ELIO EDGARDO MILLÁN.
En estos días de encierro que me parecen eternos, y no es que sea como el callejero de Alberto Cortez, sino porque una cosa es que uno se encierre haciendo uso de su libérrima libertad y otra es que uno tenga que enclaustrarse para no morir del todo. ¡Ay vida, a veces me hundes en las profundidades del sufrimiento, pero lucho por conservarme porque no me queda de otra, aunque a veces…” Y digo aunque a veces, porque ya me cansé del mito de que nuestra vida es imperecedera y porque en mis andanzas por calles, callejones y callejuelas, jamás encontré la forma de recobrar el edén perdido.
Y en estos días nublados, al filo del precipicio, al pie del abismo por la zozobra que nos provoca estar frente la guadaña de la muerte, casi cayendo en las pinches garras de la “peste”. Y a veces me corren las lágrimas al pensar que probablemente ya no tendré la dicha de abrazar a mis hijos y a mis nietos, por los cuales tengo el corazón a la izquierda; pero también para invitar a mis mejores amigos a tomarnos una cerveza Pacífico a la fonda del insigne e inteligente Chalío.
A ese lugar donde los mitotes y las verdades no corren y cuando no corren, vuelan; pero contengo porque sé tengo que salvar el pellejo y, aunque usted no crea, en las horas pico de la desesperación, que no desesperanza, me amarro a la cama para cumplir las ordenanzas del vilipendiado López-Gatell.
Cuando vago por el mundanal y aterrador silencio, y no existe siquiera un perro con quién hablar, quisiera largarme a Quetchehueca, mas de repente mi “Detente” me detiene, al mandarme unos terribles calosfríos que me muerden, me arañan, me paralizan, me hacen manita de cohi y me grita: “Tate” sosiego, cabrón, porque aunque yo estoy contigo protegiéndote del enemigo, pero sino quieres ‘estirar la pata’, tienes que hacer Susana distancia en el encierro.
En esos momentos de agobio y claustrofobia quisiera ser el presidente López Obrador, para andar por lados y laderas desafiando el destino de frente, pero no tengo su reciedumbre Moral que lo hacen inmune al contagio del mortal coronavirus.
Ante esa orden terminante me quito los huachaches o mis botas sonorenses; y no sé porque ante esos decretos draconianos de mi “Detente”, me atrapan los recuerdos de mi niñez. Me veo caminado por los charcos, nadando en los canales, explorando los sifones, trampeando a los camiones que iban pa’Cajeme, entre otras pillerías, y siento otra vez la “dulzura” de la voz de mi madre que, con una vara de algodón recién afilada, me tundía a varejonazos por poner en peligro a mis hermanos y a mi mismo. Pero después me reconciliaba con ella, sobre todo cuando limpiaba el frijol, que en ese tiempo no tenía gorgojos, hasta que los inventó el nuevo inquilino del Palacio Nacional.
No quiero decir por hombre cosas que mi’amá me dice en mis largas noches de desvelo. Ella me suplica que me vaya con ella, que necesita verme, abrazarme y besarme, como lo hacía hacen sesenta y tantos años, y casi me convence, pero cómo dejo a mi familia que también son mis ojos, unos ojos que suelen esconderse tras mis lentes y mis lágrimas.
Ante esa dolorosa disyuntiva me he dicho, que la muerte decida el día de mi partida, pero no en esta etapa del coronavirus, porque no ha de llevarme la parca por los errores de los aprendices de brujo que han disparado una terrible crisis del sistema de salud. Presiento que mi mama tiene que esperar, porque quiero morir de cara al sol y para me entierren debajo de un árbol, donde me pise el ganado. He dicho…