marzo de 1964, las familias mazatlecas fueron despertadas por los carros de sonido de don José Luis Robles, famoso y estimado locutor comercial, que avisaba (cuando todavía no salía el sol), que debíamos ganar las partes altas, huir a la sierra, porque se aproximaba un maremoto de gigantescas proporciones.

Era una orden del gobernador, el recién estrenado Leopoldo Sánchez Celis, quien a su vez había recibido un trasnochado anuncio del gobierno federal. Hubo, en efecto, un terremoto en Anchorage, Alaska, y se levantó una ola por la costa del Pacífico que fue a reventar en Valparaíso, Chile.

Ajenos al hecho de que la península de Baja California nos servía como escudo, muchos mazatlecos tomaron sus coches y se fueron a la sierra de Comcordia; otros a los cerros de la ciudad, como Casa Mata, Loma Atravesada y hasta Cristo Rey.

Mis padres salieron cargando a su nutrida tropa de hijos y nos subieron a un camión de rodillas que el dueño puso a disposición de quien quisiera irse en él. Terminamos en la planicie de una huerta de mangos de El Venadillo porque la carretera estaba muy llena, tanto hacia el sur como hacia el norte.

El regreso fue angustioso para los que se fueron lejos. Por allá circulaba la versión de que Mazatlán se había acabado y se lamentaban de haber arrancado sin ir siquiera por la madre, los hermanos o los suegros.

La llegada fue un alivio porque se encontró todo igual, incluso a los muertos que estaban siendo velados cuando corrió el aviso.

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Usted tiene seguramente, recuerdos más interesantes, divertidos o peliagudos de alguna Semana Santa.