Una gran tradición que se transforma
Máquinas que sustituyen a animales
Historias de circo ligadas a las familias
Canción EL CIRCO – La entrada de los gladiadores ( Julius Fučík)
FRANCISCO CHIQUETE
Las luces intermitentes surcan las alturas para anunciar que llegó el circo, el circo con sus inmensas carpas y su fachada colorida que invitan a pasar y revivir la tradición centenaria de este teatro del pueblo.
Pero aún las tradiciones cambian. El Circo de la Fantasía, que hace temporada en Mazatlán, no es ya el derroche de alegría que solían tener las funciones de antaño. La tecnología le permite tener nuevos atractivos incluso brillantes, pero siempre distintos.
El modelo de hoy sin duda es el Cirque de Soleil, que ha dado el gran paso de la transformación, con espectáculos temáticos de gran plasticidad.
Bajo ese tenor, el Circo de la Fantasía nos propone una historia: la de Eros expulsado porque su principio del placer fracasó ante la promiscuidad de los humanos.
Su exilio es espectacular: el hombre bala de la película Roma hace un vuelo de varios metros gracias a un cañón de potente estampido. En un segundo cuadro los demonios que castigan el desvío de Eros se ven reforzados por King Kong, un robot de doce metros de altura que no hace nada, como no sea impresionar a los espectadores con sus movimientos y los rugidos enormes que suelta el moderno y eficaz sistema de sonido. La tecnología como elemento central.
NO CABE DUDA:
ES MI SOMBRA
En la colonia Montuosa, mi barrio de infancia, había un enorme solar baldío al que llegaban los circos como eran entonces, arrancando la década de los sesentas. Eran circos pobres (los elegantes, como el Atayde y el Unión, paraban frente a la Cervecería).
Por muchos años las señoras de mi casa mantuvieron el recuerdo de una carpa teatral en la que se ponían comedias ligeras. Si alguien quería reafirmar un dicho acudía a la frase hecha de “no cabe duda”, dando pie a que las demás respondieran en coro: “es mi sombra”. En aquella carpa un marido engañado sorprende al rival en la casa, pero éste empieza a moverse como el cornudo, hasta que éste concluye convencido: “no cabe duda: es mi sombra”.
En la colonia Shimizu había otro baldío de buen tamaño donde llegaban circos igualmente modestos. En uno de ellos conocimos a los payasos en zancos, que para promocionar las funciones recorrían toda el área, incluyendo la pedregosa subida de la calle DÍaz Mirón a la Chema Díaz, donde un bravo borrego derribó a uno de ellos con tremendo tope. Fue a dar a la Cruz Roja.
Tan pronto llegaban, los del circo buscaban quién los asistiera. Mi tía Nati, hermana de mi abuela, era una de las proveedoras. Y hasta comida especial pedían, se quejaba la buena señora cuando el Circo levantaba sorpresivamente sus carpas y se iba en horas de la madrugada sin liquidar los adeudos.
El retiro de los animales quitó brillo y atractivo a los circos. Por eso se creó la estructura caracterizada como King Kong que hoy pretende dar ese toque de miedo y naturaleza a las funciones.
En aquellos años las jaulas de los leones quedaban en derredor del circo, tanto para imponer respeto como para interesar a la gente.
Cuando ya habían terminado las funciones, la parvada del barrio nos acercábamos sigilosos a molestar a los animales. Mi miedo era doble: al león, manso y viejo que de todos modos gruñía enfadado ante los piedrazos que cruzaban los barrotes; y por la audacia de mi hermano Chito, que se acercaba cada vez más con un palo en la mano a provocar a la bestia.
Al final lo mejor era entrar a la función, cruzar el umbral pisando sobre oloroso aserrín y virutas de madera, ver la gran iluminación en un barrio donde todavía había casas sin servicio eléctrico, reír con las rutinas de los payasos, impresionarnos con la elegancia de los domadores, la agilidad de los trapecistas, siempre a punto de caer desde las alturas, sobre todo cuando se vendaban los ojos y con los trucos que se hacía con leones, ocasionalmente con tigres, caballos y hasta elefantes.
EL TEATRO SUSTITUYE
AL CIRCO DE SIEMPRE
Hará unos diez u once años vino a Mazatlán un circo americano magnífico, el Tihany. El primero que conocí con el concepto de teatro de variedades. En el número central un mago hacía aparecer sobre el escenario un enorme tigre de bengala, sin rejas y sin más seguridad que una correa. Era un circo precioso, rico. La noche en que asistimos mi familia y yo, vimos una cena montada a un lado de las carpas. Ni los hoteles mejores podían superar la calidad de la loza, las copas altas para agua y vino, la mantelería y cubiertos. El dueño había venido desde la costa este de Estados Unidos a celebrar su cumpleaños con la troupe.
En cambio nuestros cirqueros eran vistos con recelo por los vecinos, que cuidaban las gallinas y otros animales domésticos, incluidos los perros porque se creía que podían acabar como alimento de los leones.
Cuando se masificó la televisión, los circos recurrieron a artistas famosos para mantener el interés. Mis hijos tienen fotos con Quico y con el profesor Jirafales; creo que hasta el boxeador Pipino Cuevas incursionó en ese ramo.
La primera figura de esas a la que vi con su circo fue Capulina. Un día los publicistas del periódico Sinaloa Opina Marco Antonio Romero y Luis Alonso Enamorado fueron a pedirme que en la siguiente edición apareciera una entrevista con el famoso cómico. No tenía reporteros a la mano y yo me resistía a ir por razones muy personales. No me quedó de otra. En el lobby de El Cid (la primera etapa) tomé sus impresiones, platicamos de su carrera y de lo que él ofrecía en su vida circense. Ya me iba cuando lo oí decir “me cayó rebién ese muchacho porque es listo y me recuerda a mi mismo cuando era joven. Así estaba yo”. Lustros de bullyng familiar y de barrio se me vinieron encima. Hasta el Bell boy que me había conducido respetuosamente a donde estaba el artista, volteó y soltó la risa. Por supuesto que no fui a la función.
EL BEL CANTO
EN EL CIRCO
El Circo de la Fantasía tiene como números fuertes a dos pulsadores que ejecutan piruetas aéreas desde una cuerda que baja vertical, dos muchachas que brillan en el malambo y un grupo que maneja hábilmente hachones de fuego en la oscuridad.
Pero sobre todo tiene dos bellas voces femeninas que refuerzan al espectáculo con canciones que uno no espera. En lugar de escuchar las marchas circenses (entrada de los gladiadores era la más socorrida), nos dan cuatro piezas de ópera. Una joven soprano de las de antes suelta oh mío babbino caro con momentos de maestría. Lástima que la escena es cómica y los incidentes desvían la atención. Lo mismo pasa con la Habanera de Carmen.
Pero si se trata de mercadotecnia nada como la de antaño.
En aquel mismo baldío de la Montuosa. frente a la Escuela 18 de Marzo, pero por los años de 1949 ó 1950, el dueño de un circo decidió calentar el ambiente invitando desde su equipo de sonido, a que el muchacho más valiente se ganara ¡cinco pesos! Solamente por luchar con el oso.
El bolillo se armó de inmediato y tras un rato de timideces, ya con una buena cantidad de público rodeándolo, el muchacho valiente fue mi tío Leoncio Chiquete, el chato.
Se agarró con el oso en una batalla medianamente controlada por el dueño, quien al final le pagó los cinco pesos y una camiseta nueva, porque la suya quedó hecha girones.
Mientras tanto nuestra querida vecina Francisca Ayala había corrido a advertirle a mi abuela: -Teodora ¡te están matando al muchacho! ¡El Leoncio está peleando con el oso del circo!
En el trayecto de la cuadra que la separaba del circo, mi abuela se enteró del reto, su angustia crecía a la par que el enojo.
Encontró al Leoncio -un niño de diez u once años- rasguñado de los brazos y de la cara, seguramente también del torso y la espalda, pero él lo negó todo. Ni las heridas ni la camiseta nueva le permitieron sostener la negativa. Mi abuela se siguió de frente para encarar al dueño del circo y reclamarle su proceder irresponsable. Se retiró después de una maltratada en que “méndigo viejo abusivo” fue lo más barato, amén de amenazarlo con una demanda “para que lo refundan en la cárcel”.
Cuando le platiqué la anécdota a mi amigo Rafael Franco, se adelantó al final: “y doña Teodora le pegó al Leoncio, al dueño del circo y al oso”. No fue así, pero no le faltaba energía para hacerlo.
Los circos de barrio tuvieron siempre una relación estrecha con la comunidad, aunque a veces fuese conflictiva, contrastes que seguramente se seguirán viviendo en la etapa actual de la vida circense.