FRANCISCO CHIQUETE
No ha habido en el México de hoy, ningún político como Andrés Manuel López Obrador para identificarse con las causas de la sociedad. Hay sin embargo un antes y un después. Luego de llegar a la Presidencia de la República, el político tabasqueño parece haber perdido el timing, de modo que hoy es más importante el proyecto que la gente.
Hay muchos ejemplos. El de la pandemia es sin duda el más notorio. Cuando el país se desangra con casi sesenta mil muertos, el presidente deja su visión de la sociedad para defender un éxito insostenible en el manejo de la pandemia. Tanto López Obrador como su vocero de salud, Hugo López Gatell, insisten en que salvaron muchas vidas teniendo suficientes espacios en los hospitales.
Presumirse exitoso con una cuota de muerte tan elevada es absurdo en cualquier parte del mundo, pero esa es sólo una parte de la narrativa: la otra está a cargo de los mecanismos de defensa del gobierno, que claman y reclaman la responsabilidad ciudadana, porque “el gobierno no se puede poner a cuidar a cada uno de los ciudadanos”. No puede, pero sí tiene que generar condiciones de salubridad adecuadas, y conducir los procesos para alcanzarlas.
En otras oportunidades, desde la oposición, López Obrador habría sido el primero en anteponer el dolor de los mexicanos, a las estadísticas con que por muchos años quisieron dorarnos la píldora para ocultar las realidades lacerantes. Hoy se indigna porque los periódicos encabezan sus ediciones con el número de infectados y de víctimas.
No ha querido entender la importancia de que la sociedad conozca los alcances reales de la pandemia. A pesar del gran despliegue informativo, muchos mexicanos siguen creyendo que el Coronavirus no existe, que son maniobras de las farmacéuticas, de los políticos y de las grandes empresas “para mantener sojuzgado al pueblo”.
Hoy hablar de la gravedad de los problemas equivale, desde el punto de vista oficial, a atacar al gobierno y peor aún, atacar al presidente.
Hay otros casos que han sido muy notorios, como el rechazo a las protestas feministas, a los reclamos por el incremento en los feminicidios y la violencia de género, a los que también se identifica como una agresión a la figura presidencial, olvidándose del dolor de las familias.
López Obrador por supuesto, no era así. Cualquier problema que se presentase, incluso regional y aún local en algún lugar de la República, encontraba eco en la voz de Andrés Manuel.
Mientras los políticos opositores andaban bordeando por los mismos términos del gobierno, quejándose de los índices de crecimiento, de la desigualdad en abstracto, del desempleo en general y enarbolaban las estadísticas del Inegi o las del Banco de México en términos que sólo comprendían bien a bien los illuminati de la élite o del circulo rojo, López Obrador encarnaba a la gente, se indignaba por los crímenes, los abusos de autoridad, los actos de corrupción cometidos o sospechados, y lo hacía sin pelos en la lengua, sin fórmulas o protocolos.
La gente de carne y hueso se siente reivindicada por el solo hecho de que López Obrador mencione sus casos o de que se fustigue al político responsable de excesos. Es él quien coloca en el imaginario popular el tema de la corrupción como asunto que afecta a todos, con paciencia demuele la imagen que pudieran conservar los políticos del sistema, demuele a los partidos (con la ayuda de los propios políticos y los propios partidos), gracias a que dice aquello que la gente siente y lo que la gente quiere oír.
Es tan amplia la expectativa generada, que obviamente no se podría satisfacer en un sexenio, pero no hay reclamos porque la violencia no se detuvo al día siguiente de haber tomado posesión, ni se acabó la corrupción con el mero ejemplo presidencial; le ha costado que el sistema de salud no sea como el de Suiza ni el aparato educativo haya alcanzado las excelencias de Finlandia, pero lo que desconcierta a muchos de sus seguidores originales es el cambio de óptica.
López Obrador es otro, es hoy el representante del gobierno, e incluso la encarnación del gobierno. Sigue hablando del pueblo, sigue ofreciendo que los grandes avances que conquiste serán primero para los pobres, pero hoy la queja ciudadana no es lo esencial, incluso muchas veces es colocada como expresión de los enemigos. Los padres de niños con cáncer lo vivieron ya, como lo viven quienes denuncian desabasto de medicinas en hospitales públicos, porque esas “calumnias” sólo pueden provenir de quienes se vieron afectados con la pérdida de sus privilegios.
No se digan las protestas o inconformidades por el impacto irreductible de la violencia: se nos han anunciado “puntos de inflexión” estadística que deben ser tomados como dogmas de fe a los que nadie debe rebatir aunque lo estén cosiendo a balazos.
¿Qué ha pasado?
Los contrincantes dicen que es el talante autoritario, antidemocrático del presidente, pero no alcanzan a traducir esa inconformidad en lenguaje al alcance de la gente. Por el contrario, siguen queriendo raspar la imagen de AMLO con acusaciones de corrupción que no se sostienen o con comparaciones con gobiernos desprestigiados como el de Venezuela.
Lo cierto es que para preocupación de mucha gente, incluyendo a auténticos seguidores del presidente y de su partido, hay un cambio que tarde o temprano habrá de generar rupturas y encontronazos.
Al parecer el presidente se casó con su proyecto y trata de sacarlo adelante a costa de todo, incluso de una realidad que le ha sido adversa porque el país no es enteramente como él lo dibujó a lo largo de dieciocho años de campaña, y que no responde a los resortes que él había previsto o soñado. Desde el principio la economía se resistió a sus mandatos y en lugar de aplicar una fórmula de transformación, se fue de frente para derribar el muro con la cabeza. La fórmula de combatir balazos con abrazos o de basar la política de seguridad en regaños maternos terminó por hacer agua.
El presidente parece haber olvidado, como los tecnócratas (hoy llamados neoliberales), que es la gente lo que importa. Para aquellos el arte de gobernar se cifraba en sus estadísticas, sus cuadros y proyecciones. Para López Obrador lo que cuenta son sus fórmulas de gobierno, al precio que sea, incluyendo cincuenta y tantos mil muertos a cambio de poder presumir camas de hospital vacías.