MI CANDIDO CAN. VIENTO QUE TE QUIERO A TIEMPO.

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Es un perro verde de largos silencios que sólo explotan en las madrugadas de azul y buenas noches. Es más fiel que el perro de María Victoria, aquel que estaba sentado a sus pies de día y de noche. Si, más fiel, y eso es ya decir mucho, que el enorme guardián que dio muerte a don Julián, que había matado a la gacha a don Gilberto, según una rola José Alfredo Jiménez.

No sé, pero a veces pienso que su fidelidad es humana, demasiado humana. A veces creo que me finge para pasarla bien; porque de vez en vez se me queda viendo burlonamente por algo que sabe de mi, y que yo por tímido jamás me he atrevido a preguntarle qué demonios es, quizá porque siempre he temido que sea demasiado doloroso. Y en esos ratos de desazón, la incertidumbre taladra mi amante corazón de viejo, y me digo qué sin piedad qué perra suerte…

FILIAS Y FILIACIONES

Y tengo arranques de celos que terminan en reproches callados, sin recriminaciones. Es que perder la fidelidad de un perro; después de que todos los amigos se han abandonado no es para echar las campanas a rebato; más si te había jurándote el día anterior que nunca nos separarían cuestiones ideológicas. Después de esa catástrofe y luego que el perro te malquiera, sólo te queda el abismo: no hay un sólo motivo que te aliente a entonar aquel verso entre consolador y triste: “Desde que conozco a los hombres estimo a los perros más…” De veras, ya no queda nada, tal vez el suicidio, porque la soledad es algo así como querer y no poder con quién estar, según extinto Alberto Cortez.

Y cuando la duda me quema la última gota de mi resequedad, y ya con el cebollero en la mano, le grito, lo busco, lo encuentro y su cola, a medio camino entre el áspid y el colibrí, me saluda haciendo tintinear el viento. Pero ese gesto conciliador no me devuelve la paz que ha sido mordida por la duda. Para despejar mi incertidumbre me sitúo frente él, y me asomo a sus ojos y descubro en su negrura la paz de universo. Entonces me digo, olvidando mis agravios: “Vale la pena tener amigos de ese pelaje”. “Qué perrón es mi perro, qué perrón…” Y luego me digo aliviado: perro que no haz de morder déjalo correr…

ORIGEN Y SEMBLANZA.

Llegó a casa un día sin pedir permiso, mi querido can. Vino como la gallina de la Nana: triste y pesaroso. Me conmovió su soledad, tal vez porque se parecía bastante a la mía. Es su pelo blanco, moteado de gris y negro. En esas motas podían leerse las huellas del infortunio: alguien lo había dejado a la deriva en el proceloso mar de la soledad, en esa mar donde el que no cae, resbala. Había que tenderle la mano, aunque hubiera la posibilidad de que un día me la mordiera. Cierto, nunca me la mordió, pero…

Mi perro no es de marca ni de modelo reciente. Ya no está para carreras largas y mucho menos para andarlo luciendo en parques y jardines. Pero los perros son como los hijos, te parecen bonitos aunque no lo sean, virtuosos hasta la ignominia y brillantes hasta donde te alcance la memoria por aquello que el amor tiene cara de hereje. Es que los perros son los mejores amigos del hombre. y el es perro y yo soy hombre, de ahí que la amistad que nos funde y nos confunde en un permanente diálogo de sordos.

MÁS COMÚN QUE SILVESTRE.

Mi perro no es el Callejero de Alberto Cortez: no goza de sus alcances libertarios y mucho menos de sus dotes filosóficas; tampoco tiene los talantes heroicos de rintintín, lazie y de otros canes del inventario televisivo. El mío es un perro común y silvestre; pero eso sí, es más común que silvestre, por aquello de que el sentido común es el más común de los sentidos. Y aunque no está usted para saberlo ni yo para contarlo, mi pulgoso suele decirme, en los momentos de mayor lucidez, que la política no fue hecha para mí, porque me parezco tanto a él que no puedo engañarlo.

En efecto, soy un perro de bajo perfil en estas lides; parecido al dicho aquel que dice: perro que ladra no muerde. Me lo ha dicho cien veces y cien veces lo he mandado al diablo. Un día me lo dijo siguiendo la prosa en verso del bardo de Guanajuato: “Nada te han enseñado los años/siempre caes en los mismos errores/ otra vez a brindar con extraños/ y a llorar por los mismos dolores…”

LA POLÍTICA EN VILO.

Aunque mi perro no es político, más bien es un antipolítÍco consumado, creo que en el fondo es lopezobradorista. Y mi sospecha está fundada: Nunca se meo en una manta del prócer de Tabasco, no se “hizo del dos” en sus pancartas, tampoco desbarató sus afiches y, por si fuera poco, tiene una reverencia santuna al color morado. En estos días agridulces lo sorprendí mirando fijamente una foto de López Obrador, y descubrí, no sin dolor, que se le deslizaba por la mejilla izquierda un rosario que se iba trocando en lágrimas negras, tal vez la negritud de su llanto es una especie de presagio de que le iría mal en su gobierno.

Antipolítico y todo no deja de perseguir perrunamente todo lo que sea azul o se le parezca. No hay mañana, por ejemplo, que no le eche los perros a un pobre vendedor de periódicos que viste uniforme con camisa azul; tal vez porque cree que el voceador es un panista consumado. Esta persecución, se lo he dicho hasta el cansancio, en una expresión cargada de fanatismo. Pero a decir verdad, mis regaños le han valido madres…Este fanatismo le ha creado algún tipo de fotofobia, pues le enferma salir al patio en días de sol que se entornan de un azul celeste tan parecido al color de los mapachules. Y ya no digamos cuando lo llevó al mar: se vuelve imbañable, el azul del agua lastima sus daltónicos humores.

ESPEJO Y ESPEJISMOS.
Un día de estos platiqué de las fobias y las filias de mi cándido con doña Clotilde Villegas, una vecina apolítica y con un sentido común que suele lastimar las fantasías más duras, esas que luego se visten de verdades de a metro. Ay don Elio, me dijo en tono psicoanalítico, a usted ya se lo llevó la chingada. Se está volviendo loquito. Ese perro que usted ve pintarse de morado no es más que su espejo: ve en él su propio pellejo político; es un acto de transferencia que le permite a poner en el cuero del perro sus propias alucinaciones, porque usted que no se anima a encararlas frente a frente con usted mismo.

No vea en su perro -barbotó- mirándome a los ojos, virtudes que no tiene. Usted lo sabe mejor que yo, su perro es un güevón que no le gusta que lo despierte el voceador ni salir del rincón en el que duerme todo el día y… Ya no le entendí a Doña Clo…, pero desde ese día mi perro me parece más humano; pero también desde ese día he vuelto más perrón…