Aunque no cambia el clima, hay elementos que nos hacen percibir esta estación del año ¿usted lo nota?
FRANCISCO CHIQUETE
Una tarde de 1966 dejé de prestar atención al rollo de la maestra de quinto año para ponerme a contemplar la tarde. Algo tenía de especial la luz que se filtraba por las celosías de las ventanas.
No supe entonces qué había llamado mi atención, pero trece años más tarde, caminando por la avenida Insurgentes de la Ciudad de México volví a tener la misma sensación. Había algo en la luz del día que me generaba una impresión distinta. Lo atribuí a mi estado personal de tensión y alborozo: andaba preparando mi primer viaje internacional, nada menos que a Nueva York, y tenía que conseguir un pasaporte a pesar de no tener cartilla liberada (ni sin liberar).
Pero una vez resuelto el tema, la luz seguía igual, adormecida, con un tono mate que no se debía ni a nubazones ni a algún otro fenómeno. Finalmente caí en cuenta que era el otoño.
En el Distrito Federal es más fácil distinguir el cambio de las estaciones, mientras aquí en Mazatlán pasamos de un invierno primaveral a un verano que se come al otoño. Sólo en aquella ocasión -1966- y en 2011, cuando se presentó el llamado fenómeno de la niña, pude distinguir con precisión la transición estacional.
Para un alborotero como yo, el otoño está en relación directa con las fiestas: las septembrinas, aunque sean antes del equinoccio, las de muertos, que hoy me son todavía más importantes, las familiares (más de media familia ampliada se festeja en esta parte de año) y por supuesto, las navideñas, tres días después de acabado el otoño.
Hace poco tiempo tuve la ocurrencia de enviar a una amiga una felicitación de cumpleaños vía e-mail, acompañada de ligas al Youtube con el otoño de Vivaldi y una versión de esa pieza, cantada por Mocedades. Tras los consabidos agradecimientos, la respuesta sonó casi a amistoso reclamo: muy bonitas las piezas, un agasajo, pero ¿por qué esa en especial? ¿por la edad otoñal? Mejor era no responder.
Durante un tiempo anduve buscando un símbolo regional del otoño. El cine, la televisión, nos han vendido el idílico otoño de Estados Unidos y Canadá, con las bellas hojas de maple, arce y otros árboles de sus bosques, pintadas en ocre y rodando por los suelos al influjo del viento como las describen Edith Piaff, Yves Montand, Andrea Bocelli y Nat King Cole en esa canción que era la
favorita de mi madre y que oíamos hasta cinco o seis veces seguidas cada ocasión en que estábamos juntos, Las hojas muertas.
Pero aquí no había nada de eso. Las hojas que acá sueltan los árboles son pequeñas, se pudren de inmediato y en lugar de convertirse en una alfombra rojiza se ponen cafés y se degradan inmediatamente a basura. Lo que se da al entrar el otoño son las vainas de los tabachines pero tampoco son un gran espectáculo en su estado natural.
Con el otoño llega el béisbol de la Liga del Pacífico, viene la expectación cada vez más diluida por las transmisiones de la Serie Mundial. Viene el cambio de horario, aunque casi un mes después. Vuelven a las calles las carretas de churros, con sus olores embriagadores (no es que no haya en el resto del año, pero al menguar el calor proliferan por todos lados).
Con todo y los aires cálidos que aun corren incluso por las noches, son tiempos como para caminar por el malecón y oír como un rumor
The falling leaves
drift by the window,
the autumn leaves
of red and gold…