En tardes perladas de azul un espíritu parecido a la nostalgia se precipita en cascada hasta el fondo del desfiladero para transfigurar, como en los sueños de un final feliz, los terribles dolores que nos provocan aquello que no fuimos, lo que quisimos ser, lo que ya no seremos…Es un recuerdo que no pide permiso a la memoria, simplemente emerge sin diques ni amarras cuando la vida se ha nos ido por la inmensa coladera del tiempo. Se diría con resignación que ese efluvio en un alivio para los viejitos, porque sin este velo quedaríamos sin reservas para soportar el dolor de ver pasar el mundo y sus encantos sin ninguna ilusión; porque sin él, recalcarían, arderíamos en una flama que nos arrancaría el aliento y, que no pocas veces, nos obligaría a buscar, sin querer queriendo, el cebollero para cortarme el pescuezo.
Tal vez ese tipo de nostalgia sea un mecanismo de defensa que procura mantenernos ocupados mascullando remembranzas con el objeto de llenar el hoyo negro que se abre sin retorno una vez que la existencia empieza a adquirir perfiles “vegetales”; es decir, cuando todo lo quieres, pero ya nada puedes y, sobre todo, cuando ya no debes querer. Parecería excelente este consolador involuntario, porque nos permite a los viejillos sentir que la vida está en otra parte, como diría Kundera. Cuando me doy cuenta que ese consolador me atrapa entre sus garras, porque mi “alter ego”, tan exhibicionista y boquiflojo, está tramando un discurso para contarles a mis nietos que un día fui Juan Camaney, entonces me rebelo y lo mando a la jodida, no sin remordimientos. Y entonces no puedo evitar releer una carta que me mandé a mí mismo.
MIS DÍAS DE GLORIA QUE MUCHOS FUERON DE INFORTUNIO.
Si me vieras ahora, después de 2 años recluido en un pinche cuartucho, no creerías que soy yo. Yo mismo no me conozco; de verás, parezco ni pinche sombra de aquello que un día fui. Seguro que me recuerdas de joven. Te consta, era un pinche torazo; de esos que ya no hay en la pampa, de esos que salen a matar al mamut de la burguesía sin perder el bigote. Tú sabes que no alardeo: en esos tiempos era chingonsísimo. Acuérdate que en esos días de ilusiones febriles no dejaba a una sola compañera pa’comadre, porque entre más hacía el amor más ganas me daban de hacer la revolución, como dijera un clásico… Y mejor aún, vato, me echaba hasta 35 mítines relámpago con una voz que no parpadeaba por más fuerte que fuera la arenga. Además podía atender en una sola noche 15 comités de lucha sin pestañear, y recitar con marcial donaire el Qué Hacer y Quiénes son los enemigos del Pueblo…, de mi padrecito Vladimiro Lenin. ¡Qué tiempos los del 68 y los años que vinieron después!, ¡sí, qué tiempos aquéllos!… Pero ahora me estoy muriendo, cabrón…
Y por cierto, hasta hace unos pocos días supe realmente lo madreado que estaba, porque una cosa es suponerlo y otra es saberlo a rajatabla. Verás, uno de estos días uno de mis nietos me trajo a regalar un espejo, y cometí la pendejada de verme en él. No los vas a creer, cabrón, lloré a carcajadas…Lloré a moco tendido hasta que ya no quedaron más lágrimas en este pobre corazón de huérfano. Y no era para menos: en vez de aquella feis encantadora, sólo me queda un puño de arrugas que semejan la imagen de un huevo podrido; en aquéllos ojazos que hipnotizaban a las chicas, quedábanme dos hoyos negros y rugosos que lloran al destino sin sentir ningún dolor. Y mi nariz romana, que pudo haber sido declarada monumento histórico de la humanidad, se ha achatado hasta convertirse en un promontorio de no sé qué pinche mierda, y eso que nunca probé una gota de alcohol… Y mi boca hoy carece de comisuras como si me hubiera comido los labios, al punto que babeo cuando hablo, cuando callo, cuando lloro y… y la panza, cabrón, ay la panza, la tengo tan culimpinada que me avergüenza recordar que enronquecí gritando en las manifestaciones: ¡Burgueses güevones, por eso están panzones!” a los pobres viejitos que sesteaban en las banquetas por las tardes. Pero mi tragedia mayor es que se me complicó la diabetes con aquel balazo que me dieron en la rodilla los putitos de la Brigada Blanca, hasta punto de que me hayan cortado la corten la rodilla futbolera. Y ahora tengo unos sueños horribles que ni yo mismo me atrevo a contármelos a mí mismo, al punto que he contratado un psicoanalista para me arranque esas pesadillas.
LAS CHINGADERAS DEL PSICOANALISTA.
Después de buscar a un terapeuta, él me encontró a mi apara mi infortunio. Un día que andaba chuequeando por las calles, un sujeto me dijo: ¡¿Cómo está el amigo de mis correrías revolucionarias?! De inmediato sentí que el corazón se me salía del pecho: no me acordaba quién demonios era el tipo que me estaba saludando de esa manera. Al borde del temblor revise la lista de mis amigos y enemigos políticos… y nada. Al ver mi turbación, como si gozara de mi desconcierto, me dijo, viéndome ahora directamente a los ojos: “Yo soy aquél que expulsaste de la “orga” hace por los menos 45 años” ¿Y sabes por qué me expulsaste, porque según tú, yo tenía posiciones pequeño/burguesas sobre las leyes de hierro del materialismo histórico? Y Pasado el estremecimiento, me aseguró que la hipnoterapia era el non plus ultra contra para curar los desasociegos de la mollera tan pródigos en la vieja militancia izquierdista, cuyos hábitos impedían hacer otra cosa que no fuera la misma morralla de antaño. Y esta afirmación la remató con una contundencia que jamás olvidaré: Me he vuelto un experto en la cura del espíritu melancólico que asola a la vieja izquierda leninista… Al instante, no sin vergüenza, acepté sus servicios a pesar de haberlos expulsado de las filas revolucionarias, pero es que estaba tan necesitado de ayuda
Pero el tiempo que perdí contándole mis miserias a ese vato, me valen madre; porque el tiempo a mi edad es humo y olvido, ceniza y nostalgia, que desde la horilla le hacen un guiño al sentimiento de culpa. Lo que sí lamento hasta las lágrimas, es que este hijo de su pinche madre me haya balconeado. Cuando supe de sus infidencias se me cayó el alma al piso, cabrón… Y no era para menos, le había contado santo y seña de todas esas inmoralidades que hasta el hombre de la peor ralea calla por vergüenza; pero ello no justifica que este pinche mequetrefe haya faltado al secreto profesional que un día seguramente juró al borde del llanto: Ne divulguerapas les aveux de mes patients …Que no dijo de mí, cabrón, que no dijo…Sólo te comentaré de pasada cuatro de las peores infamias que desparramó entre mis enemigos, marranadas que no tardaron en saberlas mis hijos… Juró y perjuró que yo le había confesado que había pagado los estudios de la universidad con mi febril actividad de mayate; que me había convertido en policía político desde la última calentada que me prodigó la Brigada Blanca; que había matado a mansalva a un desdichado policía para quitarle la pistola, cuando este pobre obrero del gatillo solamente traía colgado en la cadera un inofensivo tolete.
Y ocurrió, como siempre, el último en saberlo fui yo… Cuando me enteré que mi reputación era devorada por el cotilleo, el mundo empezó a darme tatahuila…Era tal mi depresión que cuando veía platicar la gente, creía que estaban hablando mal de mí; y si alguien se reía, presumía que se estaba riéndose de mí. Y si callaban… si me hablaban… si me saludaban…Si… sentía que se le halaba la sangre de impotencia, de vergüenza… En esos días enflaque quince kilos; y si no hubiera sido por la ingesta de Prozac, quién sabe cómo me hubiera ido… Y ya estarás preguntándote si fui a partirle la madre ese pinche mercanchifle, porque en Sonora a los difamadores les cortamos la lengua hasta la epiglotis, y no solamente la lengua. Pero no fue así cabrón, y no porque no lo haya deseado con toda el alma; no fui a escupirle la cara a ese cabrón, porque ya estaba postrado en esta pinche cama, que a estas alturas ya se ha convertido prácticamente en mi ataúd… Por eso no fui a partirle la madre a ese hijo de la chingada.
PERO LA MILITANCIA DE TODOS LOS DÍAS ME QUITO A MI MUJER.
Un día en la terapia el psicoanalista, me dijo a mansalva: “Qué flaca memoria tienes, si es que aún te queda algo de ella. ¿Acaso no recuerdas que en tus largos años de insomne militancia en favor de la “noble causa” de la revolución, tu familia estaba sobreviviendo con un ingreso fluctuante entre nada y casi nada; y por eso sus padres y hermanos le arrojaban a regañadientes una limosna para que la fueran pasando, sobre todo para ocultar ante el “respetable” que una rama caída de su honorable árbol genealógico estaba experimentando una vida miserable; mientras tú la pasabas perorando sin trabajar no sé qué delirios y, lo que no tiene perdón, es que te gastabas en esas correrías la pensión vitalicia que conseguiste en la universidad, tras amenazar al rector ibas a secuestrarlo sino apoyaba la causa del proletariado. Y te digo una cosa, aquí en cortito… –Se le acercó al oído y le dijo con un aullido que expelía un rencor largamente acariciado-: Si no ha sido por mí, tu ex… Este lapsus que pareció una infidencia le puso la cara rojísima y le produjo un leve temblor que le puso la piel como carne de gallina. Quiso enmendar plana: “Lo que dije de tu familia -No dijo tu ex-, fue simplemente un acto fallido que el venerable maestro Vienes trató con mucha sabiduría en Psicopatología de la Vida Cotidiana. Mi expresión fue, pues, sólo eso: un simple acto fallido, un… -A pesar del subterfugio, se le veía más aculebrado que un cochi cuando percibe que lo van a hacer chicharrones al día siguiente.
Este golpe artero, me hizo recordar que un día, un desgraciado día, mi mujer y mis hijos me echaron de la casa con todo y chivas. El lanzamiento, como dicen los huizacheros, fue acompañado por un grito familiar horrísono, como dijera en uno de sus versos el masiosare: ¡A chingar a tu madre de la casa, pinche viejo mantenido¡ ¡Y no intentes volver porque te vamos a echar encima a la policía, güevón, bueno pa’nada! Ese golpe fue brutal, porque todavía amaba a mi esposa y quería también entrañablemente a mis sus hijos, aunque sólo los conocía de pasada, porque mi trabajo revolucionario de 24 horas me impidió convivir con ellos. El día del lanzamiento Laura Elena lloró, porque quizá ella también me quería y porque tal vez se acordó que hacía más cuarenta años me había dicho: “Tú ocúpate de hacer la Revolución y yo me dedicaré a trabajar y a cuidar a tus hijos”.
En los días y los meses que siguieron busqué infructuosamente por carta, por teléfono y hasta por señales de humo, convencer a Laura Elena que quería volver a su casa y hasta le juré que me retiraría de la militancia; pero Laura Elena, me dijo casi impersonalmente, sin ningún ápice de emoción, como si los años que vivimos juntos se hubiesen convertido en polvo y olvido: “Pa’qué insistes, yo ya no te quiero… Ahora estoy saliendo con otro señor al que mis hijos adoran… Luisón estuve a punto de desmayarme, medio me repuse y empecé a caminar trastabillando como cualquier borrachín que anda bien persa a eso de las tres de la tarde, cuando el sol golpea severamente a los ebrios esa región que va de la ceja a la oreja.