ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ
Cuando salí del rancho había que caminar una senda en el que no hay que dar un paso atrás ni siquiera pa’ tomar impulso. Atrás quedaba el hambre y la desolación, pero también los días más felices de mi vida al lado de la Félis. En el horizonte nos esperaba el progreso, como decía mi papá, un progreso que se transformó también en hambre, desolación y extrañeza que se coagularon en mil lágrimas amargas. Antes de irnos sobrevivíamos del autoconsumo de las yermas tierras que abandonamos, para después sobrevivir de un mísero salario trabajando de sol a sol. Nuestros padres poco a poco se los fueron acabando por las largas jornadas, siempre muertos de cansancio y de sueño, porque necesitan las siesta para reponer sus fuerzas como hacían en la hamaca del ejido.
Las mujeres que se quedaban en los “chinames”, sobre todo las madres, que sobrevivieron a su pesar; que pervivieron a la nostalgia, y tuvieron el tiempo para contar su infortunio a través de un lenguaje que adquirió el rostro del silenció; porque hablaban sin hablar para no entristecer más a sus pesarosos maridos, que en el aterrizaje de su forzada inmigración les había pegado un estreñimiento que ni la candelilla podía curársela. Se comunicaban entre ellas con los ojos. Y ese juego de imágenes y espejos solían derramárseles las lágrimas con las que reflejaban su infinita tristeza, que luego podían disimular acusando al humo de la hornilla de haberles sonsacado esas gotas de lluvia en las que suele ahogarse hasta el alma más templada.
La que no soportó el tráfago de aquella travesía fue mi pobre madre. Sé que murió de tristeza, por más que el médico de Quetchehueca haya jurado y perjurado que quién le arrancó la vida haya sido una brutal septicemia hemorrágica, porque en aquellos tiempos de infortunio aún no llegaba la penicilina para los pobres que estábamos hacinados en las barracas de los campos agrícolas. Yo sé que la mató la nostalgia, porque desde que dejamos el rancho, poco a poco se le fueron cerrando aquellos enormes ojos negros hasta que ya no pude asomarme por ellos a su enorme corazón, a ese corazón gigante en el que sequé mil veces mis lágrimas de niño.
Aún la recuerdo en su lecho de muerte como si fuera hoy. Su boca entreabierta dibujaba la misma sonrisa que cautivó a mi papá aquella tarde de crudo invierno cuando sus infortunios se cruzaron para siempre a la vera de un empaque. En esa noche de múltiples desvelos su pelo de mate brillaba intensamente. Lucía un peinado de diva adornado con una peineta y un reboso que semejaban la negra brillantez de sus hermosos ojos. Mi madre esa noche estaba rodeada de flores, de rezos y lágrimas. El día que la enterramos mi papá le cantó Ojos Negros de la Trova Yucateca: “Morena no impidas/ que tus ojos negros/ sonrían al hada de la ilusión/ déjalos que rían; déjalos que canten/ ellos mi cielo, ellos son mi Dios… Se la cantó con un sentimiento parecido al de un mendigo en invierno que le implora a Dios que se lo lleve antes de que sea devorado por el frío inclemente.
Esa noche mi papá lloró como si se le hubiera quebrado el corazón en mil pedazos, tal vez porque el sentimiento de culpa estaba haciéndole manita de cochi, pues desde ese día no pudo sacarse de la cabeza que fueron sus borracheras las causantes de la muerte de la autora de mis días. Por cierto, mi abuela nunca creyó que mi madre había muerto, todavía a los cinco años de su deceso platicaba con ella todas las tardes y le daba consejos. Una de esas tardes de la cual no quiero acordarme, le espetó a rajatabla: ¿O nos vamos pa’ Sinaloa o te dejó sola en este pinche infierno? Tal vez mi madre la hubiera seguido, pero necesitaba quedarse a cuidar a mi hermano menor que siempre creyó, hasta el lecho de su muerte, que mi madre un día volvería para consolarlo en aquellas noches en que la soledad le dolía en lo más profundo de su corazón de huérfano. En esas noches de angustia solía llamarla desesperadamente con un gemido que nos partía el alma a todos.
II
A más 50 años de la muerte de mi jefecita, he empezado a sentir una enorme compasión por los niños que se ciñen desesperadamente al lecho de su madre, porque seguramente un día se asomaron a los ojos de un huérfano y vieron en ellos el vacío, la deriva existencial y se vieron sin madre, sin Dios, sin nada… De ahí su temblor y su insomnio, de ahí sus febriles abrazos, su río de lágrimas. No debo dejar en el olvido algo que después definiría mi vida para siempre jamás: Me gustaba acercarme al regazo de mi madre cuando estaba limpiando frijol, porque me cantaba una canción que me partía el alma, pues me hacía sentir que volvía al momento en que ella y yo éramos una y la misma cosa y un sentimiento de completud recorría mis entrañas: Me abrazaba desesperadamente ciñéndome a su pecho, con tal fuerza que siempre escuche latir su corazón de niña.
Luego me separaba de sí un poco para verme a los ojos, al tiempo que me decía algo incomprensible: “M’ijo, cuando seas grande vas a hacer artista, porque son muchas las personas que te habitan…” Es que yo en esos tiempos hablaba mucho conmigo como si fuera otro, y me preguntaba cosas y me las respondía con la mayor naturalidad, pero además en ciertos días de luna atravesada podía silbar a tres voces, como cuando el viento les sopla a los caracoles en las blancas aguas de las playas perdidas de Guerrero Negro. En una de esas mi jefe escuchó la profecía de mi jefa, y dijo algo para sí que se oyó en toda la casa, porque lo que prorrumpió se escuchó como un quejido: “Qué artista ni que chinga’os, lo que tiene el buky es un “sonambulismo” que se le viene de día y se le complica de noche…”
Unos de esos días de asedio de mi padre, mi tío Chémaly dejó de tocar con su lira El Güerequi, que era la única canción que se sabía, para atajar a mí papá cuando me zangoloteaba del pescuezo como a un pobre guíjolo navideño para que no hablara solo y a tres voces. Le dijo recio y quedito: “No maltrates al muchacho, a la mejor hasta te sale igual de imitador que los polivoces…” Un día de esos días de ahogo existencial, especialmente porque no podía quitárseme la “enfermedad”, mi papá me llevó a rastras a Huatabampo pa’ que me “viera” el doctor.
Caminó conmigo en brazos como 12 kilómetros. Cuando mi papá trató de explicarle al médico los síntomas de mi enfermedad, le temblaron los labios, apenas pudo pronunciar unas cuantas palabras. Le dijo casi como un aullido: “Mi hijo se está volviendo loco…”. Se lo dijo con los ojos bañados en lágrimas. Cuando volvimos de Huatabampo, mi mamá me estaba esperando a la orilla del camino. Me arrancó de tajo de los brazos de mi papá, y le dijo con mucho rencor: “Si vuelves a decirle loco a m’hijo, te dejo y me lo llevo donde tú nunca vuelvas a verlo. Esa sentencia se la expresó caminando conmigo delante de él. Pero en un santiamén de dio la vuelta y lo encaró frente a frente: “Y es la última vez que te lo digo, cabrón” Mi papá trastabilló y se llevó las manos a los ojos y empezó a llorar como un niño.
Me he preguntado toda mi vida si por esta “falla técnica” que me ha perseguido, abracé el marxismo, especialmente aquella parte donde el Viejo Topo se lanza contra la división del trabajo social, pues en ella afirma que en el comunismo los hombres seremos poetas, pensadores y trabajadores en diversos momentos del día; y no precisamente esquizofrénicos o bipolares como postulan los aprendices de la psicología que huele rancio cartesianismo…