Ni en el bendito
MARIO MARTINI
Los mexicanos tenemos muchas formas de ser y hoy quisiera utilizar este espacio para tratar un aspecto de la vida nacional que nos es bastante conocido: la incredulidad sistémica de todo lo que huela a gobierno. Tenemos ejemplos a morir.
Muchos mexicanos creen que Pedro Infante no ha muerto, que al avión de Juan Camilo Mouriño lo tumbó el narco con un misil árabe; que el Mario Aburto de la cárcel no es el Mario
Aburto de Lomas Taurinas que disparó a Colosio; y, por supuesto, que “el chapo” Guzmán no es el “chapo” Guzmán que, como Salvador Allende en La Moneda de Chile, hubiera agotado hasta el último cartucho antes de sufrir la vergüenza de entregarse vivo. Para estos y otros asuntos de interés colectivo hay explicaciones fantásticas, propias de la novela de ficción.
Para sus fanáticos, Pedrito no andaba contrabandeando casimires ingleses en su avión Hércules y aunque los peritos de la época confirmaron la identidad con la esclava encontrada en el lugar del siniestro con su nombre y corroboraron que el cadáver presentaba una placa de platino en la cabeza, injerto de un accidente anterior, millones de sus adoradores negaron que se tratara del mayor ídolo de México, quien cansado de tanta fama, asedio de mujeres ansiosas y el reclamo de paternidad de un montón de hijos naturales, prefirió hacer mutis y fingir su propia muerte.
En el caso de Colosio la trama es igualmente extraordinaria. En el tránsito de Lomas Taurinas al centro de detención cambiaron al verdadero criminal para protegerlo desde los más altos niveles del poder político que supuestamente ordenó el magnicidio. Al chivo expiatorio, un tipo sin oficio ni beneficio, le ofrecieron dinero bastante para que purgara la sentencia del verdadero criminal.
Cuando los peritos de la Procuraduría General de la República y algunos despachos internacionales expertos en aeronáutica confirmaron que el Jet Lear de Juan Camilo Mouriño, secretario de gobernación y seguro sucesor de Felipe Calderón en la presidencia de la república, fue desestabilizado por la tremenda turbulencia de un enorme jet 727, los mexicanos esparcieron, con la certeza de la ciencia, que la aeronave fue derribada por el crimen organizado con un misil tierra-aire de primera generación, de los que utilizó el ejército norteamericano en la guerra quirúrgica “tormenta del desierto” en Medio Oriente, la primera en la historia de la humanidad que anunciaba con antelación la transmisión televisiva de los bombardeos.
Con antecedentes y hechos suficientes para no creer absolutamente en nada de lo que el gobierno mexicano anuncia, los mexicanos tenemos nuestras propias conjeturas sobre los episodios estelares de la vida nacional. No es por supuesto excepción la eficaz y pacífica captura de Joaquín “el chapo” Guzmán, el hombre más buscado por todas las policías del mundo. Abonan a la incredulidad nacional las insulsas circunstancias en que la detención fue transmitida en los medios de comunicación, como si se tratara de un carterista del Metro de la ciudad de México y no del criminal que superó en toda la línea a criminales históricos como Alphonse “al” Capone y que estuvo a la altura de Osama Bin Laden, quien tuvo la osadía de cometer el mayor agravio a la sociedad estadounidense al derribar de dos avionazos el más importante símbolo del poderío occidental.
Según la información difundida por los gobiernos y medios de comunicación de México y Estados Unidos, a Guzmán Loera lo agarraron técnicamente como al “tigre de Santa Julia”: haciendo del cuerpo, acompañado solamente de su esposa, sus dos hijitas gemelas y un par de señoras de la servidumbre. ¿Dónde estaba el círculo de seguridad que lo mantuvo vivo y lejos del brazo de la ley por casi 3 lustros? ¿Dónde las granadas de fragmentación para inmolarse antes de
volver a prisión? ¿Dónde el moderno arsenal para aguantar un ataque por semanas? Dicho en términos mediáticos, la captura no tuvo chiste y como no lo tuvo es casi seguro que se trate de un montaje cinematográfico para bajar presión a la exigencia de las agencias antinarcóticos estadounidenses y complacer a la Comisión del Crimen de Chicago que en su larga existencia de 94 años lo etiquetó como el segundo enemigo público número 1, después del gángster Capone.
Ocho de cada 10 sinaloenses consultados para este artículo, aseguran que “de ninguna manera es el chapo”, pues no es lógico que el gobierno mexicano encarcele a quien pacificó los estados más violentos del país y replegó casi hasta el exterminio a los sanguinarios “zetas” y sus adláteres. Este pensamiento embona en la natural veneración ciudadana hacia quien desafía al poder constituido y eventualmente lo vence. Para muchos, “el chapo” es motivo de orgullo nacional e incluso algunos pensadores profesionales lo ponen como ejemplo internacional de éxito empresarial que, con muchas similitudes a la historia de Rockefeler, empieza con la venta de naranjas de puerta en puerta y termina compartiendo espacio en Forbes con los multimillonarios del mundo Carlos Slim y Bill Gates.
Sólo así podemos entender la convocatoria de un grupo de ciudadanos de Culiacán –la “Chicago” sinaloense, cuya pacificación muchos atribuyen al “chapo”- para tomar las calles en una singular manifestación, tal vez incómoda y fuera de lugar, para pedir por la salud y bienestar del mayor criminal sinaloense de todos los tiempos.
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