Como hijos pródigos de nuestro éxodo pueblerino llegamos muy plebes a la ciudad, o lo que parecía una ciudad, o lo que nunca sería una ciudad. A los pocos años nos convertimos en adolescentes. Y como tales hicimos de todo para sobrevivir: vendimos periódicos, limpiamos zapatos, trabajamos en comercios de medio pelo, vendimos tamales, limpiamos los vidrios de las trocas, los foringos, los fiat y los studebaker. Estos trabajos eran alternados con lindas chingas que nos poníamos en el campo pizcando algodón, desyerbando el tomate, regando el trigo, y todas estas faenas las hacíamos con un frío que nos quemaba hasta los huesos, o al amparo de un calor de 45 grados que ni López Obrador lo hubiera aguantado, a pesar que el prócer de Macuspana aguanta un piano y muchos más…
Como no teníamos porvenir, pero como tampoco lo sabíamos, nuestra adolescencia se llenó de fantasía leyendo a Chanoc y Alma Grande, Superman, El Libro Vaquero, los pasquines de Walt Disney, las novelas vaqueras de Marcial Lafuente Estefanía; todos esos folletines, por cierto, contaban hermosas historias en las que los buenos siempre le ganaban a los malos, tal vez por eso nosotros, desde aquellos días, ya éramos los buenos de la película. Aprendimos a enamorarnos con el lenguaje almidonado de lágrimas, risas y amor y los trillers de Corín Tellado; escuchando, además, las novelas radiofónicas nos hicimos un enorme callo para soportar con marcial donaire las telenovelas de televisa.
LA BALADA ROCK
Con el advenimiento de la lira que se “enchufaba”, casi en cascada llegaron, junto con los vecinos de Agua Prieta, los Rocking Devils, los Yaqui de Benny Ibarra; los Freddys, los Teen Tops, Los Johnny Jets, Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez, Manolo Muñoz, Angélica María, Rocío Durcal, Leo Dan, Palito Ortega, Leonardo Fabio, Jonhy Laboriel y Et Al, como dicen hoy los teólogos laicos, cuando le echan montón a un tema que está más sobado que el moro de Cumpas. El ritmo de la música rockanrolera no provenía precisamente del cielo para domar los espíritus, sino del mismísimo averno, pues producía en la raza contorciones lasivas, aullidos orgásmicos y una multitud de gestos irreverentes que desafiaban al bando de policía y buen gobierno y a las no tan buenas costumbres que protegían al cuerpo de la concupiscencia y de otros hervores que agitaban con estridencia los malos pensamientos.
El rock hizo el milagro, bendito sea Dios, de liberar al cuerpo de su corsé victoriano; cambió para siempre la sensibilidad de la raza, porque esa música no era para oírse, era música para bailarse; no era para insuflar las neurona, era música para insuflar las hormonas que, desde esa época venturosa, andaría uno como burro en primavera: por ello entre más sentíamos el rock, más se nos erotizaba el cuerpo y, entre más se nos erotizaba el cuerpo, más sentíamos el rock en la carne, en la sangre y en salva sea la parte. Como señala Dietrich Schwanitz:
El rockan roll simboliza el movimiento de liberación del cuerpo, porque los poderosos europeos lo habían reprimido (…) La reunificación de la música y el éxtasis se pone de manifiesto en el hecho de que la música se haya apoderado también de la cultura juvenil (…) Desde los buenos tiempos del rock los límites entre la música seria y la música ligera se difuminan1.
Y LLEGÓ RAÚL RAMOS.
En esos días de euforia llegó Raúl con su requinto a cuestas: cantaba y tocaba rock como los mismísimos ángeles del averno. De inmediato se convirtió en nuestro guía cultural: Ni tardo ni perezoso este caballón roquero formó un grupo de rock con Joaquín, Amado y Regino, que fue nuestra orgullosa carta de presentación entre la plebada. Había que haberlos visto tocar: eran la sensación de la Uni y la Normal, no había chica que no se les rindiera al primer acorde. A la distancia he creído que los bitles les había copiado el estilo.
Tal vez no sea cierto, pero cómo se parecían los muchachos de Liverpool a ellos: en el escenario hacían sus mismos gestos, coreaban sus mismas voces y, en eso de la tocada, cimbraban sus liras con la misma enjundia. Llegué a quererlos como a mí mismo, lo que ya es mucho decir, porque a quien uno quiere más en la vida es a uno mismo. Un memorable día alternaron con Mike Laure y sus Cometas, y los nuestros les sacaron, caballarmente hablando, como cuatro narices de ventaja, como el alazán al moro. Aquel abrió con el tiburón, tiburón/ tiburón a la vista y, los nuestros, con para qué me preguntas/porque me preguntas, para qué, por qué…
Pero Raúl nos enseñó también a vestirnos a la moda con pantalones acampanados y camisas a la cuello Mao, y a usar unos zapatos que daban la impresión de que levitábamos. Raúl además tuvo la paciencia para darnos pistas para erizarnos el copete con toneladas de vaselina y también para quitarnos esa grasa que se nos apelmazaba con el polvo salitroso que arrastraba el viento que venía del sur, ay, con shampoos traídos de la femenil China, que eran una pócima que, a decir verdad, nos resistimos a usar al principio, porque nos pareció una actitud de vil y elemental puñalería…
PERO RÁUL FUE TAMBIÉN NUESTRO GUÍA ESPIRITUAL
Pero Raúl hizo mucho más por nosotros: nos mostró que la senda de la convivencia no solamente era la santa pose de múltiples engaños y autoengaños, sino un diálogo que no
tenía más propósitos que celebrar con el otro la alegría de ser lo que éramos, sin ramplonas gazmoñerías. Este divo mitigó sin saberlo nuestros rescoldos existenciales, pero su sombra bienhechora fue como arrancarle a nuestros rencores la primera de las mil costras que recubrían su pus: fue entre nosotros, pues, una interminable gota de agua fresca caída en el fondo hirviente de un resentimiento que llegó para habitarnos hasta el final de los tiempos.
Y después se fue, pero nosotros lo seguimos viendo: porque nos dejó como recuerdo indeleble. Puedo jurar que Raúl era el mecías, porque una vez que hecho a los mercaderes de su propio templo habitado por las drogas, dedicánose en cuerpo y alma a sus feligreses, enseñándoles el camino del bien, cualquiera que este sea, al ritmo de su bella voz y su inseparable guitarra. A veces me he sorprendido platicando con él, cantando con él y, sin quererlo, me recuerda, al borde del llanto, a aquellos años dorados, y me viene a la memoria la sentencia de un tango que aúlla que la vida es apenas un soplo, porque estamos hechos de un tiempo que nos consume en el ritmo asesino del tic tac de los relojes. Lo volví a ver una noche hace treinta años, veía tocando con los matadores y cantando en lugar de Frankie. Hoy Raúl es un excelente concertista que alterna su flauta y su voz y sus inigualables composiciones.
LO QUE RAÚL NO PUDO HACER POR NOSOTROS.
Cuántas cosas hizo Raúl por nosotros, cuántas… Lo que no pudo hacer fue enseñarnos a bailar el Rockand Roll. Y no fue porque no lo deseáramos -lo deseábamos fervientemente-, pero nos daba mucha vergüenza mover las caderas como la Tongolele. Y así nos fue, las muchachas que eran motivo de nuestros devaneos y correteos, se la pasaban bailando en las fiestas con nuestros rivales en amores, y nosotros solamente veíamos cómo las estrujaban de pies a cabeza, cómo les metían las rodillas ahí…, cómo las tentaleaban aquí, allá y, sobre todo, acullá… Y nosotros, en efecto, solamente milando como chinitos, ahogados, por supuesto, de celos, de rabia, de impotencia, de…
Quizá por esta mutilación, nos dedicamos a soñar despiertos con invierno triste de Conie Francis, con amor indio de los Freddys, nunca me impedirás amarte de Leo Dan, con hoy corté una flor y fuiste mía un verano de Leonardo Fabio y, por supuesto, todo el repertorio de Los Moon Light, especialmente aquella canción que nos llegaba hasta el alma: Con la luna llena/bajo las estrellas/tú y yo nos juramos/un eterno amor, de verdad/y a través del tiempo/ te sigo esperando/y aunque tú no quieras/ yo te doy mi amor…
Por cierto el cantante de esta preciosa joya, Ricardo Sánchez, acaba de morir, y con él también yo he muerto un poco, porque a querer o no, he empezado ya a platicar en silencio, un silencio reverencial, con los muertos que vivieron en mi generación, porque nunca se sabe cuándo dejará uno este pinche valle de lágrimas, de risas y amor. Yo les recomiendo a mis contemporáneos que también hagan lo mismo, sobre todo porque cuando veas las canas de tu vecino felpar pon tu pinche calva a remojar…
Hay unas adolescencias duelen más que otras, la nuestra por ejemplo. No sólo nos persiguió la amargura por no aprender a bailar rock, lo cual en ese tiempo era una verdadera mutilación; sino porque a pesar de nuestro moderado aggiornamento, nuestros
padres jamás nos perdonaron que trajéramos copete, camisas cuello mao, pantalones acampanados, tenis superfaro tipo convers y, menos aún, que nos expresáramos con la jerga entre sexi, mojigata y ligera que era que la estaba de moda.