POR QUÉ ME DEJÓ EL TRANVÍA.

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Cuando la ansiedad se convierte en una inmensa boca que me engulle, me convierto en hiena y luego me transformo en un león que contraataca, pero, ay, sólo soy cordero que huye de su miedo; porque dentro de mi hay un mar que me ahoga, que me asfixia, que me seca el corazón.

Cuando la ansiedad me atrapa entre sus garras, el tiempo se detiene y mi mundo se congela, y aunque sé que todo cambia y todo fluye ¿por que, Dios mío, yo estoy paralizado?

Y es tanto mi temor que a veces lloro a carcajadas y a veces me río como loco de atar, y ese tropel risa se transforma en llanto amargo por donde fluyen lágrimas negras que me bebo para aliviar mi corazón reseco.

Mis noches son grises, amargas cuando la angustia me degüella se detiene el ritmo de mi corazón. Las horas son tan largas se que convierten en sogas que se me enroscan en el cuello y me arrebatan el aliento hasta el punto de la asfixia. Y sudo. Y tiemblo. Y mi sueño se volatiza, se vuelve humo, bruma, polvareda…

Y me quedo en las frías manos del insomnio que es el rostro oculto del alama envenenada, es lámpara sin luz que te hace pensar en naderías, que hace pensar en el imperio de lo irrelevante, que te hace no pensar en nada. Es en ese túnel sin fin que asoma la cara del suicidio.

Y para evadirme de ese monstruo que no quiero ver ni oír, me pongo a inventar arañas en el techo. Juego a la distancia con ellas. Me hablan y les hablo en un idioma que se expresa en la lengua del vació.

Al borde de la asfixia invento caras y máscaras que veo en las paredes, caras y máscaras que se ríen de mi, pero yo les parto su madre con sólo dejar de mirarlas, para ser acechado de inmediato por otras que me hacen un mil roqueseñales desde el hoyo negro de donde se asoman.

No, no estoy enfermo. El doctor me ha dicho que estoy más fuerte que un roble, pero qué sabe ese pinche biólogo de los entresijos de la mollera, qué sabe ese chalán que estoy sobreviviendo sin morir del todo, qué sabe que me aferro a ese trozo vida con uñas y dientes, aunque todos los días me desprecie cuando miro al espejo mis ojos somnolientos.

Cuando salgo de casa para abrazar los colores del mundo, todo me parece gris, de me dibuja un claroscuro que, conforme mi pila se descarga, se tiñe de negro. Y al punto de la náusea me devuelvo, rendido, exhausto, hecho giras, desfondado. Casi no puedo levantar los pies y los brazos, se derrumban, me tumban y siento que alguien me ha cortado las extremidades.

No soporto los discursos patrióticos de mi padre y el lenguaje amargo y dulzón de mi madre. Y menos aún los desplantes dizque atléticos de mis hermanos que, enfrente de mi, se ponen hacer ejercicio cuando yo estoy desmayado, alicaído, yerto. Y por ello les grito en silencio: “¡Qué falta de respeto, hijosdesupinchemadre!

Me encabronan mis sobrinos que, en las horas pico, gritan, chillan, brincan, corren, ríen, tumban, corretean y… pero molestan los regodeos del perro que persigue al gato, que persigue al ratón, que persigue el queso y que al día siguiente me como lo que queda, a cuentagotas, con asco, y no pocas veces esa ingesta me provoca un vómito amarillo y pestilente.

No, yo no era así; no, no era así, pero no recuerdo cuándo me convertí en esta momia envuelta en esta mortaja que aprisiona, de la cual no puedo salir. No, no sé cuando me convertí en un muerto viviente en el que no me reconozco; pero soy yo. Soy yo, pero ya no soy yo.